Friday, June 29, 2012



TREINTA AÑOS
CON BLADE RUNNER



¿Por qué nos gustó tanto Blade runner? ¿Por qué caló tan hondo en el imaginario con el que nos hicimos adultos todos aquellos baby boomers nacidos en la segunda mitad de los sesenta? No soy capaz, pensando en su autor, Ridley Scott, sin recurrir a esa otra joya llamada Alien, el octavo pasajero. Curiosamente, de la mente de este caballero han salido dos de las heroínas del feminismo tardío, Rachel, la replicante de la que se enamora Deckard, y Ripley, aquella teniente valerosa y un poco bestia que sostiene hasta el final la terrible batalla con el bichejo mortífero que se les ha infiltrado en la nave Nostromo. Lo sorprendente es que el citado autor se haya dedicado después a trabajos francamente medianejos, a veces contando con presupuestos estratosféricos, sin olvidarnos de algunos productos particularmente fraudulentos, incluso con algún toque fascista. Sea como sea, en Blade runner se encontró con las cima de su talento, quizá incluso saltó por encima de sus propios límites, eso es lo único que importa.

Cierto crítico de cine, el estrafalario Carlos Pumares,  caracterizado por desentenderse de cualquier película que no sea americana y tenga como mínimo medio siglo de antigüedad, decía detestar Blade runner precisamente por lo a menudo que la gente de mi quinta le preguntaba por ella. Yo creo que dijo tantas veces lo poco que le gustaba Blade runner como lo mucho que le enamoraba Casablanca. El problema de aquellos preguntadores, coetáneos míos la mayoría, es que pinchaban en hueso, preguntaban al experto inadecuado: el universo estético y moral dentro del cual se formó la generación de nuestros padres daba para entender Casablanca, pero requería un giro demasiado brusco para entender Blade runner. Y ello a pesar de que, pese a que muchos de sus planteamientos -sobre todo visuales- eran en aquel tiempo novedosos y sorprendentes, las claves esenciales de la narración se encuadran confortablemente en la tradición de la novela de detectives, incluyendo el trasunto amoroso que se va haciendo más y más poderoso a medida que las pesquisas del protagonista se encaminan hacia el desenlace.


Será seguramente pretencioso decir que Blade runner fue la primera película posmoderna, pero sí puedo aseverar que a nosotros nos lo pareció. Da igual que Wim Wenders, Alan Rudolph o Jim Jarmusch no hicieran ciencia-ficción, empezamos a entender su lenguaje cuando ya habíamos decodificado el relato de Ridley Scott. Pensamos la modernidad en muchos sentidos, pero, en tanto que proyecto de organización racional de una sociedad de multitudes, lo que supone es la capacidad para nombrar y enumerar singularidades, haciéndolas formar parte de tipologías preestablecidas y perfectamente identificadas y cifradas. La catástrofe de este modelo es como el descarrilamiento de un enorme tren de alta velocidad, tras él quedan restos que reconocemos como partes de un sistema dentro del cual tenían función y sentido. Cuando el sistema deja de saber hacia dónde se dirige, las personas quedan desorientadas y el entorno se llena de kippel, es decir, utensilios que ya no tienen función y que se acumulan absurdamente, una vez el sistema ya es incapaz de deshacerse de ellos. Si modernidad significa capacidad para controlar la entropía, posmodernidad es el momento en que se produce más entropía de la que se puede ordenar, estamos en un ciclo distinto y que es producto del sistema, pero que no estaba en su hoja de ruta.

Ahora empezamos a saber qué era aquello del "fin de la historia". La civilización es incapaz de dar muerte y reciclar lo que ha ido produciendo, las clasificaciones que nos permiten habérnoslas con nuestro pasado han saltado por los aires, no disponemos ya de criterios de ordenación. No es que hayamos perdido la memoria, es que ya no sabemos qué uso darle, ya no somos capaces de reconocer los trazos de nuestra experiencia en la mirada histórica. Intuimos un pasado en Rick Deckard, exactamente igual que en el Rick de Casablanca, pero en el papel interpretado por Harrison Ford el personaje no es capaz de reconocerse en ese pasado, no hay una ausencia, un dolor y una traición ajena en la que identificarse como figura dramática, en Deckard ya sólo hallamos los pecios de un naufragio personal, unos pecios en los que apenas reconocemos las huellas de una biografía entrecortada y sin sentido.

Éste parece ser el destino de toda la especie en el 2019, año en que la novela original de Phillip K.Dick (¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?) sitúa la acción: una civilización que ha olvidado su proyecto, una identidad colectiva que ya no es identidad, pues no hay manera de reconocerse en ella. Todo es incertidumbre bajo la ininterrumpida lluvia que cae sobre la ciudad mientras la imagen de una joven asiática en una enorme pantalla nos dice -sin que nadie la escuche ni la mire- que bebamos cocacola. Nada queda de aquel futuro límpido y aséptico con el que nos ilusionaban los autores de ciencia-ficción que creían en la felicidad futura de una sociedad científica y libre, o nos amenazaban los especialistas en distopías, empezando por Orwell o Huxley. No es el orden de una sociedad perfectamente matematizada y vigilada, expurgada del dolor y el conflicto, lo que nos muestra la máquina del tiempo: es el reino de la entropía, la incapacidad de las sociedades para controlar las ciclópeas fuerzas que ella misma ha puesto en funcionamiento. Nunca como ahora se revela que el triunfo final de la Razón en la Historia, como nos hizo creer Hegel, es en realidad un aborto colosal.

¿Y los replicantes? En un mundo donde las claves suministradoras de identidad se han vuelto inoperantes, saber si el vecino es un humano o su copia -suponiendo que yo sepa lo que soy- puede convertirse en la paranoia de los tiempos. Deckard, cazador de recompensas, es contratado por la Tyrrell -fabricante de androides que replican con precisión a los humanos- para que "retire" a un grupo de replicantes que se han rebelado y lanzado a cometer robos y asesinatos. La sangrienta búsqueda de Deckard irá convergiendo hasta encontrarse con la que, a la inversa, lleva Roy, el líder del grupo rebelde. Roy terminará por encontrar a su creador en la Tyrrell. Lo que pretende es escandoloso: quiere vivir, ha decidido no resignarse a la fecha de caducidad indicada por el programa, quiere más tiempo. Así se lo pide al ingeniero, pero la contestación del ingeniero es la sentencia definitiva de muerte para Roy:

-"Eres magnífico, Roy, pero no puedo hacer nada para que vivas más. Disfruta del tiempo que te queda"


 Y Roy, tras besarle en medio del llanto del hijo traicionado, comete el crimen edípico por excelencia: mata al Padre.

No podemos olvidar la escena final del film. Roy salva extrañamente la vida de Deckard, el hombre que viene a destruirle. Ese último acto de piedad revela su condición humana. Roy no es una máquina. En todo caso, es una máquina fallida, no estaba previsto que se negara a aceptar el programa. Su alocución final, una de las más estremecedoras de la historia del cine, nos muestran el camino de la recuperación de la memoria como única clave posible para la construcción de una identidad individual y colectiva... curiosamente, es una máquina quien ha de enseñárnoslo: "He visto cosas que no imagináis, naves ardiendo más allá de Orión... Todos esos recuerdos se perderán, como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir"

Somos nuestra experiencia, o mejor, el recuerdo de todo lo que hemos hecho, lo que hemos leído, los héroes que se han enseñoreado de nuestros sueños, los cantos de sirena a los que hemos atendido, las fortalezas que hemos construido para proteger las vidas de los que amamos... Quienes descreemos de esa ridiculez llorona de la vida ultraterrena sabemos muy bien que todo acaba aquí, ya matamos a Dios hace tiempo cuando nos reveló que no podemos salirnos del programa. Somos caducos, algún día también diremos que es hora de morir, y nuestros recuerdos, como lágrimas en la lluvia, se perderán para siempre. O acaso seguirán viviendo de alguna forma en el alma de quienes sigan guardándonos en su memoria.

¿Y Rachel? ¿No era ella también una replicante? El happy end tramposo que, por otro supuesto error del software de la Tyrrell, extiende su vida indefinidamente, hace que Deckard pueda escapar con la mujer -o mejor con la replicante- a la que ama por lugares muy lejanos del kippel y de la lluvia ácida de un Los Angeles más agobiante e inhóspito que nunca. Ella no vivirá para siempre, es cierto, pero tampoco lo hará ninguno de nosotros.




Friday, June 22, 2012





TODO EL MUNDO MUERE




Todos los que durante estos ocho años hemos amado,  cada uno a nuestra manera, al Doctor House, nos estábamos preparando para asistir a la muerte del personaje más logrado y carismático de la historia de la ficción televisiva. El final de la saga estuvo a la altura de su leyenda. Gregory House, un poco como aquel personaje de El tío Goriot de Balzac, es un "Burlalamuerte", un embaucador que tima sistemáticamente a quienes le rodean por unas patatas fritas o veinte dólares, pero que tampoco tiene inconveniente en reírse ante fenómenos extremos, es decir, la enfermedad, la pasión amorosa, la amistad, el dolor o incluso la muerte. House tenía que burlar a la pálida dama, con la que tanto coqueteó esta autodestructiva criatura, y con ella se mofó también de quienes esperábamos ver pasar su ataúd mientras sus allegados lloraban. Sólo su viejo amigo, Wilson, enfermo de cáncer y con seis meses de vida por delante, escapará al trampantojo. Pudiendo morir, deseando el suicidio, House hará algo por el único que, seguramente de forma equivocada, le fue fiel hasta el final: sobrevivirá a su deseo de perecer porque ha decidido estar con él y divertirle hasta que llegue el momento final. 


-"House, cuando lo del cáncer se ponga feo, quiero que..."
-"El cáncer es aburrido, Wilson. ¿Cómo quieres pasar tus últimos seis meses?"


... Y dos motocicletas arrancan hacia cualquier parte de América mientras las demás criaturas de la serie, todas las que creen que aún es posible vivir dignamente y ser felices, continúan en el hospital cumpliendo sus deberes con la sociedad e intentando sanar enfermos.


¿Por qué llorar por House? A fin de cuentas era un narcisista cruel  y rastrero que jamás pensó más que en sí mismo. Si no entendemos que los momentos finales de la serie son, una vez más, un chiste del Doctor ante el juego de la muerte, entonces es que no hemos entendido nada de estos ocho años.


Tengo un vínculo emocional especial con la serie House. Me fascina el actor Hugh Laurie, por cierto, no sólo un magnífico intérprete shakespeareano, sino también un notable músico y novelista, y lamento por tanto su desaparición de la cotidianeidad televisiva. Pero, sobre todo, House modificó drásticamente mi manera de ver televisión. Nunca la he visto menos ni con menor atención que ahora, pero nunca me he interesado tanto por algunos productos de ficción televisiva como desde que, gracias a ella, entendí que era posible hacer verdadero arte de la teleficción. Recuerdo que el estreno de la serie en la cadena Cuatro coincidió con el tiempo feliz del regreso a mi casa después de tantos años de destierro por razones profesionales. Sentarme acompañado en el sofá para verla los martes, luego los jueves, mirar ese opening tan hipnótico que ninguna serie "de médicos" ha podido superar, reírme con las baladronadas del Doctor... Todo quedará para siempre en el recuerdo, todo pasará a formar parte de mí, quizá sin saber a ciencia cierta hasta qué punto... Como el Capitán Trueno, como Tarzán, como Marlon Brando, como Jack London, como John Silver. Muy especialmente como éste último, porque House es malo, no lo olvidemos, los demás no le importamos; si nos salvaba la vida era porque nuestro cuerpo contenía un enigma que, como a Sherlock Holmes -en quien sin duda se inspiró su personaje, como Wilson en el de Watson- le fascinaba desentrañar.


Nunca olvidaré aquel episodio en que pactó con un paciente terminal aceptar darle muerte activamente si antes le consentía una última prueba para descubrir cuál era exactamente la afección de la que estaba muriéndose. Allí apareció en la noche de la habitación para cumplir su parte, erguido ante la cama, observando al paciente como el ángel de la muerte. O aquél en que consiguió lo imposible, entender el lenguaje de un autista profundo y comunicarse con él. O los enemigos que le persiguieron tan implacablemente, como enviados por el tribunal inquisidor de nuestra moral, incapaces de soportar que nuestro héroe fuera un cabrón impresentable.


Ha habido series mejores después de House, sin duda, pero nadie, ni siquiera con Tony Soprano o Don Draper, ha conseguido construir un personaje tan potente. (Aunque antes estuvo Homer Simpson, claro)


Invitado por todas sus criaturas que, al estilo de Bergman, Fellini o Woody Allen, acuden a visitarle en el crepúsculo de su vida, el Doctor House reflexiona sobre el valor de la vida, sobre la medicina, sobre lo que hubiéramos debido hacer y no hicimos, sobre la legitimidad del suicidio, sobre el amor, sobre Dios...Pero la pregunta final no es metafísica. Y es la que deberíamos hacernos ahora mismo y sin perder un segundo: ¿cómo queremos pasar el tiempo que nos queda?


Friday, June 15, 2012






IN VINO VERITAS

A Pepa, por su aniversario


Un análisis de sangre ha detectado en mis arterias una atroz cantidad de triglicéridos. Esto significa que, a pesar de mi peso más que razonable, voy a caer en las garras de una dieta hipocalórica... Sí, ya ven, de esas que no sabes si van a salvarte la vida pero que pueden conseguir que se te haga muy larga. No es la renuncia a los dulces, el pan o las carnes rojas lo que me ha dejado cariacontecido; ¿lo adivinan? Es mi adiós al alcohol, parece que terminante y definitivo, lo que me está costando reencajar en el alma. No se crean, no soy un borracho, mi relación con las bebidas espirituosas, esas que se definen por contener un mínimo etílico del quince por cien, ha sido más bien discreta a lo largo de mi vida. Respecto a la cerveza, bueno, quizá no sea el fin del mundo, por más que en verano apetece especialmente. No, lo que de verdad desata mis lacrimales es tener que despedirme de una bebida que reverencio tanto como el vino. 





In vino veritas, dijo Plinio el Viejo. El proverbio añade que, además, la salud está en el agua. Esta segunda parte de la frase suele obviarse. Un anciano que conocí vendimiando, hace más de veinte años, ofrecía una versión muy personal del asunto cuando alguien le preguntaba si, además de arrimarse a menudo a la bota, no le apetecía de vez en cuando echar mano al botijo: "yo bebo vino, el agua es para las ranas". Esto explica por qué a las ranas no les salen triglicéridos altos en los análisis, aunque también por qué viven en sus charcas tan lejos de la verdad. 


Otro sabio antiguo, Omar Khayyam -con más mérito que Plinio, pues ya se sabe que el Islam prohíbe la fermentación de la uva- dijo en su legendario Rubaiyat que Dios habitaba el fondo de un vaso de vino. Algún mezquino interpretará que sólo borracho han sido mis pasos capaces de presentir el temor de la Divinidad, pero no es cierto: lo que intento decir es que el espíritu  sólo puede habitar entre las cosas sencillas, esas que, como el vino, el aceite de oliva o la sonrisa limpia de los niños, nos comunican sin mediaciones ni mentiras el más puro e inocente de los sentimientos: la alegría de vivir y la esperanza del nuevo día que se acerca. (Porque eso es Dios, ¿qué se pensaban?) 


El vino captura con una maestría criada entre barricas durante milenios el alma profunda de los pueblos. Sus densidades transmiten al bebedor apasionado matices que no están al alcance de los más sesudos textos de la metafísica. (Lean unas páginas de Ser y tiempo y entenderán por qué creo que Heidegger jamás entendió de vinos) 
Tampoco es preciso "entender", basta saber gozar de la conversación de un buen bodeguero. No es preciso hacer caso de los cánones ni los cursos de cata, basta comprar un vino del Penedés porque sus viñedos te hicieron decir un día de excursión que aquella comarca parecía un vergel. El vino que bebimos deja en nosotros trazas de los lugares en los que estuvimos y las gentes que nos hicieron reír. Por eso, degustar otra vez el vinho verde nos permite recuperar la dulce tristeza de aquel fado cantado por una mujer mozambiqueña en el Chiado de Lisboa. Por eso el Jerez o la manzanilla te recuerdan que lo que en realidad has deseado siempre, secretamente, es vivir en Granada. 


No puedo seguir, no me gustan las despedidas, al menos las de aquellos a los que amo. Si te dicen que tu salud peligra y, a continuación, te prohíben el vino, entonces te lo han quitado casi todo, pues ya ni siquiera tienes la posibilidad de olvidar durante la noche que estás bien jodido. El efecto de no dejarse emborronar la mente por las nieblas del alcohol es que, como sucede durante el día, ves el mundo con absoluta lucidez. Esa luz sin el contrapeso de sus sombras puede llegar a resultar espantosa. El sentido del humor te abandona y no te quedan ganas de reírte de que ha vuelto a subir la prima de riesgo. 


No se hagan un análisis. Les puede pasar de todo.       

Friday, June 08, 2012


UNA HISTORIA DE NO VIOLENCIA

 Vuelvo a ver Una historia de violencia, de David Cronenberg. La veo con mis alumnos, creo que les ha cautivado el relato, pero no estoy seguro de que entiendan por qué estoy tan interesado en que la vean. Tom Stalls es un tranquilo barman en una pequeña localidad del Medio Oeste por la que ha sido amistosamente acogido. Al iniciar la película hace el amor con su esposa en medio de una pequeña fantasía erótica: ella ha recuperado su traje de animadora del Instituto del pueblo. Este inocente juego de rol adquirirá después un valor siniestro. Una noche, unos desalmados entran en el bar y se disponen a asesinar a la camarera. La reacción de Tom es inimaginablemente feroz y eficaz: los dos maleantes resultan muertos y Tom Stalls es aclamado como un local hero. En contra de sus deseos se convierte en protagonista mediático durante unos días. De inmediato empiezan a merodear su casa un grupo de mafiosos que dicen conocerle, identificándolo como Joey Cusack, un asesino de Filadelfia que había desaparecido repentinamente unos años antes. La insistencia de los gangsters en reclamar el regreso del supuesto Joey a Filadelfia desestabiliza a la familia Stalls. Pese a que Tom rechaza reiteradamente cualquier vínculo con estos individuos, su esposa empieza a dudar, sobretodo la mañana en que Tom hace frente a los mafiosos en su pequeña granja y los fríe a tiros con ayuda de su hijo.


No destriparé lo demás, vean el film, es un buen consejo. Pero no puedo dejar de referirme a esos momentos, los de mayor carga dramática del relato, en el que la esposa de Stalls tiene que afrontar la perspectiva de que el hombre de su vida, al que cree conocer perfectamente, no es quien dice ser. Y ese otro cuya sombra  terrorífica emerge oscuramente tras el pacífico pueblerino no es cualquier otro, es el peor y el más sádico de los criminales.


¿Quién soy? ¿Soy quien mis allegados creen que soy? ¿Qué oculto? Y, lo que resulta igualmente inquietante, ¿quiénes son mis seres queridos? Siguiendo el axioma del Doctor House, "todo el mundo miente", debemos asumir que, probablemente, el otro nos oculta cosas que acaso intuyamos o de las que a lo mejor no tenemos ni la más remota idea. Pero, a vueltas con el problema de la identidad, nos asalta otra duda por cuya incertidumbre habríamos de estremecernos: ¿es posible rectificar?, ¿puedo convertirme en otro y dejar definitivamente atrás al ser horrible que quizás fui y que a veces aparece en mis pesadillas?


No sé si recuerdan aquel bellísimo film, El hombre de Alcatraz. El prisionero de la isla está condenado a cadena perpetua, de lo que inferimos que ha cometido el peor de los crímenes, pero de éste nada iremos sabiendo a lo largo de la narración. Un día un gorrión se posa en el ventanuco de su celda, le da de comer y lo cuida, después tendrá más gorriones, y terminará convirtiéndose en una eminencia en ornitología, descubriendo fármacos preciosos para curar enfermedades. Sigue siendo un preso y envejecerá en la prisión, pero hay un momento en que sólo deseamos su libertad, pues entendemos que el hombre de Alcatraz ya no es el enloquecido criminal que un día fue a dar con sus huesos en la cárcel. En el anciano que cuida amorosamente de los pájaros ya no queda nada de aquel malvado.


A veces discuto con mis alumnos en clase de Ética sobre las ventajas de esa reivindicación tan al uso del "cumplimiento íntegro de las penas". Yo no se las veo. Creo sinceramente en el arrepentimiento, en la capacidad para sobreponerse sinceramente y sin necesidad de sacristías ni ridículos rezos al mal causado. No hay esfuerzo más formidable que el de renunciar a seguir excusando los propios actos y aventurarse a convertirse en un hombre nuevo, no hay mejor ejemplo de esa hermosa metáfora bíblica del camino en el desierto.Últimamente se habla sobre la exigencia a los presos etarras de pedir perdón y asumir la culpa moral por la sangre derramada. Hay quien -en un lado y en otro- se ríe con sorna de esa pretensión. Yo no. Me pregunto sinceramente si existe la voluntad decidida de rectificar y pedir perdón, y entiendo que es correcto vincular dicha voluntad a la opción de conmutar o reducir una pena.


No se pierdan la última escena del film de Cronenberg, que por cierto, y pese a lo que da a entender astutamente su título, no es una historia de violencia, es más bien la tragedia de un hombre enfrentado al desgarramiento de su propia conciencia, el único tribunal insobornable en cuya justicia debemos confiar. Y no se pierdan, por favor, la escena final. Esos rostros de Viggo Mortensen y Maria Bello, acompañados en la mesa por sus hijos durante una oscura cena...  La idea de "familia" que nos deparaban los Stalls al inicio del film ya no tiene nada que ver con lo que ahora encontramos, y sin embargo, esa unidad espiritual que sobrevive a todas las adversidades imaginables tiene más valor del que tuvo nunca. Fíjense en ese final: el silencio se corta en medio del dolor de esa mirada mutua.



El perdón, el arrepentimiento, la culpa, la incapacidad para objetivar la intención ética... son conceptos con un recorrido demasiado largo en la historia de las civilizaciones como para dejar que se sigan apropiando de ellos los hipócritas y los fanáticos.

Saturday, June 02, 2012






POLÍTICA Y DEPORTE

Es interminable la lista de intentos -habitualmente exitosos- de reapropiarse de las glorias deportivas por parte de los políticos. Me pregunto si no es una ingenuidad seguir manejando ambos conceptos como si fueran perfectamente distinguibles, como si no tuviera nada de política esa imagen del graderío enfervorizado cantando el himno a coro con los futbolistas de la selección de turno, como si fuera políticamente intrascendente aquella imagen de Carles Puyol mostrando al palco su brazalete con la cuatribarrada después de marcar para el Barça en el Bernabeu, como si no fuera político el proyecto de candidatura a organizar los Juegos Olímpicos de una gran capital...En realidad, todo es político, o, para ser más exacto, todo es susceptible de terminar siéndolo.

No hay nada de político, es cierto, en el grupo de niños que corretean en medio de un solar abandonado, aunque un partido de fútbol entre críos -sé muy bien de qué hablo- tenga mucho de ritual y administre toda suerte de valores, hasta el punto de convertirse en un acto civilizatorio de incalculable potencial. Pero yo no hablo de esto, hablo, por ejemplo, de cómo se entrelaza la gestión de los clubs de fútbol con las instituciones. Cuando un ayuntamiento recalifica un terreno para facilitar que el club más representativo de la ciudad pueda vender la parcela de su viejo estadio y construir uno nuevo, ¿de verdad creemos que sólo se trata de "deporte" o, en todo caso, de simple "gestión económica"? Cuando sus petulantes gestores endeudan a un club de forma irresponsable y desaforada con fichajes delirantes -y sus correspondiente retahíla de comisionistas- ¿ignoramos que no intuyen al final del camino, cuando haya que pagar o extinguirse, que ahí estarán los poderes públicos para hacernos cargar a todos con las consecuencias de todas sus golfadas?

En cuanto a ese depósito tan inflamable de los emblemas que simbolizan la identidad -como himnos, banderas, escudos o camisetas-, nada me parece más adánico que creer que los sentimientos y los ceremoniales de los que son protagonistas quedan en pura rutina protocolaria, como si fueran intrascendentes, como si no cargaran profundamente de sentido político las celebraciones. No tengo ninguna duda de que el fútbol no es más que un divertimento ligero, pero les aseguro que no tuvo nada de banal aquella imagen en que el capitán de la selección de Francia, Patrice Evra, de origen subsahariano como tantos de sus compañeros de equipo, derramaba una lágrima mientras sonaba La Marsellesa a punto de empezar un partido contra México en el Mundial de Sudáfrica. En esa lágrima está contenida la frustración y la esperanza de varias generaciones de inmigrantes que sueñan desde hace muchísimo con ser reconocidos como ciudadanos de la Republique de pleno derecho. Y no hay más que imaginar la reacción del electorado lepenista ante esa lágrima tan simbólica. No, señores, no es sólo deporte. 

Pero la impregnación política de los acontecimientos deportivos es por lo general mucho menos inocente que la emoción de unos futbolistas que se abrazan mirando al cielo mientras suena el himno de la nación a la que pertenecen, o a la que sueñan con pertenecer. No me olvidaré nunca de la inmensa sonrisa con la que el dictador argentino Videla estrechaba la mano de Passarella, capitán del combinado albiceleste, tras recibir la copa del Mundial 78. A pocos metros de aquel estadio, los esbirros del régimen torturaban atrozmente a los disidentes, de tal manera que los goles de Kempes -pobrecillo- fueron recibidos como un golpe de legitimidad para aquel gobierno de asesinos. Podríamos hablar de cuánto hizo el franquismo por convertir al Real Madrid en el mejor embajador de la nación con sus triunfos en la Copa de Europa, de ahí que no extrañe la cara de contrariedad del dictador la tarde en que hubo de entregar la Copa del Generalísimo (es decir, la suya) a Quimet Rifé, capitán del Barcelona, que acababa de ganársela precisamente al Real. O cómo Roosvelt volvió loco a Joe Louis y Hitler a Schmelling con ocasión de un combate de boxeo que fue convertido en metáfora de la guerra entre democracia y fascismo que estaba cerca de estallar. O, tal y como refleja la novela de John Carlin Invictus, adaptada por Clint Eastwood al cine, aquel episodio del mundial de rugby de Sudáfrica que Mandela aprovechó para unir a todos los ciudadanos del país, blancos y negros, para animar a los Springboks, sobrenombre que recibe la selección nacional, considerada por la tradición como un símbolo de la hegemonía blanca en el país. O aquella carrera de la Olimpiada de Munich que estaba destinada a ser ganada por un ario, y que terminó llevándose un negro llamado Jesse Owen, con la consiguiente cara de fastidio de Hitler. O Zaplana y Barberá abrazándose alborazados sobre la tribuna exterior de Mestalla, jaleados por la hinchada después de una goleada del Valencia al Madrid... Inútil continuar, la lista sería interminable.

En los últimos días, con ocasión de la final de Copa entre Barça y Athletic de Bilbao, hemos vivido un episodio más de toda historia por lo común tan poco edificante: la Presidenta de Madrid, Esperanza Aguirre, reclamó que el acontecimiento fuera suspendido en el caso de que, como se había anunciado, y como ya había sucedido cuatro años antes con idénticos participantes, la entrada en el palco del Monarca -en este caso del Príncipe Felipe- y la interpretación del himno nacional desatara una tormenta de pitos. Es posible que la Presidenta esté enloqueciendo a la carrera, lo cual explica la frecuencia con que se entrega a una impúdica demagogia, pero no es tan estúpida como para creer que su demanda tenía la más mínima posibilidad de ser atendida. Eso sí, caería  muy bien entre sus parroquianos, y ella lo sabía, por eso dijo lo que dijo.

No voy a entrar en los estilos de respeto que desde Madrid -especialmente desde la derecha- se suelen emplear respecto a los signos identitarios de los nacionalismos no españolistas del Estado. No hay manera de hacer entender a muchísima gente en este país que muchos de sus conciudadanos están legítimamente inclinados a no identificarse con la condición de españoles, de igual manera que a muchos a los que a lo mejor no les perturba en lo más mínimo tal condición, les insulta sin embargo la existencia de la institución monárquica. No es educado silbar ni al Príncipe ni al himno, yo no pienso hacerlo nunca, por más que en los estadios se ha silbado siempre. Pero lo que me parece mucho más preocupante que la mala educación de los miles de aficionados del Athletic o del Barça es la incapacidad de muchos españoles para entender -aún a estas alturas, casi cuarenta años después de muerto el Dictador- que hay una cosa que se llama libertad de expresión, y que lo que distingue precisamente a la Constitución es que tolera incluso a quienes no están de acuerdo con ella, también en los casos en los que lo expresan sin respeto a las más elementales normas de la cortesía.

Y sin dejar de censurar la labor de pirómana de la señora Aguirre, quien ayudó lo suyo a que la pitada fuera más intensa, tampoco estaría mal que quienes se quedaron bien a gusto pitando se preguntaran cómo les sentaría que los millones de personas que no piensan como ellos se mofaran cuando suena Els segadors o se interpreta un aurresku. No creo demasiado en himnos ni banderas. Como dijo Paco Ibáñez traduciendo a Brassens, "la música militar nunca me supo levantar". Por eso, si expreso escepticismo respecto a ciertos signos de la identidad colectiva, no pienso hacerlo en nombre de otros que supuestamente me representen mejor y sean más míos.

No es verdad que el deporte sea solo deporte. No es verdad que haya que separar política y deporte porque, a ciertos niveles al menos, el deporte está ya de manera indistinguible impregnado de política. Lo inteligente no es negar esta evidencia, sino resistirse a zafios intentos de manipulación como el de Aguirre en los últimos días.

Por cierto, ganó el Barça. Y ya se sabe que es "mès que un club". Otro día les explico lo que significa eso.