Friday, April 27, 2012







"YO NO SOY MUY DE HUELGAS"



Viene pasándome tan insistentemente y desde hace tanto que la escena ya ha terminado por resultarme plastosa y aburrida. Manifiesto entre compañeros o allegados la conveniencia de resistirse a prácticas del Poder que me parecen indiscutiblemente opresivas e injustas. Entre las medidas en que se sustancia esa convicción -además de esfuerzos individuales como el de escribir un blog o enviar una carta de protesta a un diario- está todo el amplio abanico de las movilizaciones de trabajadores o simplemente de ciudadanos, lo cual incluye concentraciones, manifestaciones y, por supuesto, huelgas. Cuando, como sucede ahora mismo en el País Valenciano, la Mesa Sectorial de Educación nos convoca a una huelga, se vuelve inevitable escuchar toda esta retahíla de frases con las que algunos manifiestan de forma torcida su firme intención de no mojarse el culo en lo más mínimo con estos asuntos. Si no menudean ustedes por estos cenáculos profesionales, les sorprendería la cantidad de personas que suelta estupideces de tipo "yo, es que soy individualista, no sigo la estrategia de los sindicatos, protesto a mi manera", o, aún más esperpéntico -juro que esto lo he oído de una compañera a la que pregunté si pensaba seguir cierta huelga-: "es que yo no soy muy de huelgas".




A lo largo de mi vida he participado en movilizaciones de todo tipo, algunas plenamente reconocidas como derechos constitucionales y otras a las que me conformaré con definir como más discutibles. También he dejado de participar en muchas otras a las que se me había invitado, a veces por discrepancia, y sospecho, a veces por simple indolencia. Podemos convenir en que cuando tenemos claro contra qué injusticia, alcaldada o miseria social protestamos y qué objetivo pretendemos conseguir, es tan solo cuestión de pura estrategia decidir qué medios pueden ser más eficaces para dichos logros; es entonces cuando podemos discrepar los que deliberamos. Ha habido veces en que ponerse en huelga o incluso salir a cortar una carretera o hasta ponerse en pelotas delante de no sé qué Consejería para que venga la tele me ha parecido lo conveniente, y hay otras en que ni siquiera la huelga de un día -por más que compartiera los objetivos de la misma- me ha parecido eficaz ni justa ni adecuada. Tengo dudas muy serias respecto a la facilidad con la que las centrales sindicales nos convocan a dejar de ir al trabajo en escuelas o institutos públicos, lugares en los que tales medidas provocan antes que a la patronal un dolo considerable a sus usuarios. Sí, ya sé, las huelgas en unos grandes almacenes perjudican a los clientes, y las de transportistas fastidian a mucha gente, de acuerdo, pero la primera que se ve en apuros con una huelga en tales sectores -y por eso se convoca- es la patronal. Aquí no, es posible que una durísima huelga de seis días como la que se acaba de convocar no haga gracia a la Conselleria d´Educació, pero -aparte de que no estoy seguro de que al PP, encantado con prestigiar la enseñanza privada en detrimento de la pública, le haga grandes cosquillas tal medida, que solo tendría repercusión en centros públicos- reconozco que me seduce muy poco el papelón de convencer a los padres de nuestros alumnos de que deben apoyarnos cuando, de llevar la huelga hasta sus últimas consecuencias, ellos serán los principales damnificados.

No sé si voy a hacer la huelga de seis días que se acaba de convocar y que amenaza con ser sólo la primera entrega de un serial conflictivo que puede ser muy largo. Y, caso de hacerla, tampoco sé si llegaré hasta el final. Tengo familia y no vamos sobrados. Decir que efectuar esta alegación es mezquino me parece una inconsecuencia. Cuando uno va a la huelga ya sabe que el primer daño lo va a sufrir en sus carnes, pues va a dejar de percibir el salario del cual vive, a parte de lo doloroso que, a mí al menos, me resulta dejar el aula justo cuando creo que más me necesitan mis alumnos, en especial los preuniversitarios. No sé qué haré, ni ahora ni más adelante; no sé qué es mejor, no sé cuál es la estrategia adecuada, y me siento en uno de esos dilemas morales que han poblado las mejores páginas de la ensayística desde hace milenios. Pero sí hay algunas cosas que me gustaría aclarar a quienes cada vez que hay conflictos laborales se empeñan en recordarme todo eso que ya sabemos que dice siempre la derecha sobre los sindicatos.

Saldré del armario de una vez por todas para evitar malentendidos: no me gustan los sindicalistas, no me gustan nada, es más, los detesto, en concreto detesto a toda esa banda de liberados y enlaces que, en el gremio en el que vivo, llevan dos décadas haciendo ímprobos esfuerzos para convencerme de que no hay esperanza ni para la escuela, ni para la izquierda, ni para la humanidad entera. Si quieren les cuento algún día mis porqués, que son muchos y tienen que ver con la experiencia de una vida. Pero resulta que no es ésta la cuestión. No importa nada lo que piense yo de los sindicatos, ni siquiera lo que podría decir aquí sobre el desmoronamiento de las instituciones representativas o las contradicciones en las que viven las organizaciones políticas tradicionales, entre las que los sindicatos tienen un papel tan preponderante como los partidos, en los que también confío tanto como en dejar a mi abuela al cuidado de Hannibal Lecter.




La realidad es que, como trabajadores, requerimos órganos de representación, personas que negocien con la patronal y que intenten paliar la asimetría propia de las relaciones laborales; todos estamos en el mismo barco y tenemos problemas similares. En el Manifiesto comunista, ese texto del que tantos han abusado para ensalzarlo o para enviarlo a la hoguera, Marx y Engels insisten en la importancia de hacer entender a los proletarios que, aunque no se sientan unidos -cosa muy natural, pues cada uno viene de su padre y de su madre, y es propio de humanos sentirnos diferentes- es la realidad que viven las que les obliga a actuar de forma mancomunada: sus problemas son los mismos, sus enemigos también, si no asumen su condición de clase tienen su guerra perdida. En mi profesión resulta especialmente difícil lograr eso a lo que se llama conciencia de clase. El estatus social del que proviene la mayoría de los docentes, los cuales pudieron alcanzar estudios superiores a veces hace treinta o más años, propicia una especie de individualismo de ínfulas románticas que, en realidad, oculta una profunda incapacidad para la acción conjunta y el riesgo.

En cuanto a mí, resulta que no solo me caen mal los sindicalistas sino que además yo tampoco soy muy de huelgas,  ni de ir pegando gritos delante de la Conselleria, ni, si me apuran, de ir enviando mails para recordar a los compañeros que hemos quedado en la FNAC para ir a una mani que resulta que me va a privar de estar el sábado con mi hija, que es lo que verdaderamente me apetece. Yo, en realidad, soy más de ver series en la tele, mirar el fútbol con una cerveza en la mano, protagonizar tórridas escenas de amor sobre la mesa de la cocina, ir al supermercado del Corte Inglés a comprar mariconadas... No sé, esas cosillas. Se deben figurar algunos de mis compañeros que empleo gran parte de mi tiempo, mis esfuerzos y hasta mi paz de espíritu porque soy un iluminista revolucionario, pretendo fastidiar al PP y a los curas, me gusta la supuesta promiscuidad de las algaradas callejeras y, sobre todo, me encanta que me quiten un pastizal por cada día de huelga.




Lo más curioso es que después, cuando les preguntas si les gusta que les metan ratios de treinta y cinco alumnos, les quiten más y más salario o vayan a desplazarles de su plaza definitiva, te dicen que no es justo, que qué cabrones, que no sé a dónde vamos a parar. Pero claro, ellos no son muy de huelgas, ni de asambleas, ni de manifestaciones... Ellos -me temo- son más bien de agachar la cabecica al paso de los mandarines, o de ir a hacerles un poquito la pelota,  a ver si les dan alguna prebenda. De eso sí son.



Saturday, April 21, 2012




EL ELEFANTE


Irremediable acordarse de Cazador blanco, corazón negro, el film de Clint Eastwood inspirado en los días inmediatamente anteriores al rodaje de La Reina de África. Su director, el mítico John Houston, era tan irredento cazador como vocacional bebedor de whisky. El encargo de una película de safaris le vino estupendamente para aligerar sus numerosas deudas, pero sirvió también -si hacemos caso del relato de Eastwood, quien por cierto interpreta magníficamente al personaje- para que se le metiera en la cabeza la posibilidad de cazar un elefante. Traba amistad con un nativo que promete acompañarle a las zonas profundas de la sabana donde viven estos animales, despreciando la falta de sangre y honor de los miembros de la productora, preocupados por minucias como los continuos retrasos que, por los caprichos del artista, sufre el rodaje. Cuando se encuentran por fin ante una manada de aquellos imponentes animales, uno de los acompañantes de Houston -creo que el guionista- pronuncia unas palabras que no he olvidado: "Son magníficos, vienen de un tiempo inalcanzable". A continuación, Houston va de cara a uno de ellos acompañado por el nativo. Su imprudencia le cuesta la muerte a éste, que es volteado por uno de los irritados paquidermos.

Al regresar a la aldea, suenan unos tambores en honor del héroe de la tribu que acaba de caer por la absurda obsesión de un extranjero: "Honran al hombre que ha muerto, y también hablan de un cazador blanco con el corazón negro". Houston, avergonzado y roto de dolor, indica que el rodaje de La Reina de África debe empezar.

No caeré en la imprudencia de declarar mi hostilidad hacia la afición a la caza. Yo devoro cadáveres, no demasiados, pero la realidad es que no he terminado nunca de abrazar el vegetarianismo, de manera que resulta algo pueril establecer una frontera tajante entre la degollina cotidiana -y sospecho que no siempre observante con el sufrimiento- de los mataderos y la muerte a tiros en el monte de liebres, jabalíes y perdices. Sí, lo sé, en un caso hablamos de necesidad alimentaria y en el otro de pura diversión, pero no estoy nada seguro de que necesitemos ni la tercera parte de la carne que ingerimos, lo cual debilita -y mucho- la censura al cazador.

De este razonamiento podría seguirse el que ya hemos escuchado en las últimas horas a vueltas con el asunto del Rey en Bostwana: ¿por qué nos parece infinitamente más valiosa la vida de un elefante que la de un cerdo o una vaca? No tengo una respuesta más convincente que la del personaje del film de Eastwood que declara su amor a aquellos animales: "son magníficos, vienen de un tiempo inalcanzable". He visto muy pocos elefantes en mi vida y, por supuesto, siempre en cautividad. Creo que hay razones sobradas para declararlos especie protegida, y me parece una inmoralidad tan grande que un matarife los destripe a tiros como si tal cosa sucede con un rinoceronte o un oso, sin olvidarme de las ballenas o los urogallos. Será incongruente poner a caldo al monarca por su irresistible afición a la caza mayor mientras uno se zampa un bocata de mortadela, pero creo que es mejor que existan este tipo de leyes restrictivas a que no lo hagan. Creo, en suma, que es mejor que existan osos, lobos, ballenas o gorilas de montaña. Y -para qué andarse con rodeos- creo que sólo algún mandarín indeseable puede pagar una fortuna por poder accionar su escopeta de siete leguas para asesinar a seres tan hermosos y admirables.

He tenido y tengo allegados que aman la experiencia cinegética, ya hace mucho que dejé de discutir con ellos sobre este tema. El aro por el que no paso el de que el asunto del elefante no haya de desencadenar una nueva oleada de debates sobre la conveniencia de la Monarquía. He leído que es un momento "inoportuno" para ello. Estaría bien que quienes así se pronuncian nos explicaran qué momentos son oportunos para preguntarse sobre la bondad de nuestras instituciones ¿Es "inoportuno" porque es precisamente ahora cuando varios miembros de la Familia Real se han lanzado desaforadamente a desacreditarla con sus actos? Quienes llevan toda la vida declarándose republicanos podrían contestar con una sonrisa irónica y aquello del "ya os lo dije, infelices". ¿Es inoportuno porque atravesamos una pavorosa crisis económica? En este caso, se me ocurre si no se vuelve mucho más intolerable el asunto de Bostwana precisamente porque somos los ciudadanos españoles los que sufragamos la Corona, lo cual resulta mucho más irritante cuando el Gobierno nos recorta día tras día servicios públicos esenciales.

Con frecuencia leo a personas de derecha e izquierda insistir en los grandes servicios que Don Juan Carlos ha prestado a la Nación. Me parece bien, pero tengo objeciones al respecto. Si es verdad que el Rey reina pero no gobierna, entonces hemos de entender que su presencia tiene un valor simbólico. Y el problema de los símbolos es que tienen valor sólo si se lo otorgamos, y yo no tengo la más mínima inclinación a otorgárselo; simplemente no lo necesito, por eso no sé por qué debo financiarlo. Es exactamente lo mismo que me pasa con otra institución de origen ancestral, la religión: como -al contrario de lo que me pasa con los hospitales o las escuelas- no necesito ni a Dios ni a sus ministros, no termino de entender por qué su negocio ha de mantenerse y prosperar a costa del sudor de mi frente.

Nunca nadie me ha preguntado si quiero tener un Rey. Mis mayores me han comentado que ellos sí lo decidieron. Se refieren al pack constitucional, que, junto a los derechos fundamentales de la Carta Magna, incluía asuntos tan trascendentes para nuestras vidas como el sistema autonómico o la Jefatura del Estado. Perfecto, votaron con honestidad y, posiblemente, votaron lo que era debido. El pequeño problema es que al aceptar la lógica dinástica de la Monarquía, aceptaron también privarnos a las generaciones venideras de la posibilidad de determinar quién habría de ser el Jefe del Estado, que es por cierto lo mismo que les pasó a ellos durante los cuarenta años anteriores.


Nunca es inoportuno el debate en democracia. Si creemos en la democracia, claro. Me viene a la cabeza lo que dijo cierta anciana de mi familia que presumía de haber llegado a tocar a Alfonso XIII en una de sus visitas a Valencia. Cuando, con las primeras elecciones de la democracia, le preguntaron a quien iba a votar, ella respondió con toda determinación y como si la duda ofendiera: "¿Yo?: al Rey, por supuesto"

Thursday, April 12, 2012



TENTACIONES AUTORITARIAS
DE LA DERECHA

Hace como una década, recuerdo haber estado discutiendo en casa con un familiar sobre algunas decisiones del Gobierno Aznar con respecto al conflicto vasco y la persecución de delitos como el de pertenencia a banda armada o la kale borroka. Con independencia de mis escasas simpatías hacia el partido que en aquel momento regía la nación, entendía que el gabinete reaccionaba frente a la profusión de actos en la calle que, presentándose como reivindicativos, formaban parte en realidad de una estrategia de amedrentamiento frente a quienes no compartían la ideología abertzale. Los gritos y pancartas que jaleaban a la banda, por no hablar de los disturbios perfectamente orquestados y sus consiguientes actos de vandalismo, parecían formar parte de una trama cuyo objetivo -siguiendo aquella vieja doctrina del "cuanto peor, mejor"- pretendían mantener la situación de anormalidad en la sociedad vasca, haciendo impracticable la convivencia en libertad. "No es cierto", refutaba mi allegado, "lo que pretende Aznar es reprimir la disensión ideológica".

La deriva que tomó el ex-Presidente después, y que le costó una imprevista derrota electoral con el asunto de la Guerra de Iraq, da a pensar si era yo el que estaba equivocado. Y creo, sinceramente, que no lo estaba. El secesionismo vasco se ha desacreditado históricamente con demasiada frecuencia debido a la cooperación con la violencia en los sectores radicales y a la indulgencia y el silencio en los supuestamente moderados. En cualquier caso, y esto es lo que parece que la derecha española nunca termina de entender, es una ideología tan respetable como cualquier otra, y tiene todo el derecho a luchar con armas democráticas por sus objetivos, los cuales habrán de consumarse o no con todas las consecuencias en función de lo que sin coacciones hayan de decidir los ciudadanos.

Entre algunos sectores radicales, dentro y fuera de Euzkadi, tiene éxito la teoría de que el Estado español alberga en su código genético la tentación de reprimir el ejercicio de la democracia. Yo no lo creo. Lo que sí creo es que en algunos gobernantes españoles reaparece con demasiada frecuencia la tentación represiva. No es un problema sólo del PP. Hay que recordar asuntos tan oscuros como el de la Ley Corcuera, uno de cuyos artículos más polémicos -el relativo a la llamada "patada en la puerta"- terminó por ser anulado por violar principios constitucionales. Podemos referirnos también a la derecha nacionalista de Catalunya, que parece desde Pujol sintonizar especialmente bien con los gobiernos centrales cuando de normas represivas se trata. Ahora bien, atendiendo a las últimas informaciones sobre la normativa que prepara el gobierno Rajoy, me permito el sarcasmo de sospechar que, a su lado, pasados episodios de violencia institucional pueden quedar en puro buenismo jurídico.

Veamos, si hacemos caso a lo que han dejado caer ya sus propios ideólogos, lo que pretende el Ministerio del Interior es convertir en delito tanto la convocatoria a través de la Red de manifestaciones violentas como la resistencia pasiva. No acabo de saber muy bien qué significa convocar manifestaciones violentas. Si alguien me envía un SMS diciéndome que acuda a tal lugar a manifestarme sobre tal o cual cosa y yo reenvío el mensaje, ¿estoy ya incurriendo en una conducta delictiva? Si pego dos gritos o llevo una pancarta y al mismo tiempo hay cuatro tipos a los que no conozco de nada que a cien metros de mí lanzan un coctel molotov, ¿soy yo tan responsable como ellos de perpetrar conductas violentas? Al contrario que el Ministro De Guindos, soy un tipo que va mucho por la calle, y me preocupa especialmente la convivencia urbana. No soporto el vandalismo, quizá porque vivo en una ciudad como Valencia, donde las autoridades son tradicionalmente indulgentes con ciertas actitudes agresivas muy implantadas, por ejemplo las que se toleran durante las Fallas, las asociadas al fútbol o las que perpetran los conductores de automóviles. Me parece perfecto que se persiga el botellón, que se combatan los excesos que sobre la vida vecinal ocasionan los abusos del ocio nocturno y que se consideren delincuenciales ciertas acciones muy extendidas sobre la propiedad pública o privada, desde la quema vandálica de automóviles o contenedores, hasta la destrucción de mobiliario urbano o cajeros de banco.

Pero lo que ahora tenemos entre manos es otra cosa. Se ha aludido a los incidentes acaecidos en Barcelona durante la huelga general, pero sospecho que lo que de verdad preocupa al Gobierno es el Movimiento 15-M y alguno de sus coletazos más sonados, por ejemplo la llamada Primavera Valenciana. (Tampoco conviene olvidar el 13-M y aquello del "pásalo", que supuestamente ocasionó la victoria electoral de Zapatero y que ha quedado como un trauma no superado por la derecha española) Soy perfectamente consciente de que cuando acudo a una manifestación a la que no se han otorgado los permisos correspondientes, cosa que he hecho en ocasiones, corro el riesgo de que las fuerzas del orden me disuelvan a poco que el acto en cuestión genere una mínima perturbación al orden público. También sé que si me siento en el centro de la calle Játiva puedo ser obligado por razones obvias a deponer mi actitud, y, de insistir, puedo incluso ser llevado a un calabozo y multado por resistencia a la autoridad. No nos engañemos: lo que se está preparando ahora invita a pensar en otros fantasmas.




Desde que llegó al Gobierno, el señor Rajoy no parece haber sido otra cosa que un comisionado de los mercados. No es el culpable de la crisis, y es posible que no esté en su mano tomar medidas muy distintas a las que está tomando -y me refiero obviamente al asunto de los recortes-, por más que resulte irritante la insistencia de los conservadores en descargar los costes de una crisis creada por sus protegidos sobre los servicios básicos, es decir, sobre los derechos de quienes jamás se beneficiaron del dinero fácil y la especulación. Ahora bien, este furor represivo huele a derecha de residuo franquista por todas partes.

Si algo caracteriza a la democracia es precisamente su garantismo respecto a la posibilidad de articular la protesta. La insistencia de la prensa ultra -cada gobierno tiene los ideólogos que se merece- en criminalizar a los indignados parece estar dando sus frutos. Sospecho que detrás hay algo más que enviar a su casa a hacer los deberes a los niños que pararon el tráfico en el Luis Vives. Los gobiernos europeos saben que las medidas de castigo que se están aplicando, de manera especialmente inmisericorde sobre algunos países con la crisis, van a desencadenar -ya lo están haciendo- una respuesta social que se materializará en las calles, con la carga de desgaste que recaerá sobre los gobiernos. Personajes como Rajoy y el hatajo de chiflados que salen en Intereconomía parecen creer que la conflictividad social consiste en eso, cuatro perroflautas que se citan con el móvil para quemar papeleras e insultar a la policía. Pero mucho me temo que el problema tiene bases más anchas.

Claro que como algunos dicen que detrás de los disturbios está Rubalcaba, también podría zanjarse el tema acusándole a él de organizarlo todo a través de twitter.


Thursday, April 05, 2012




ALGUNAS REFLEXIONES MIENTRAS VEO BEN HUR EN LA TELE


El protagonist
a de una de las películas que más me han impactado, El último valle, es un mercenario que dice haber nacido en la guerra y para la guerra. Estamos en el siglo XVII, el interminable conflicto entre católicos y protestantes desangra a Europa. En la pequeña aldea montañosa que parece haber quedado milagrosamente aislada de la conflagración y sus horrores, entre otros la peste, la concordia es continuamente perturbada por el sacerdote, un fanático cuya insistencia en recordar que Dios nos mira, que todos estamos infectados por el Demonio y que merecemos el infierno, termina desatando la ira del mercenario, quien lleva demasiada sangre y crueldad detrás como para no darse cuenta de que aquel espantajo histérico vestido con túnica es la única verdadera amenaza para una aldea cuyos habitantes tan solo quieren tener su fiesta en paz. "¡Irás al infierno, blasfemo!", grita al mercenario. La respuesta de éste deja helados a los presentes, pues insisto en que la acción transcurre hace más de trescientos años, en un pequeño núcleo rural del corazón de Europa:

-"No iré al infierno porque no hay infierno... Ni tampoco hay cielo: ¡Es una leyenda!"

Vi por primera vez esta película cuando no llegaba ni a adolescente. El personaje que encarna magistralmente Michael Caine no me descubrió con esa frase pronunciada a gritos nada que yo no supiera ya, simplemente lo hizo con la contundencia necesaria para una de esas situaciones de la vida en que lo único que no podemos permitirnos son los titubeos.

Hace mucho que dejé de intentar convencer a los creyentes de que Dios no existe, y ello a pesar de que algunos de ellos no han dejado de intentar convencerme a mí de lo contrario, cosa que les agradezco. Descartes, en los duros tiempos en que transcurre El último valle, atribuyó a la idea de Dios la seguridad de la existencia, afirmando que tan imposible es concebir un triángulo que no tenga tres lados como un Dios inexistente. A mí me pasa lo contrario, el mundo me parece tan ajeno a la posibilidad de que Dios exista como el triángulo a la de no ser un polígono cerrado de tres lados.
Es una desfachatez aseverar con tanta contundencia que Dios no existe, pero si hay algo que no pienso de Dios es que sea idiota, con lo cual sabrá perdonar mi condición de infiel porque es honesta, cosa que no puedo decir de la mayoría de creyentes que conozco, los cuales van a tener una inmensa suerte de que Descartes se equivocara, pues serán como yo pasto de la extinción total y los gusanos, lo cual impone mucho a poco que lo piensas, pero se librarán de algo mucho peor, que es arder para siempre entre las llamas atizadas por los funcionarios luciferinos. Lo peor, como dijo Woody Allen, es que "no solo no hay un Dios: prueba además a encontrar un fontanero en domingo". En otras palabras, que como la vida eterna se ha convertido en una posibilidad cuanto menos improbable, quizá mejor dejar de pensar mucho en ella, pues la que de momento nos interesa más, la vida terrenal, se complica con frecuencia más de la cuenta.

No hay Dios, estamos solos, es cuestión de que este grupo de niños que nos hemos quedado solos y sin padre asumamos de una vez que somos nosotros los que sin ayudas ni excusas tenemos que poner la casa a resguardo de las tempestades y los saqueadores. Esta convicción es tan firme y poderosa como la que pudiera arrastrar el más fanático de los c reyentes, con una diferencia: yo no pretendo, como la inmensa mayoría de los católicos -en una impostura indigna del mensaje evangélico- que los ajenos subvencionemos la fe, o, para ser más exacto, la red de instituciones que arrastra la petición del Crucificado a sus seguidores, la propagación de la fe urbi et orbi.

La fe puede producirme perplejidad, pero no me escandaliza. Me cuesta mucho entender a los creyentes. Como dijo Cioran, "si yo creyera, correría gritando desnudo por las calles". Es ésta la razón por la cual los ateos más irredentos desconfiamos de los cristianos: no podemos comprender cómo van por la vida con el mismo semblante que nosotros, cómo se entregan a las mismas tareas cotidianas y sucumben a semejantes tentaciones. Si yo diera por hecho que el Padre me mira a cada momento y que es Él quien desteje el ovillo de mi vida, entonces no daría un solo paso sin presentir su aprobación o su cólera. Esto solo puede ser entendido por un medieval o por un fanático, de ahí que, desde el Renacimiento, cuando los seres más valiosos se dieron cuenta de que no hay más Dios que nuestras obras, la fe en este demiurgo de segunda por el que ya ni lloramos en las procesiones me parece una impostura.

¿Tiene algún valor toda esta profesión de fe del descreído? En realidad ninguno. Vivo mi vida absolutamente ajeno a la fe, asisto a la Semana Santa con interés, pero sin tener la más mínima duda de que es solo la magia que desde siempre hemos atribuido a los iconos lo que impulsa la hemorragia emocional. Ahora bien, el hecho de que algunas de las personas más admirables que he conocido fueran firmes creyentes me ha hecho entender que, al final, de quién o de qué dioses necesita uno enamorarse no tiene gran importancia. Todos terminamos rezando en los momentos cruciales de nuestras vidas; como el guerrero musulmán antes del combate, todos pedimos a Alá que nos ayude a vivir con valor los difíciles instantes que acas o se avecinen.

Lo diré de una vez por todas, no es la fe, no es la Palabra Revelada, no es ni siquiera la atrocidad del sacrificio supuestamente salvador lo que me preocupa. Lo que de verdad me hace sentirme tan lejos de los templos y de sus guardianes es el hecho de que los arrendatarios de lo Sacro han decidido hacerse los amos del mundo -el terrenal- a costa de todos los demás. Y esto, qué quieren que les diga, huele a muy cutre.

A vueltas con la traición al mensaje evangélico, nunca deja de sorprenderme por qué los empleados de la Iglesia católica que conozco, e incluyo aquí a quienes ejercen activamente la catequesis, clérigos o seglares, están sistemáticamente del lado de los privilegiados de la sociedad. Hospitales privados, escuelas concertadas, Opus Dei, bando franquista, parroquia de niños pijos, Partido Popular... Por eso me parece tan heroica la irrupción, muy de cuando en cuando -al menos en nuestro querido país- de personajes como Juan José Tamayo, único personaje que conozco con amplia influencia en el seno de la cristiandad española y que tiene las santas narices de recordar a todo el mundo que una vez destruido el espíritu del Concilio Vaticano II ya no hay principio moral que legitime la misión de la Iglesia en un mundo como el nuestro. En este sentido, me reconfortan intervenciones públicas como las del obispo de Ciudad Real, quien ha tenido el coraje de cuestionar duramente la Reforma Laboral. Siempre me pregunto por qué toda esta gente tan empeñada en defender la familia no parece tener agallas para cuestionar prácticas empresariales como la de maltratar laboralmente a las mujeres por ese vicio tan feo que tienen de quedarse embarazadas. Por eso digo que me alegra saber que hay todavía personajes como el Obispo Antonio Algora, un hombre tan imprudente como para exponerse a los mandarines diciendo que las nuevas leyes no tienen otro objetivo que castigar a los más débiles y permitir a los depredadores sacar nuevas rentas del sufrimiento de todos los demás. Amen, Padre Algora.