Friday, March 29, 2013





EN FAVOR DE LA VIDA



Cuando deambulo sin prisa por el centro de Valencia suelo terminar encaminándome hacia la Plaza de la Virgen, acaso inconscientemente atraído por la espiritualidad de la Catedral. Ese sábado me llegan los ecos de un concierto de rock en directo. Algo no encaja, hay un grupo de señoras ofreciendo chocolate deshecho y bollos;  hay muchos niños de corta edad, incluso bebés en carritos; entre los fans más activos hay alguno que danza de forma compulsiva y poca gracia, como quien está poco habituado a este tipo de exhibiciones eufóricas. Diviso también a algún grupo de adolescentes con una pinta de colegio de monjas que no sería más fácil de identificar si lo llevaran escrito en la frente. Cuando consigo distinguir, entre los poderosos acordes de las guitarras eléctricas, la letra que interpreta el cantante -"por eso elegí vivir en Dios´"- ya no me caben dudas, y menos cuando dirijo mi mirada hacia el cartel que preside el escenario: "Concierto en favor de la vida".

En favor de la vida, qué consigna más sospechosa. Se diría que quienes no comulgamos -nunca mejor dicho- con las tesis de los antiabortistas es que estamos contra la vida. Pero conozco a poca gente que esté del lado de la muerte, sólo a los legionarios, por aquello de "Viva la muerte", a los suicidas, con los que no me voy a meter porque ya tienen bastante los pobres, y a los vampiros y los zombis, que molan mucho pero tienen el problema de que son ficción. Tampoco me olvido de algunos amigos de la muerte que destacan como asesinos de masas y decretan bombardeos sobre ciudades, algunos de ellos por cierto declarados perseguidores de las mujeres que abortan.

Friedrich Nietzsche erigió una filosofía colosal basada en la defensa de la vida. Tenía sus razones, no lanzaba sus martillazos sobre obviedades, pues se dio cuenta de que el ideal ascético que dominaba el mapa moral del rebaño occidental contenía una profunda hostilidad contra lo que el escritor consideraba el espíritu sensual de Dionisos, encarnado en la afirmación de la vida que siempre caracterizó a los héroes, aquellos capaces de convertir su paso por el mundo en una obra de arte, hombres con el valor suficiente para amar la vida con todas sus consecuencias, seres trágicos que descubrieron que su destino no era languidecer en la enfermiza propensión de los cristianos a esclerotizar la vida desde el complejo de culpa, la obediencia al Padre o el resentimiento frente a todo lo que en la tierra ha sido bello y digno de ser admirado y emulado.

Del aborto no recuerdo que dijera nada, aunque ya se sabe que Nietzsche estaba loco. Es inútil intentar hacer entender a los católicos que nadie está a favor de que las mujeres aborten. Yo diría más bien que estoy radicalmente en contra de que lo hagan. Quedarse embarazada contra la propia voluntad me parece una desgracia, por eso hay que ser enormemente escrupuloso en la prevención del sexo inseguro. El problema es que, de igual manera que algunas personas contraen enfermedades de transmisión sexual por no hacer bien las cosas, muchas mujeres quedan preñadas sin la más mínima intención de traer un niño al mundo. Negarles el derecho a interrumpir el embarazo me parece una injerencia intolerable, pretender que tales mujeres y quienes les ayudan deben ir a la cárcel bajo la imputación de asesinato me parece una atrocidad, y no otra cosa es lo que pretenden los grupos que se declaran en favor de la vida. 

Actualmente, y gracias a los sucesivos gobiernos socialistas, que en este asunto sí han recordado por qué muchos españoles les votan, tenemos una ley del aborto que acaso sea insuficiente, pero que es mucho más de lo que tendríamos si el país estuviera siempre gobernado por reaccionarios tan feroces como Alberto Ruiz Gallardón, el actual Ministro de Justicia, quien además de una profunda incompetencia, ha exhibido una sorprendente vocación regresionista en este tema desde que llegó al cargo. (Me pregunto, por cierto, si no se le pasa por la cabeza también últimamente acabar con el divorcio, que ya decían los obispos hace treinta años que destruiría la familia). 

Los educadores tenemos una gran responsabilidad en preparar a la gente para que este tipo de situaciones se den poco o nada, pero cuando se dan deben ser atendidas, y la peor manera de hacerlo es descargar sobre la conciencia de la gente la amenaza del infierno. 

Puedo, pese a todo, entender que para muchas de las personas que acuden a este tipo de manifestaciones la naturalidad con la que la sociedad acepta actualmente la interrupción legal del embarazo genere un sincero problema moral. No me parece que fuera el caso de mi abuela, por ejemplo, que se vio en un serio contratiempo cuando el cura se empeñó en convencer a las feligresas de que caían en pecado mortal si votaban a los partidos que pretendían dar curso legal al aborto. Sospecho que, en secreto -a Dios no se le engaña, pero a los curas sí- votó un par de veces a Felipe González, que prometía poner orden legislativo en el asunto el muy hereje, pero que le subió la pensión considerablemente a mi abuela, y ya se sabe que el dinero lo puede todo. 

Respecto a quienes honestamente insisten en asociar interrupción del embarazo a asesinato, me gustaría recomendarles la lectura del artículo Los embriones fuera del paraíso, en que Umberto Eco analiza los textos de Santo Tomás de Aquino, uno de los incontrovertibles maestros ideológicos del catolicismo, quien afirmaba hace cerca de siete centurias que el embrión no era inicialmente un ser humano, pues sólo se convertía en tal cuando al principio vegetativo y al sensitivo -presentes en todo animal- la gracia divina incorporaba el intelectivo. ¿Cuanto tarda este proceso desde la concepción? La doctrinas tradicionales hablan de cuarenta días -la cifra no es casual-, pero Sto Tomás, prudente en todos los órdenes como buen sabio, afirmaba que el alma sólo llegaba cuando el cuerpo del feto estaba en condiciones de acogerla. La conclusión de Eco es esclarecedora: "... según esta opinión, los embriones no tomarán parte en la resurrección de la carne si antes no han sido animados por el alma racional". Y añade el piamontés con una ironía muy de su estilo: "Es curioso que la Iglesia, que siempre se remite al magisterio del doctor de Aquino, haya decidido alejarse tácita de sus posiciones sobre este punto"

De otro lado, hay algunos aspectos dentro del ideario pro-vida, en concreto del que sigue fielmente las consignas vaticanas, que me parecen una miaja incoherentes. Pese a toda esta exposición de profunda discrepancia, siento un enorme respeto por aquellas personas para las que, desde la obediencia de fe o desde lo que sea, experimentan una fuerte conmoción ante la supuesta levedad moral con la que las nuevas generaciones asumen el fenómeno de la interrupción del embarazo.  Únicamente unas pocas observaciones: 


1. Cuando una persona sensata se manifiesta contra el aborto y a su lado tiene a un fanático que condenaría también a prisión a quienes toman la píldora del día después, usan condones, o se sirven de algún método anticonceptivo "no natural", cuando, en definitiva, uno camina al lado de un necio que sostiene ideologías repugnantes, ¿no se plantea si sus demandas en favor de la vida se hallan en el cauce adecuado?

2. Llevo años preguntándomelo: las mujeres son discriminadas en el mundo laboral español porque tienen la costumbre de quedarse embarazadas, ¿dónde están las exigencias de la Iglesia católica a los empresarios y gobiernos para que se propicie la conciliación familiar? La agresividad que muestran hacia otras prácticas no la advierto respecto a los empresarios que preguntan a una mujer si piensa tener familia y que luego la echan porque ha tenido la impostura de quedarse preñada.

3. Últimamente, los grandes comercios han decidido que es cuestión de poco tiempo el acabar definitivamente con el derecho al descanso dominical, vamos, que a currar todo el mundo, que eso de los festivos nacionales es poco rentable. Aparte de que va a resultar más difícil ir a misa de si uno trabaja, me pregunto si los obispos no piensan protestar contra una práctica que, será o no muy rentable, pero que lesiona también muy seriamente la conciliación familiar.  

4. El actual modelo escolar de doble red en España, que emplea el dinero de todos en proteger la enseñanza privada, cuyas prácticas de selección de alumnos, entre otras, fomentan la brecha social, tiene un enorme beneficiario que es la Iglesia Católica, la cual tiene en el escolar no sólo su mejor medio de adoctrinamiento y propaganda ideológica, sino además un fastuoso negocio. Me pregunto si Jesús habría predicado todo lo que predicó en Judea de haber sido enviado por el carpintero y su esposa a una escuela de élite para niños pijos. Creo que hubiera preferido más bien una llena de estudiantes pobres, niños conflictivos e hijos de la inmigración, vamos, que en esto, como sospecho que en todo, si el Fundador viviera en la actualidad lo haría muy lejos de los que dicen seguirle. 


5. La pederastia y otros abusos del mismo jaez, qué quieren que les diga, no me parece extraño todo esto en una organización basada en una prescripción tan absurda como el celibato, pero el silencio y la permisividad con respecto a conductas particularmente infernales debería como mínimo sublevar a quienes, siguiendo precisamente la verdad evangélica, consideran que nadie encuentra más selladas las puertas del paraíso que los hipócritas. 


Friday, March 22, 2013





¿DICTADURA?



"Vivimos en una dictadura". Leo y escucho a menudo esta frase últimamente. Entiendo a quien la formula, acepto la evidencia de que la democracia está seriamente amenazada en la era de la globalización, no sólo en España o en otros países -el caso de Chipre es ineludible- para los que la gestión exterior de los grandes problemas económicos pone en serio peligro la soberanía nacional, sino para la generalidad de un planeta donde parece que el poder del capitalismo corporativo está corroyendo las instituciones de representación popular. 

Ahora adivinamos por qué la mayoría de naciones en los cinco continentes terminaron por abrazar un modelo de democracia que, en los noventa, tras la caída del Muro de Berlín, llegó a hacer pensar a algunos evangelistas del neoliberalismo como Fukuyama que la historia había concluido y que el triunfo de las libertades frente a la violencia de las tiranías era ya irremediable. En realidad eran democracias low cost, packs institucionales muy bien envueltos pero sin contenido, con la cara lavada ante los tribunales de derechos humanos para que las multinacionales encontraran vía libre a sus negocios sin mayores perturbaciones y los de Amnistía Internacional o Greenpeace no se pusieran demasiado pesados. Ante esta tesitura, un parlamento sólo parece poder ser dos cosas, o una redundancia, que -como sucede actualmente en nuestro país- funciona como correa de transmisión de los intereses de las grandes corporaciones y los especuladores, o un simulacro, donde algunos políticos elevan la voz para recordar que la gente lo pasa mal con la crisis y al mundo del dinero le resbala.  

Desolador, desde luego, y, sobre todo, decepcionante, pues muy poco se asemeja esta situación a lo que prometía el relato de la convivencia en una comunidad moderna y civilizada que se nos ha venido ofreciendo por ejemplo a los españoles desde hace más de tres décadas. Como diría Norberto Bobbio, la democracia ha incumplido sus promesas. 

Entiendo que para quienes aún creen que existe una íntima afinidad entre mercado y libertad resulte difícil asumirlo, sobre todo si les va bien y han hecho alguna fortuna con la reforma laboral y la precarización general de los sistemas laborales -que algunos conozco, y no todos salen en la tele-, pero el capitalismo corporativo que se ha impuesto al compás de la globalización tiene efectos liberticidas evidentes. Me he referido al difuminado de principios supuestamente sagrados de la modernidad como el gobierno del pueblo o la soberanía nacional, pero convendría detenerse a analizar el efecto venenoso que sobre la legitimidad de las instituciones  y el bienestar de los ciudadanos resulta de lo que eufemísticamente llaman "austeridad" o "reformas" gobiernos como el nuestro. Algunos de los peores fantasmas encuentran en la crisis el momento ideal para reaparecer: incremento del racismo, exclusión social, violencia, delincuencia... Añadamos otros más difusos como el miedo, el populismo, el oligopolio mediático, la banalización de la cultura... No tengo ninguna duda: la trama ideológica que vincula desde hace tres siglos capitalismo, prosperidad y libertad ha descarrilado.

Y sin embargo, qué quieren que les diga, me cuesta sentirme cómodo ante ese catastrofismo, tan cómodamente instalado en la fatalidad y en su supuesta posición radical, que afirma taxativamente que vivimos en una dictadura. He conocido a personas muy seriamente vinculadas a movimientos políticos extremistas, sé desde hace mucho por qué desconfío de quienes se me presentan con los atributos del iluminismo revolucionario. Algunos me han aseverado a voz en grito que la historia está sometida a la lucha de clases con más convicción que la que el Papa nos exhorta a obedecer a Dios; he conocido a tipos aparentemente pacíficos e ilustrados que excusaban y legitimaban el terrorismo; feministas que exigían la castración para los agresores sexuales después de asegurar que los varones somos todos unos violadores en potencia; anarquistas para los cuales la Revolución era tan inminente que había que desperezarse cuanto antes no fuera que nos pillara en el catre...

Evitaríamos algunos abusos si supiéramos de qué hablamos cuando nos servimos de una palabra tan gruesa como dictadura. En un régimen dictatorial no hay oposición que pueda articular institucionalmente su derecho a discrepar y a ofrecer alternativas de poder, no hay libertad de expresión, no hay libre empresa porque el éxito económico está ligado al clientelismo, hay un poder militar vigilante y dispuesto a secuestrar los órganos de poder político en cuanto las cosas no sean de su agrado... Podemos hablar de dictadura desde la metáfora, dislocando el sentido estricto del término, y así, hablamos de "dictadura del mercado" o, en un sentido más intangible pero sumamente sugerente,  de "dictadura de la indiferencia". 

He utilizado tales términos y voy a seguir haciéndolo, pero creo que debemos ir con cuidado, pues uno de los mayores riesgos del radicalismo consiste en que, al contrario de lo que dice pretender, nos aboca al pesimismo y la desidia. Miren, hace algún tiempo tuve la enorme suerte de conversar largamente con una pareja de ancianos que participaron en la Guerra Civil y, posteriormente, en la resistencia antifranquista, pasando por el maquis en las montañas de Cuenca, el exilio en Francia, alguna misión suicida en España ordenada por el PC, años de cárcel, toda una vida en suma de militancia y de lucha por una sociedad más justa y habitable. Lo que me dijeron es lo mismo que me han dicho la mayoría de mayores mínimamente sensatos con los que he hablado sobre la evolución de sociedades como la nuestra: jamás hemos estado mejor. 

Sé que para quien está en el paro ahora mismo o para quien ve negro su futuro esto puede sonar a sarcasmo. Pero no es ser sarcástico lo que pretendo, pretendo seguir teniendo la esperanza de un mundo menos inhóspito, y no lo pretendo desde la ingenuidad sino desde la lucidez. Aquellos dos viejos, cuando yo -pensando en sus condición de republicanos y comunistas- les pregunté si no les había decepcionado la España posterior a Franco, me sorprendieron insistiéndome en que "no sabéis de lo que venimos". La España que conocieron ellos o mis abuelos e incluso mis padres está demasiado cerca del horroroso feudalismo de Los santos inocentes  como para que todavía nos preguntemos porque España se desangró hace setenta años con una guerra terrible. "Nada es peor que algo así", me dijeron, "hay que hacer lo que sea para evitar volver a una guerra"... 

"No sabéis de donde venimos", he escuchado más veces esa frase, suficiente para extraer conclusiones y admitir que, acaso, nuestra sociedad haya conseguido algunas cosas que merece la pena proteger. Por ejemplo, es cierto que se están desmantelando a la carrera los servicios públicos, pero tal cosa sucede porque tenemos tales servicios y todavía disfrutamos de ellos. Si los amigos de los gobernantes sueñan con el opíparo negocio de la privatización de hospitales o escuelas es porque en las sociedades europeas todavía hay muchas territorios de la vida que se sufragan a partir de un sistema solidario como es el fiscal, que iguala a los ciudadanos a pesar de la distancia entre las rentas. Los partidos políticos, es cierto, se organizan como instituciones burocráticas cuyo único fin parece ser el poder, de ahí que la corrupción les sea consustancial. Pese a todo, tenemos la posibilidad de castigar su venalidad, su demagogia y su impermeabilidad a los problemas de la gente sacándolos de las poltronas parlamentarias a través del voto, algo que, si no sucede -como se advierte en esas elecciones en las que un partido agusanado por la corrupción obtiene una mayoría absoluta-, es porque los ciudadanos les perdonamos. No acabamos con la corrupción, de la que los noticiarios nos ofrecen partes diarios, como si se tratara de la información meteorológica y hubiéramos de asumir que es inevitable. Pero no deberíamos olvidar que si tantas noticias aparecen a este respecto es porque todavía existe prensa libre, algo de lo que la corrupción en el franquismo -abundantísima, por cierto- estaba exenta. Es cierto que los mandarines que han hecho fortuna con sus triquiñuelas no suelen ir a prisión, pero tampoco es casualidad que tantos y tantos prohombres estén ahora mismo en situación de encausados, sin la certeza, pese a sus redes de amigos, de que vayan a marcharse de rositas. 

¿Dictadura? Creo que la democracia no es un sistema institucional que se impone de una vez por todas y no necesita más que algunas pequeñas reformas ocasionales. La democracia es, desde los antiguos griegos, una especie de milagro por cuyo sortilegio debemos luchar palmo a palmo y día tras día. Hoy está seriamente amenazada por nuevas y viejas fuerzas para las que la voluntad popular es siempre un obstáculo. ¿Cuándo no lo fue? Me cuesta creer que una sociedad razonablemente ilustrada y sometida no puede someterse sin más a regresar a los antiguos regímenes, aunque se disfracen de democracia catódica, populismo o libertad de mercado. Me cuesta creer que todo es una mierda y que no hay nada que hacer, puesto que lo hemos perdido todo. 

Se vive más cómodo así, claro, si ya hemos perdido es inútil seguir luchando. Se vive muy cómodo estando permanentemente enfadado o deprimido. 




Saturday, March 16, 2013




FUMATA GRIS


Nunca creí en Dios, ni siquiera cuando creía creer. Sin embargo hubo un tiempo en que el mundo parecía tener un orden y estar resguardado por alguna clase de sortilegio que presentía pero cuyas claves se me escapaban. Las dos ancianas sentadas en el jardín de la casa grande vigilaban los paseos del gentío por la avenida; agosto tras agosto, feria tras feria, el tío Justo, del que decían que era rico, nos llamaba para besarle y nos daba un duro; mis padres tomaban decisiones que no siempre me gustaban pero que sabíamos incuestionables; desde una distancia propia de la aristocracia, propia casi de los démones antiguos, mis abuelos manejaban los hilos de la vida con conversaciones oscuras, miradas cómplices y frases al oído en una lengua oscura que no comprendíamos pero que tenía el valor de lo sagrado. 

Todo era mentira, claro, o mejor, la verdad de todo aquel trampantojo consistía en que nos lo creíamos. Con el fin de la infancia empezamos a saber que a duras penas y sin vocación -y acaso ahí radique su heroísmo- nuestros padres timoneaban un bajel amenazado a diario por tempestades mucho más pavorosas de lo que los niños podíamos concebir. Si los cuchillos volaban a dos centímetros de distancia de nuestras gargantas, ellos disimulaban y nos tapaban los ojos. La adolescencia nos abrió los ojos, y supimos que todo era tan frágil como ahora lo percibimos cuando somos nosotros los que tenemos que sostenerlo. Nuestros abuelos se acercaban a la muerte a una velocidad que para ellos era desorbitada, los adultos no creían en la verdad de todo aquello que nos aseveraban con aire solemne, los bandidos merodeaban muy cerca, el mundo en que nuestros mayores crecieron caducaba, las ancianas del jardín desaparecieron. El orden que se nos antojaba inconmovible, y en el que crecíamos despreocupados, era mucho más precario de lo que hubiéramos podido soportar. 

Dijo Jaime Gil de Biedma: "que la vida iba en serio, uno lo descubre siempre demasiado tarde". Tenía razón, vaya si la tenía, pero al menos yo no tardé en descubrir que Dios era sólo una leyenda. Acaso por ello me maravilla que muchos hayan estado tan atentos al cónclave vaticano que ha elegido al nuevo líder de los católicos. Un sumo pontífice -y esto vale para cualquiera de las formas reconocidas de monoteísmo- es un señor al que los devotos otorgan la responsabilidad de decidir por nosotros donde está la barrera entre la virtud y la indecencia. Si yo, por ejemplo, dijera lo que pienso de algunos santos, lo preceptivo sería que este señor me excomulgara. No orinaría sobre el acta de excomunión como hizo Lutero porque, al contrario que aquel fraile alemán, no me gusta ser descortés ni primitivo, pero, sobre todo, no creo que la Santa Sede haga demasiado caso de mis irreverencias porque saben que nadie con dos dedos de frente se traga hoy en día la panoplia de que Dios acepta intermediarios.

No me entiendan mal, no me estoy proclamando protestante. De quienes heredaron el espíritu de la Reforma me separa algo esencial, que yo sé que Dios no escucha las plegarias de los hombres. Ellos sí lo creen, y lo creen firmemente, acaso los luteranos sean los únicos de entre los adoradores del Crucificado que creen en Dios con todas las consecuencias, pues, lejos de la iconolatría pueril de los católicos, consideran blasfema la presunción de que el Hacedor pueda ser representado en ridículos ritos colectivos, imágenes de becerros de oro o vacuas penitencias de confesionario.

Los católicos viven entregados a la escenificación de la fe, a una ilusión que se teatraliza hasta la histeria, mientras que los protestantes honran la idea del Padre porque creen que éste sólo puede habitar en lo más profundo del alma del devoto. Loable, pero, en cierto modo, aún más equivocado todavía que el católico, cuya entrega a las imágenes y a las buenas obras sirven al menos para otorgar credibilidad a la leyenda. No hay Dios, y eso el católico lo sospecha en silencio más que el protestante, de ahí el simulacro de las procesiones, las lágrimas, el fetichismo y los ceremoniales colectivos. 

¿Para qué esta mascarada de los cardenales bajo los frescos de Miguel Ángel? El cónclave es desde siempre un rito, un golpe de efecto para impresionar a los débiles. Incluso yo, que encuentro inconcebible la fe, admito que, si Él existe, se tiene que hallar muy lejos del cenáculo cardenalicio.  No obstante asisto con cierta expectación al espectáculo, a lo que tiene de ritual antiguo, quizá porque me atraen de manera enfermiza este tipo de procedimientos cuya danza ha de seguirse con el escrúpulo de los nigromantes, quizá porque -créanme en esto- amo tanto a Miguel Ángel que sería capaz de hacerme obispo con tal de pasar unos días mirando los frescos de la Sixtina sin turistas, aunque en lugar de japoneses haya curas. 

El cónclave es un juego de poder, siempre lo fue, pero en la Era del Espectáculo se me ocurre que el Vaticano podría estar tentado de cometer un sacrilegio que le desenmascararía para siempre: convertir a cambio de una fortuna sus sesiones en un reality show. Quizá sea lo último que venda a precio de saldo antes de asumir que su viejo proyecto ecuménico se ha agotado y que el catolicismo está condenado a la vulgaridad y la irrelevancia en las próximas décadas, ser una más de las religiones a la carta, una opción entre otras para el politeísmo de supermercado que lo etiqueta todo en low cost. 

Ya han elegido, fumata blanca, pero no habrá Papa, es demasiado tarde porque Wojtyla acabó con la última esperanza de una dirección espiritual para el rebaño de Pedro. Además de una oportuna visión teatral, lo que aquel fanático eslavo fue a hacer a Roma es triturar la herencia del Concilio Vaticano II, último intento  sincero de edificar una Iglesia verdaderamente comprometida con los pobres, con la justicia, con el mensaje evangélico en definitiva. De aquello sólo quedan restos en Hispanoamérica o en África, pecios flotando a la deriva, últimas trizas del barco que trató de armar Juan XXIII. No me extraña que Ratzinger huyera de la opción de llamarse Juan Pablo III: inútil empeñarse en sostener un legado conciliar descalabrado y exangüe. Tampoco sorprende que haya huido de la Silla de Pedro, los Papas ya no mueren, más bien ser hartan, se deprimen, algo muy de la época. 

Hace muchísimo, mi madre me solía preguntar al volver yo del colegio por el Padre Melià, el Padre Pericás y aquel cura nonagenario que apenas podía hablar y que todavía confesaba. Yo le decía mentirijillas -nunca mis verdaderos pecados, con los que he siempre me he llevado bastante bien- para que el hombre se sintiera bien al darme la penitencia y bendecirme. Se presentía que aquel era un mundo en orden, estaba ciertamente destinado a hacérnoslo creer. Sospecho que es esa melancolía de una comunidad con sentido, de un cuadro olímpico de figuras paternales que nos resguardan y nos riñen, que deciden por nosotros, lo que los actuales católicos buscan todavía en la fe, lo que exigen al Vaticano, el cual reacciona como toca: ofreciéndoles la liturgia sin saltarse un solo paso. 

Es una ficción, Cristo no era quien decía ser, los curas son tan malos como cualquiera de nosotros, y el Papa -digámoslo de una vez, por si alguien lo duda todavía- no tiene otra misión encomendada que proteger la supervivencia de la institución y, por tanto, la de sus miles y miles de empleados. 
Una ficción con un historial imponente pero declinante, un fraude, como tantas otras cosas. 

Saturday, March 09, 2013






¿POR QUÉ LE LLORAN?

Jamás me gustó Hugo Chávez. No me divertían sus bravuconadas, no me reí con sus chistes gruesos y testosterónicos contados al son del séquitos de palmeros que se calentaban a su lumbre y que ahora acudirán a adorar su cadáver momificado. No creo que fuera un buen gestor, pues quien se rodea de aduladores porque no soporta la discrepancia no sólo se equivoca, está condenando a hacerlo hasta el final porque ha estrangulado la posibilidad de rectificar. Tampoco reconozco en Chávez el perfil de eso a lo que llaman un gran estadista. Tal cosa fueron Abraham Lincoln, Charles de Gaulle, Olof Palme... quizá incluso Barack Obama, ése del que el canciller venezolano dijo que tanto le había decepcionado. Chávez fue un líder de masas y una celebridad enormemente carismática, esto es incuestionable, pero un estadista es otra cosa.


No me gustó Chávez y, por consiguiente, difícilmente habría de simpatizar con el chavismo. Resulta aventurado pronosticar un largo recorrido futuro para una corriente constituida a partir de un personaje. Bolívar, Marx, el Che Guevara, Castro, el mejunje ideológico se termina de aderezar con toques de emotivismo sobreactuado muy de culebrón, todo con un trasfondo de militarones que se sublevan en cuanto las cosas no son de su gusto. Caudillismo hispanoamericano con todo el atrezzo de tiranía caribeña cuya escenografía arrastra resabios de las novelas de García Márquez, Asturias o Vargas Llosa. Nos hemos reído alguna vez con la mascarada de Aló, Presidente, el show televisivo que parodia el juego de la política, la democracia directa que defendieron con tanto honor los antiguos atenienses convertida en un reality.   


No ayuda mucho a matizar esta perspectiva la actitud de algunos izquierdistas radicales particularmente obtusos, que aplauden el liberticidio considerándolo parte de una revolución social, o se exhiben impermeables al debate porque las críticas siempre provienen de los medios de la burguesía, el imperialismo y el gran capital. Dijo García Márquez, quizá el hispanoamericano en quien más confío, que, habiendo conocido a Chávez en el momento de su emergencia, no terminó de resolver la duda de si se encontraba un héroe revolucionario o ante uno más de los tiranos de América. Después, muy sensatamente, no quiso pasar más por Venezuela: "sé que van a usarme". ¿A qué bando se refería? A los dos, claro. 


No me gusta Chávez, lo he repetido, pero... Y ese "pero" y los puntos suspensivos que le siguen abarcan un espacio demasiado amplio como para no asomarse a él. La ambigüedad a la que Gabo ser refirió hace quince años capturaba la esencia del caso Chávez. ¿Por qué lloran su muerte tantos venezolanos? ¿Por qué tanta gente en Hispanoamérica le considera un santón contra los opresores del mundo? El criterio de las mayorías no es nunca por sí solo un argumento definitivo en favor ni en contra de nada. Recientemente los españoles eligieron mayoritariamente un gobierno que parece cada día más atravesado por la incompetencia, el servilismo y la corrupción. Y quizá ese se encuentre aquí la clave de nuestra falta de perspectiva. El mapa ideológico en que los europeos hemos educado nuestro imaginario político vuelve insoportable el modelo caudillista que el chavismo proclama a voz en grito con una puesta en escena que raya la obscenidad. Acaso sea éste mucho más nuestro problema que el de los pueblos de América Latina. 

En uno de esos libros que deberían leerse en las escuelas, Las venas abiertas de América Latina, Eduardo Galeano nos dijo algo que deberíamos recordar especialmente en estas horas: "¿es América Latina una región del mundo condenada a la humillación y a la pobreza? ¿Condenada por quién? ¿Culpa de Dios, culpa de la naturaleza? ¿No será la desgracia un producto de la historia, hecha por los hombres y que por los hombres puede, por tanto, ser deshecha?" 

Lloran a Chávez porque tienen miedo a lo que venga después. Venezuela tiene, como casi todos los países de su entorno, millones de pobres. Quienes con razón temen quedar definitivamente excluidos, convertidos en simples parias, creen en el chavismo porque creen que con cualquier otro les habría ido peor. Violencia estructural, machismo institucionalizado, persecución de la libertad de expresión, acoso a la discrepancia, corrupción, clientelismo... Es posible que el chavismo haya dilapidado las rentas del petróleo -clave de bóveda de su proyecto- en todo aquello que le sirva para perpetuar en el poder una oligarquía alternativa a la de los antiguos caciques, pero oligarquía  a fin de cuentas. 


Pero no estoy nada seguro de que la Venezuela con la que sueñan los enemigos más acérrimos de Chávez haya de parecerse en la práctica a la democracia moderna y madura que promete. Me gustaría que alguien me convenciera. Mientras tanto, muchos irán a llorar al mausoleo. Lloran porque tienen miedo. Y son millones. 

Saturday, March 02, 2013



EN LA MUERTE DE STÉPHANE HESSEL



Una cosa es segura, el anciano que acaba de morir no era un cualquiera. Hace casi setenta años los nazis, después de torturarlo, lo condenaron a la horca por su participación en la Resistencia Francesa. Tuvo la sangre fría para cambiar su identidad por la de otro prisionero que acaba de morir de tifus, lo que le salvó milagrosamente de la muerte en el campo de concentración de Buchenwald. Fue a parar a otro infierno, Dora, un centro destinado al exterminio, descrito por él como "el horror puro y absoluto", donde desnudaba cadáveres cubiertos de sangre y excrementos por dos rodajas de salchichón. Tras el armisticio participó en el equipo que redactó la Carta de los Derechos Humanos. Creo que a esto, más que al hecho de haber sobrevivido de forma reiteradamente milagrosa, obedece aquella frase que se ha hecho célebre: "Luché contra Hitler y gané".




En la vejez le llegó el éxito editorial con Indignaos!, un breve y urgente ensayo donde declara el derecho de las masas, y en especial de los jóvenes, a protestar airadamente contra la  trama de tiranía financiera que se ha instalado en nuestras sociedades y amenaza seriamente con estrangular las libertades. Una curiosidad: poca gente sabe que los padres de Hessel fueron junto a Marcel Duchamp los protagonistas del extraño triángulo amoroso que inspiró Jules et Jim, joya del cine de François Truffaut. 

No estoy dispuesto a sufrir en lo más mínimo con la controversia relativa al verdadero valor intelectual de Indignaos! Lo leí porque consideré en su momento que era oportuno hacerlo, y desde la primera página tuve la certeza de que no me encontraba ante un sesudo trabajo académico, sino más bien ante un panfleto, con todo el respeto que me merece la tradición panfletaria. Acepto a este respecto la opinión de Fernando Savater, quien calificó el texto de "esquemático y sencillo", estimando con la visión propia de un pensador experto que el verdadero motivo de reflexión estaba en la explosiva repercusión del escrito. Me siento más lejos de la opinión de Arcadi Espada, quien lo calificó de "marxismo de cuarta división", lo que constituye una invitación a ignorar el texto y sus consecuencias. El desprecio de Espada viene muy bien si lo que a uno más le tienta es la pereza; dijo que "Stéphane Hessel no es nadie" y dio el tema por cerrado. Es fácil captar un pesebre más o menos adicto de lectores cuando uno se dedica a soltar sentencias a bajo precio. 

Tampoco me preocupa en exceso el debate sobre si Indignaos! es o no el libro de cabecera de los actuales movimientos sociales opuestos al modelo de globalización financiera y surgidos a partir de las protestas en el Foro Mundial de Seattle en 1999. Parece poco cuestionable el efecto del texto sobre las movilizaciones sociales que tuvieron lugar en las capitales españolas hace un par de años, en lo que se llamó el 15M, Democracia Real Ya, Spanish Revolution o, siguiendo directamente la consigna de Hessel, los Indignados. No creo sin embargo que estemos sólo ante una fórmula afortunada y oportuna. Antes de hablar de su autor como un vejete entrañable o, peor aún, como un don nadie, sería sensato leer su escrito, y me inclino por aconsejar que dicha lectura conduzca a la de otros textos esenciales para entender lo que nos está pasando como El informe Lugano, de Susan George, o La doctrina del shock, de Naomi Klein. 

Tampoco es mala idea preguntarse por qué a muchos jóvenes inquietos por el derrotero que están tomando nuestras comunidades les atraen tan poderosamente nonagenarios como Saramago, Sampedro, Chomsky o Hessel. Pasó en los sesenta con Bertrand Russell, quien denunció en sus últimos meses de vida la indecente hipocresía de la política exterior norteamericana en un libro tan trascendente como Crímenes de guerra en Vietnam. Los jóvenes están acostumbrados a que los adultos les inciten al conformismo, la pasividad y la obediencia, a que les afeen su conducta tachándoles de inútiles. Cuando un viejo les anima a rebelarse, a sentirse valiosos y responsables para combatir contra la injusticia, entonces abandonan la propensión a no escuchar a los adultos con la que afrontan eso a lo que los sociólogos llaman el vacío intergeneracional.  Puedo especular sobre qué incita a un decrépito cascarrabias a emplear los últimos años de su vida en lanzar invectivas contra los oligarcas del mundo: la melancolía insoportable al contemplar el fracaso o la fragilidad de todo aquello por lo que han luchado durante tanto tiempo, la sensación de que no queda tiempo y es urgente rebelarse cuando ya no hay nada que perder... No lo sé, pero de lo que sienten los jóvenes, de eso sí puedo hablar porque trabajo a diario con ellos. Y me parece insultante ningunear esa misteriosa seducción que generan personajes como Hessel.  


No sé en cualquier caso qué lugar dará la historia a Indignaos! Pero hay un detalle que no pienso pasar por alto. Con Stéphane Hessel se va el último participante vivo en la redacción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Bueno es precisar -Hessel ha insistido en ello- que se la terminó llamando "universal" cuando la intención original de las naciones que ganaron la Guerra era llamarla "internacional". La diferencia no es baladí, como no lo es el hecho de que se la haya considerado una declaración "orientativa", cuando no tengo duda de que el deseo de los autores era tan ambicioso como crear un gran modelo jurídico para regular la convivencia entre los seres humanos y perseguir a los torturadores, los dictadores y los que propagan la violencia, la explotación y la miseria. 

Dos ancianos que participaron en la Guerra Civil y fueron después, a riesgo de su vida, luchadores contra el franquismo, me dijeron en una ocasión que, pese a todo, la España en la que vivimos es mucho menos injusta, menos violenta y menos indigna que la que ellos conocieron, aquella que conoció una guerra con un millón de muertos y tanta y tanta infamia. Hessel afirmó poco antes de morir que el mundo sigue siendo profundamente injusto, pero mucho menos de lo que fue antes de que apareciera aquel texto en cuya redacción participó hace casi setenta años. 

Demasiado como para sentenciar que "Stephane Hessel no fue nadie". Valiente majadería.