Sunday, September 23, 2007








POLÍTICOS
Y
MERCADERES


He practicado –y predicado- el abstencionismo activo desde el Referendum de la OTAN, es decir, desde que Felipe González, ilustre zar del socialismo español, vino –como diría Lázaro de Tormes- a “sacarme de mi natural inocencia”. Maticé ligeramente esta visión de las cosas hace aproximadamente un año, cuando después de una cena con generosa ingesta alcohólica se me ocurrió insinuar a los comensales que si los representantes del Partido Popular seguían insistiendo en que Zapatero era el mismísimo demonio, yo por primera vez en mi vida votaría, y lo haría justamente por el PSOE. La reacción de dos de los presentes, escandalizados ante la posibilidad de que “un buen tipo como tú” colaborara en la devastación de las Españas que Zapatero tramaba, me hizo convertir en algo serio lo que en aquel momento no era sino una baladronada. Cumplí mi promesa en las elecciones locales y autonómicas, pero debo reconocer que la voluntad de reforma de la que presume el Presidente del Gobierno me sigue oliendo por todas partes a marketing y arañazos de superficie. Quizá no puedan hacer más, pero entonces creo que quienes con tanta pasión defienden públicamente una causa deberían sufrir crisis de fe e identidad similares a las que me afectan a mí todos los lunes cuando veo que la semana laboral se me echa encima y mi equipo ha vuelto a perder.

Acabo de escuchar en la Cadena Ser lo que la locutora presenta como una “tertulia política”. Siempre pensé que las tertulias eran esas conversaciones de sobremesa en que la gente platica con cierta placidez entre el humo de un puro y el olor del café. En ésta, los protagonistas, tras felicitarse cortésmente por un cumpleaños o un nacimiento, pasan directamente a tirarse los trastos a la cabeza sin piedad. La diputada del PP recuerda al catalanista que no se puede pretender representar el centro político mientras uno sostiene propuestas independentistas, éste le devuelve la pelota refiriéndose a la purga de Piqué, el socialista le da la razón, pero a continuación alguien le recuerda que “vosotros también os habéis cargado a Rosa Díez”… Nula crítica, zafia incapacidad para ver la paja en otro ojo que el ajeno, mensajes rotundos pero falsos, porque, incluso cuando se dice la verdad, provienen de un estudio de marketing electoral donde el que escucha es tomado como cliente y no como ciudadano. Los políticos mienten, incluso los que no han leído a Maquiavelo… Claro que todos mentimos, sí, ya lo dice el Doctor House, todos somos malos, ¿por qué entonces pretender una superioridad moral de la ciudadanía frente a sus políticos?

Déjenme explicarles algo. No estoy en contra de la representación aunque, como lector de los viejos anarquistas, me extraña que los ciudadanos no sospechen de un mecanismo tan delicado y tan vulnerable a apropiaciones ilícitas e interpretaciones abusivas, tan abusivas como las que realizan los partidos políticos, esas máquinas burocráticas repletas de mediocres cuyo objetivo principal –quitémonos la ingenuidad de encima- es seguir viviendo de la misma fábula de la representación en la que nos hicieron creer desde la Universidad, cuando ya promovían manifestaciones y convocaban huelgas. Es Platón quien en La República recuerda insistentemente a su discípulo la necesidad de que la ciudad sea gobernada por aquellos que sólo muy a disgusto, sin ningún tipo de interés personal -como con un cierto rictus de fastidio- accedan a los cargos. Platón se habría escandalizado viendo hoy a los jefes de campaña chillar como jabalíes alborozados después de los primeros resultados electorales en los que, ya se sabe, han ganado sean del partido que sean.

El autor italiano Pino Aprile firma un libro de humor –y por tanto serio- titulado Elogio del imbécil, donde argumenta que el de la imbecilidad es el último estadio de la evolución de nuestra especie. Lo he comprobado desde que tengo uso de razón: a uno le preparan para admirar o envidiar la excelencia, pero terminan siendo los más necios, los que tienen menos escrúpulos, los que tienen alma de siervos… los que se lanzan ansiosos a abrazar esa cosa tan repugnante que llaman la “disciplina de partido”. Yo personalmente prefiero la teoría expuesta por Norbert Bilbenny en El idiota moral, donde, a vueltas con la figura del psicópata, detecta que la apatía moral, esa incapacidad para pensar desde la diferencia entre el bien y el mal, se ha convertido en el mal más extendido en nuestro tiempo, un tiempo en el cual las estadísticas de analfabetismo ya ni existen. El idiota moral no desarrolla su conducta amoral desde la perversidad o la transgresión, sino desde la banalidad. Tal y como esos malnacidos que venden un crecepelo o una operación de cirugía estética a una víctima desesperada, los políticos se asoman a los medios prometiendo acabar con la pobreza, desprecarizar el trabajo de los jóvenes o prohibir la producción de armas de combate… y después se van a la cama tranquilos, seguros de haber cumplido su deber, es decir, el de ayudar a la organización sindical o partitocrática a la que pertenecen a ganar un puñado de votos. Y a ellos a tener un poco más de dinero y poder.

¿Saben una cosa? No conozco a uno sólo de mis mejores alumnos que haya terminado dedicándose a la política. La mayoría de los que han entrado en partidos y ayuntamientos eran mediocres estudiantes, no creían firmemente en ninguna causa, llamaban ingenuos a los que se jugaban el pellejo por algo que mereciera la pena y eran tipos de los que la mayoría desconfiaba… A aquellos de los que he esperado grandes cosas los he visto después convertidos en futbolistas, empresarios, escritores, camareros o alcohólicos… pero a ninguno me lo encontré de concejal o diputado.
Ya puestos, y antes que tener a algún ex-alumno que me avergüence engañándonos para meternos en la OTAN o participando en el “Trío de las Azores”, mejor convertirse en Groucho Marx, dictador de Freedonia, y declararle la guerra a los vecinos de Tomania porque vienen a molestar cuando uno está durmiendo la siesta.

Sunday, September 09, 2007









AMNESIA
La Duquesa de Alba no debe saberlo, pero su línea genealógica, según ha demostrado la historiografía, proviene directamente de mozárabes, más en concreto de la familia de Esteban Illán, alcalde de Toledo en tiempos de las “tres culturas”. Son los mismos investigadores los que nos trasladan la historia de la familia Ben Furón, que podría ser la de tantos y tantos linajes españoles, y que podemos entender como historia de una deliberada desmemoria. Investigada en polvorientos archivos toledanos toda una larga serie de documentos producidos entre los siglos XIII y XV, advertimos que de la ortodoxa configuración onomástica árabe de Mateos ben Micael ben Furón, pasamos a su vástago Juan Mateos ben Furón, cuya identidad individual viene del primer nombre, pero que enlaza ya con el de su padre sin aplicar activamente el “ben” (o “ibn”, en árabe puro). Su hijo habría de llamarse Alfonso Juanes ben Furón, el siguiente Juan Alfonso ben Furón, y a partir de ahí desaparece el resto onomástico inicial, y el nombre Alfonso pasa a convertirse en guía de reconocimiento del linaje, apareciendo un llamado simplemente Juan Alfonso, que en el siglo XIV sería padre de Pedro Alfonso y así sucesivamente, ya sin restos extraños.

De todo este proceso podemos extraer una conclusión: la configuración histórica del sistema de patronímicos no responde tanto a una intención colectiva de ir precisando y perfeccionando –en suma, modernizando- el modelo identitario tanto como a la de ocultar unos orígenes impuros. No podemos extrañarnos de este tipo de procedimientos. La sustitución en el poder de unas tribus por otras genera una necesidad de adhesión, y de disolución del grumo en el caldo de lo colectivo, único remedio en muchos casos contra la marginación, la huida o el exterminio, lo cual termina pesando más que la vocación de sujetarse a la identidad forjada a través de los tiempos. Deberíamos no obstante plantearnos, más en el caso toledano casi en ningún otro, por qué tras la reconquista castellana de la ciudad no se elevó a santidad la categoría del mozárabe, ese “cristiano en tierra de moros” al que, por cierto, las nuevas autoridades necesitaron durante mucho tiempo. El problema es que aquellos mozárabes, pese a su condición de resistentes religiosos durante los largos siglos de dominación árabe, distaban mucho de ser un enemigo del Islam. Demasiada lengua árabe, demasiados ritos mimetizados al paso de los siglos, demasiadas costumbres convergentes con los derrotados ahora sometidos o puestos en fuga.

Este relato* nos pone sobre la pista de un fenómeno de la vida humana que viene preocupándome casi desde que me hice adulto: la necesidad del olvido, esa misteriosa fuerza disolvente que llega para quedarse en el alma de la personas y realiza su labor con abrumadora eficacia. Y les aseguro que los esfuerzos llegan a ser de una tenacidad admirable. En cierta novela, recuerdo la semblanza de un personaje que decía ser cubano, se comportaba y se divertía como un cubano, amaba como un cubano, vestía como tal… pero, para su desgracia, resulta que ni era cubano ni había estado nunca en tan hermosa isla… No nos hace falta aquí un novelista, la vida proporciona la suficiente materia prima para percatarnos de que los personajes de ficción construyeron ya su locura en las aceras de la vida real. Conocí a un tipo que vestía y se peinaba como un gitano… Uno lo veía continuamente cerca de ellos, defendía en los debates televisivos su causa, pero no como un payo solidario, sino como lo que decía o creía ser, un gitano entre otros. Nunca supe si los gitanos de verdad le consideraban un asimilado o le veían acercarse con tanta insistencia que se habían acostumbrado a su presencia y simplemente toleraban al payo renegao. Conocí a un hombre que vivía obsesionado desde adolescente con ser un catalán, y terminó viviendo en un barrio de la Barcelona profunda, hablando un catalán perfecto y votando a partidos nacionalistas… no es que le gustara Catalunya, es que era un catalán antes de vivir en el paraíso soñado –censo incluido-, con la misma lógica con que los transexuales dicen haber vivido en el “cuerpo equivocado”. Aquel hombre jamás aceptaba recordatorios sobre su origen en Motril ni reflexionaba sobre el hecho, para mí evidente, de que en Catalunya se le consideraba tan charnego como a cualquier charnego. Ese poder de lo catalán, o de lo vasco, para asimilar personas y fabricar raíces alternativas es admirable: conozco personas que han traducido nombres y apellidos sin tener la más mínima conexión genealógica, otras que se hicieron fanáticas seguidoras del Barça o del Joventut de Badalona o votantes del PNV pese a haber pasado toda su vida entre los viñedos de Valladolid. Poder de seducción, pero no exclusivo, ya que Antonio Gala –incómodo manchego- es sólo uno de los numerosos casos de andaluces interpuestos.

No niego a nadie el derecho a intentar ser lo que desee. Creo como Ortega que el hombre es proyecto, y de nada estoy más lejos que de recordar al transexual –maniobra fascista que detesto- que antes que Paula fue Manolo, como tampoco creo que se sea menos buen ciudadano catalán por el hecho de no llamarse Pujol sino Gutiérrez. Creo sin embargo que hay algo turbio en esa egonomía tan del tardocapitalismo que entroniza el principio del individuo libre haciéndonos creer que cualquier cosa es posible, que cualquier rasgo de identidad es adquirible en el mercado y puede uno terminar por desprenderse de él y sustituirlo por otra mercancía identitaria de oferta en el mercado.

El culto permanente al pasado y a la tradición llega a parecerme paranoico, nada más aburrido que esos tipos a los que la boca les huele a cerrado y que se pasan la vida dando la murga con “los clásicos”; pero deberíamos estar en guardia contra los empeños demasiado tenaces en promover la amnesia, y no sólo la histórica, ahora que tanto escándalo provoca en la España reaccionaria el empeño de algunos en desenterrar a los padres que les asesinó el bando victorioso con la humillante condena al silencio de los familiares, como si aquellos muertos nunca hubieran existido, como si quienes traicionaron la legalidad no hubieran hecho sino “restaurar el orden” con la propina de “cuarenta años de paz”.




Pero muchos olvidos no son estrictamente políticos. A mi tía Ana, al regreso de la próspera Alemania en el 65 después de cinco años como emigrante, no le pesó tanto la dictadura como la sensación de pobreza, de gente mal vestida, de Madrid llena de gente hambrienta de los secanos que parecía haberse refugiado temporalmente en un enorme campamento en medio de la meseta. Creo que es la pobreza lo que realmente queremos olvidar. España es un país de nuevos ricos, separados la mayoría del hambre –un hambre vergonzosa, intolerable- por una o dos generaciones. “Sí, aquí se pasó hambre, ya lo creo”, dicen con voz queda en el pueblo… Y no dan más datos, no nombran personas ni familias. Creo que es ese el hilo que del que tirar si queremos encontrar las causas del olvido.

Sigamos necesitando a los historiadores… escuchemos sobre todo a quienes saben quiénes somos y de qué venimos, a quienes tienen el coraje de decir: “yo sí me acuerdo”.











*Muy recomendable el estudio titulado Los que parecían árabes, de Francisco J. Hernández, en el número 224 de Revista de Occidente, bajo el genérico Al Andalus frente a España: un paraiso imaginario.