Friday, November 24, 2017

LA PAELLA DE LORRAINE

Lorraine Pascale es una bella ex-modelo británica que presenta un programa en un canal de cocina. Acostumbra a preparar platos especialmente suculentos. Le da igual que los ingredientes de la receta sean ya de por sí sabrosos y contundentes, nunca encuentra motivos para no añadir una plasta más de nata, chocolate o alguna suerte de salsa especialmente densa. La fórmula es rotunda: cuanto más sabor, mejor. 

Dada la espigada línea de Lorraine, doy por hecho que jamás se come los platos que cocina. De ser así, podríamos sospechar que trama el plan secreto de exterminar a sus seguidores -seguro que millones en todo el planeta- embozándoles poco a poco las arterias con cantidades ingentes de colesterol. 

Recientemente Lorraine se superó a sí misma con una receta española: la paella. La propuesta es gloriosa. Empezó sofriendo unas gambas en una sartén y una ingeniosa mezcla de cebolla y chorizo en otra. Lo de la cebolla no lo explicó, la sofreís y punto. Lo del chorizo es "porque me encanta". No es una innovación, en su receta de paella ya lo incluyó Melanie Griffith, lo cual explica que Antonio Banderas se hartara de ella. Lorraine completó el pochado con un chorro de jerez. ¿Por qué? Porque ella lo vale. Añadió guisantes, que es una cosa que inexplicablemente le echan algunos a la paella, sospecho que porque odian a sus invitados. No contenta con toda esta sarta de atentados culinarios, propuso a su audiencia que mezclara arroz convencional con bashmati. Acojonante. Seguramente aquel día no tenía piña en la nevera, pues sin duda la habría añadido a la receta. Tampoco me consta que recomendara presentar el plato con ketchup o, por aquello de lo hispánico, con jamón de Trevélez. 

Sé que los valencianos nos ponemos algo pesados con eso de que "la paella no es arroz con cosas", pero, qué quieren, yo no aso unas cebollas, les añado mayonesa y lo vendo como una calçotada. Y si por una de esas se me ocurriera semejante atrocidad, no se me ocurriría salir en la tele para promocionarla.

La globalización tiene cosas buenas, no hay duda, pero también ofrece algunos peligros. Asocio la condición postmoderna, como la llamó Lyotard, con algunos conceptos que, convenientemente elaborados, son sumamente interesantes: el mestizaje, el eclecticismo, la intertextualidad, el pluralismo metodológico... En su versión empobrecida, lo postmoderno se convierte en pastiche, en posverdad, en simulacro, en new age, en kitsch y en Donald Trump. 

Les cuento algo. Hace muchos años transitaba camino de Madrid por la antigua Nacional 3 en un autobús de línea. Cada lugar, cada topónimo, cada elemento del paisaje ofrecía a mis ojos algún significado: una mujer amada en el pasado, la procedencia de mi familia materna, una batalla trascendente, un vino memorable. Delante de mí se sentaba una mujer extranjera que apenas se interesaba por mirar por la ventana o que, si llegaba a hacerlo, no mostraba sino una profunda indiferencia. En una parada compró una coca-cola y unos doritos. No tengo nada contra la coca-cola ni los doritos, salvo que me parecen productos particularmente pueriles.   

Los refrescos yanquis, el maíz frito, el reaggetón, las películas de hostias, las cadenas de fast-food, el pressing catch y tantas otras majaderías por el estilo constituyen un lenguaje global, un juego de signos perfectamente reconocibles para cualquier terrícola. Su mundialización no es consecuencia de una fusión de culturas, sino del colonialismo cultural. Responde a la necesidad de significantes fáciles en un mundo complejo y sobreinformado donde la diversidad de pautas singulares resulta inquietante. 

Lo que me resulta irritante de la paella de Lorraine no es sólo el instinto patriotero que me invade cuando una inglesa tonta cree que puede hacer lo que le salga de los ovarios y llamarle paella impunemente. Lo tremebundo es esta sensación de que vale todo, de que todo lo que era sólido -por servirme de la afortunada fórmula de Antonio Muñoz Molina- puede desplomarse sin más y podemos hacer lo que nos apetezca con los restos en función de si uno sale en la tele o es una celebridad. 

No soy nacionalista, lo he dicho muchas veces. Pero creo que los elementos que configuran las culturas son respetables en la medida en que tienen un espesor, forman parte -a veces durante cientos de años- de la vida de la gente, tienen vida y sentido, provienen de un contexto y se asocian a unos rituales cuya significación siempre se escapa en alguna medida al profano. 

Quizá me estoy poniendo demasiado fatalista, pero últimamente me asalta la impresión de que estamos fabricando un mundo donde todo está mercantilizado, todo es intercambiable, todo vale lo que pueda servir como entertainment y se pueda cambiar por dinero. Deben ser cosas de la edad, pero a veces me parece que hoy todo es de como de mentirijillas. 

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