Wednesday, December 10, 2025

OSTRAS A CUATRO EUROS

 



Deambular por la ciudad, acabando normalmente en el paseo marítimo, es un viejo recurso de mis peores momentos. Como todo ansioso no temo la
tristeza, aunque obviamente no la deseo. Esa amargura azul del derrotado, del que se extravió, del que siempre –como es mi caso- llegó tarde a casi todo… Puedo con ello. No puedo con la incertidumbre, tengo vértigo, siempre lo tuve, no sé desplazarme en el alambre. Necesito saber que he sido derrotado, habitar el “¿… y si?” me descompone.

Ayer, como todo perdedor nato, sentía que las estrellas tienden a alinearse en mi contra, cosa evidentemente falsa. Deseamos lo que no tenemos y nos sentimos los seres más desgraciados del planeta sin acordarnos de que la gente que tiene auténticos problemas no pasa las tardes paseando poéticamente por la playa compungida porque las chicas no le quieren.
En un momento dado me topé con un chiringuito en el que se anunciaban “ostras auténticas” a cuatro euros (No sé cómo son las ostras inauténticas. Me parece en cualquier caso un precio excesivo teniendo en cuenta que no me gustan particularmente y que en una ocasión intoxiqué a una señora a la que intenté seducir comprándole varios de estos bivalvos en el Mercado Central. Me llegó a espetar, mientras vomitaba hasta la primera papilla, que la había intentado envenenar). Ante la tentadora oferta pensé en lo lejos que estaba de sucumbir en aquel momento a su atractivo, en la distancia sideral que me separaba del mundo. Pensé que si entraba a aquel bar y devoraba las cuatro ostras e incluso repetía ración, mi amargura quedaría incólume, me sentiría habitando el mismo pozo de melancolía en el que a veces me instalo con la sensación de que no voy a ser capaz de salir, así los dioses del Olimpo entero se juramenten por sacarme. Qué poco serían cuatro euros y el riesgo de intoxicación si realmente aquella oferta pudiera acabar con mi tristeza.
Déjenme que les cuente algo. Cuando ingresé en la UCI, víctima de un trombo que, por lo visto, no me mató de pura chiripa, la enfermera que me dedicó los primeros cuidados sobre la camilla me indico que debía desnudarme. Le pregunte si del todo, y ella contestó que sí, que “toda la ropa”. Me extendí en la camilla como Dios me trajo al mundo. Pasó una enfermera, miró el festival de la huevada y siguió adelante. La segunda miró con la cara algo más circunspecta. La tercera, también. Sospecho que fue esta la que avisó a la compañera que se encargaba de mí, que acudió y, ante el espectáculo tan edificante, resolvió:
-”Caballero, le he dicho que se quitara la ropa, pero puede taparse con la sábana que tiene bajo su cuerpo”
Esto a ustedes les parecerá muy risible, pero yo en la UCI y a punto de morir soy muy obediente y no particularmente eficaz ni imaginativo. Me dijeron que sin ropa y supuse que debía cumplir la instrucción sin más sutilezas.

Les cuento eso porque cuando salí de la UCI pensé dos cosas que parecen contradictorias, pero que, caso de serlo, he decidido vivir con ellas. Una es lo mucho que amo la vida y lo poco inclinado que estoy a complacer a la Dama de la Guadaña cuando se acerca. La otra es que, aunque amemos mucho la vida, no debemos tenerle el más mínimo respeto.
Estoy plenamente dispuesto a no tomarme en serio a mí mismo más de media hora. Siempre he sabido que las chicas no me quieren, y parece que nunca dejaré de sufrir por ello. Moriré de amor, supongo, porque soy así de gilipollas. Permítanme acompañar estas ridículas reflexiones con una paloma muerta y tirada sobre el asfalto que fotografié esa tarde, no sé por qué, cuando empezaba a caer la noche sobre el Distrito Marítimo.

Sunday, December 07, 2025

SI TIENEN PROBLEMAS DE VOCABULARIO, LLAMEN A ESTO "WOKE"

 







Decimos que la sociedad se halla en desorden. Presentimos la agresividad en el que se cruza con nosotros. Las calles, los caminos y los hogares están llenos de gente que dice sentirse harta de que abusen de ella y cree que tiene que demostrar que “conmigo no van a poder”. A menudo esa indignación no se traduce en nada, excepto ir por el mundo con cara de perro, votar a la ultraderecha y escarnecer a inocentes desde los nicks de internet.

He oído relatos como éste muchas veces de la boca de ancianos. Eran los años cuarenta o cincuenta. Alguien en la aldea robó unas gallinas. Acusaron a un “poca roba” que no había sido, pero al que algún cacique hijo de perra le tenía ojeriza. Lo pusieron a caldo en la caserna hasta que “confesó” y pasó dos años en la cárcel. A la vuelta no le restaba sino callar, no remover el asunto, tragarse la furia y ahogar el odio. Lo curioso es que, a continuación, el anciano siempre añade el mismo remoquete: “Aquello era injusto, pero, lo de ahora, que cada cual hace lo que le da la gana… eso tampoco lo entiendo”.
Sabemos lo que es una dictadura. La de Franco era una sociedad atrasada, los bárbaros -al contrario que en el resto de Europa- habían ganado la guerra; los psicópatas, mientras estuvieran en el bando correcto, podían dar rienda a su crueldad impunemente. Los españoles que estaban realmente dotados para modernizar este país de cabreros fueron asesinados, exiliados, silenciados… Por eso prefiero detenerme en la frase final: “lo de ahora tampoco lo entiendo”… Hay mucho que interpretar en su trasfondo, que en mi opinión refleja antes que nada un estado de ánimo extendido.

Forma parte de la idiosincrasia del anciano la jeremiada, es decir, la convicción de que todo va a peor, que los jóvenes son cada día más vagos e insolentes, que los bandidos andolean impunes aterrorizando a inocentes, que los extranjeros llegan sin control para “sustituirnos”, que ya nadie conoce el respeto… Todas esas cosas ya se decían en tiempos de Platón. Pero en nuestro momento concurren algunas circunstancias especiales. El tránsito hispano de un sistema disciplinar, basado en el terror y con tizne medieval, a un estado de derecho, generó en muchos un inquietante sentimiento de desgobierno y desorden. Este proceso nos encontró paralelamente al de la posmodernidad, mucho más globalizado, que puso en cuestión demasiadas pautas en todos los ámbitos de la cultura como para no hacer estallar la desorientación que hoy parece ser el único sentimiento realmente hegemónico. Como dijo Ortega, “lo que nos pasa es que no sabemos lo que nos pasa”.

Hay una respuesta cómoda, la reaccionaria, que se basa en una nostalgia mal entendida. “Hay demasiados derechos”… ¿Cuántas veces he oído esta idiotez? Nunca hay demasiados derechos. El problema, en todo caso, llega cuando los derechos de unos conculcan los de otros. O cuando el derecho existe formalmente pero, como sucede con tantos de ellos, en la práctica no tiene efecto. No vale pedir que se endurezcan las leyes o se recorten derechos si ello solo ha de afectar al que no es como yo, tiene otro color de piel o no comparte mi visión del mundo. No solo no es ético, además no es eficaz, pues destruye la paz social y desactiva los mecanismos de la prosperidad y del diálogo social.

No necesitamos más violencia policial, ni ricos más ricos, ni más paraísos fiscales, ni menos inmigración, ni menos feminismo… Podemos apoyar a los Trump del planeta si queremos ser parte del problema y no de la solución. Esa solución pasa por una democracia deliberativa y enamorada de su diversidad. Debemos redefinir los parámetros del Estado del Bienestar para recuperarlo, con los mismos fines con los que se concibió históricamente y, a ser posible, sin necesitar otra catástrofe como la que propició el fascismo.
No estoy, por cierto, tan convencido como otros de que esté regresando aquel delirio liderado por monstruos como Hitler o Stalin. No hace falta un Trump para acabar con nosotros porque la deriva nuclear, las hambrunas, las pandemias, las guerras contra los parias o el caos climático no necesitan a semejante bufón para destruirnos.
El mundo debe dirigir sus pasos hacia el socialismo, un socialismo que habrá que replantear y que requerirá una innegociable dimensión democrática y cosmopolita.
Si no, nos extinguiremos.

Saturday, December 06, 2025

MAZÓN Y GORROÑO


 








Soy un varón cis hetero –creo que ahora nos llaman así-, y sobrepaso con creces la mediana edad, lo que me convierte en sospechoso de toda suerte de tendencias culpables. Tienen razón en una cosa: experimento una atracción desmesurada por el sexo opuesto. Durante décadas creí que era una deriva hormonal instalada en mis genes, pues mi padre era un macho alfa de manual.

Con el tiempo he ido descubriendo que, en realidad, el problema arranca de una circunstancia biográfica de corte traumático: me crié en un colegio religioso masculino. No se imaginan, señoras, el prestigio que obtuvieron ustedes a mis inexpertos ojos a consecuencia de ese desatino pedagógico que es la segregación escolar por género.  La razón y la experiencia, no obstante, me indican a cada momento que las mujeres son más o menos igual de egoístas, estúpidas e incongruentes que nosotros.

No sé si vivimos un tiempo de masculinidades enfermas. Quiero pensar que los milennials y sus sucesores traen perspectivas novedosas y sus mentes son, al respecto del género y sus derivados, bastante más abiertas y tolerantes que las de generaciones anteriores. Quiero pensar que, aunque sea por reacción a nuestros dislates biográficos, les hemos inyectado valores más saludables que los que nosotros conocimos.

Viene a cuento esta introducción porque yo he entendido desde el primero momento lo que le pasó a Mazón el famoso día de la Dana. No tiene gracia, pero a veces el mal es cómico, o banal, como diría Hannah Arendt. Dicen en mi pueblo que “donde tengas la olla no metas la polla”. Yo no tengo por qué juzgar la conducta privada de un gobernante, pero cuando por acción u omisión tu conducta propicia muertes, entonces la cosa cambia. Da muy mal rollo el asunto, huele fatal. “Te doy la tele y a cambio tú…”, “siempre me has gustado, ¿no te diste cuenta cuando hablé de ti en público?”… En fin, es todo muy cutre y muy mierder. .

No es un problema de Mazón, ni siquiera es solo de políticos y otros señores con poder.  Creo que hay algo profundamente enfermizo en la manera en que los varones nos hemos conducido hacia el otro sexo. No hablo solo del patriarcado institucional, del económico, ni siquiera en el matrimonio, los malos tratos o el acoso sexual… Estoy pensando en lo que solemos llamar las relaciones, o, como dirían en el Renacimiento, el “amor galante”.

Verán. Yo tuve un amigo, Gorroño, que era como el Emérito, sí, no es una broma. Empleábamos el mal chiste de que era hermafrodita, pues tenía la polla en la entrepierna y en la cabeza un coño. Pero, no se engañen, no era un obseso sexual. Uno puede padecer de ninfomanía -por cierto también las mujeres- como quien tiene un problema con el alcohol o el juego. Yo hablo de otra cosa. Aquel tipo era un cazador, necesitaba rastrear la pieza, acecharla y tenderle trampas hasta, finalmente, abatirla. Si obtenía el éxito se la llevaba a la cama, pero eso era algo así como la entrega del trofeo. Gorroño no era lo que Gil de Biedma hubiera llamado un “buscador de orgasmos”. Lo que sí sabías es que el posible noviazgo no duraría demasiado, pues, entre otras cosas, el tipo era insoportable, desleal, mezquino, inoperante.

Cuando esta extraña inclinación se vuelve patológica, ya sabes que el tipo no va a tener otro interés que el de usarte. Lo hará con sus amigos porque no sabe ni quiere hacer otra cosa. A fin de cuentas sus adoradas son importantes en la medida en que forman parte de un juego de supuesta seducción, es decir, su destino también es ser usadas. Durante años, por pura estupidez, llegué a mirar con cierta admiración esta conducta diagnosticada por los psiquiatras como “donjuanismo”. Pensaba que había algo romántico en ella, un indomeñable espíritu aventurero. Cuando lo viví más de cerca, ya no pude sino aborrecerlo. Horas interminables aguantando charlas horrorosas de un puto narcisista sobre la bondad de sus estrategias de seducción, críticas misóginas a unas damas que, obviamente, evitaban mayoritariamente someterse a los caprichos del sujeto, vueltas y revueltas a los mismos antros nocturnos donde había que hacerse el encontradizo… Que coñazo, dios mío, qué ganas de irme a ver un partido de fútbol, leer mis tintines o fotografiar calles y transeúntes.

Siempre he querido gustar a las damas. Pero, verán. Recuerdo un episodio deplorable en el cual Gorroño “le entró” a una chica en el bar de una estación. La joven, una extranjera algo despistada, estaba pasándolo muy mal porque no sabía si había comprado el billete adecuado para ir a cierta ciudad española muy alejada. Mientras la chica, angustiada,  imploraba ayuda, Gorroño se dirigía a ella con los habituales fines venatorios... Salió por piernas, con toda la razón, y yo sentí un hastío terrible, una especie de bochorno incontenible por mi condición sexual y por mis criterios en la elección de amistades. Me di cuenta de que esa situación tan deprimente no era una excepción, era la norma. Creo que aquella noche empecé a decirle adiós a Gorroño y, sobre todo, a esa atorrante exigencia masculina de depredar mujeres.

He ligado poco en mi vida y me hubiera gustado alternar con más señoras. Sospecho que ellas siempre me gustaron más a mí que yo a ellas.  Pero dicen que para un martillo todo es clavo, y yo, además de un fracasado, seré un cis hetero o lo que a ustedes les apetezca llamarme, pero no soy un martillo ni el mundo es un clavo.

No sé si me entienden.

Monday, December 01, 2025

ANATOMÍA DE UN INSTANTE














“Anatomía de un instante” está cerca de ser una obra maestra. Su autor, Javier Cercas, acertó al poner el foco sobre esos detalles que a todos nos llamaron la atención, pero que se vuelven insignificantes en manos de los historiadores oficiales.
Cercas es endemoniadamente listo, sabe elegir su tema… Acaso la inteligencia no sea otra cosa que eso. Acaso en eso consista escribir novelas. ¿Por qué Suárez, Gutiérrez Mellado y Carrillo fueron los únicos en no ocultarse bajo el escaño cuando los bárbaros hicieron atronar sus pistolones?
Leemos y obtenemos respuestas más que satisfactorias. Los tres estaban solos y lo sabían; los tres llevaban tiempo esperando que alguien viniera a matarlos; los tres se sentían en alguna medida responsables de aquel espectáculo tragicómico del 23F. Cercas explica magistralmente por qué Suárez, Gutiérrez Mellado y Carrillo fueron unos traidores, y, sobre todo, porque su heroísmo consistió precisamente en serlo.
Comparto la fascinación por los tres personajes. Se jugaron el pellejo por una causa que no era la suya, pero que terminaron haciendo que lo fuera. Quizá Suárez fuera un pícaro de provincias y un arribista, Gutiérrez Mellado un hombre confuso, y Carrillo un zorro taimado y oportunista. Pero cada uno de ellos, con todas sus contradicciones, y quizá por ellas, vale bastante más que tantos personajes y personajillos que deambulan petulantes por el tumultuoso escenario de la Transición: el Rey, Tejero, Armada, MIlans, los ministros de UCD…
Nada que objetar a la serie en sí, que se apoya en un material literario inmejorable. Quizá su único problema es que el resultado fílmico de tres horas –una peli larga- es a todas luces insuficiente para explotar todo el potencial de la obra. Nos encontramos un elenco actoral en estado de gracia, con un prodigioso Eduard Fernández haciendo de Carrillo, un Suárez sorprendente... No son buenos por emular a los representados –para eso ya están los humoristas-, sino porque cada uno construye su personaje, incluyendo al Rey, que acaso resulte mucho más interesante que la figura real.
Me permitirán no obstante dos pequeñas objeciones, no a la serie, tampoco a la novela, sino más bien al autor.
Javier Cercas forma parte de una élite intelectual ideológicamente moderada que se siente en la obligación de defender la legitimidad del por algunos llamado Régimen del 78. Hay razones para ello. La democracia española parece gozar de buena salud si la comparamos con otras que de democracia no parecen tener mucho más que el nombre, al menos si tenemos en cuenta el estado de los derechos sociales, los bienes públicos, la seguridad… Es plausible la posición de personas como Cercas porque, definitivamente, no somos un estado fallido.
Me niego sin embargo a dejarlo así porque me hace sentir como un cándido. Desigualdad creciente, corrupción sistémica, mafias perfectamente asentadas, injusticia fiscal, lawfare insistente, deterioro de los servicios públicos, impotencia política ciudadana ante las grandes corporaciones, partidocracia, precarización laboral, régimen abusivo de vivienda, desastre ecológico sin control…
Sí, lo sé, no podemos aspirar a vivir sin problemas y nadie dijo que tras morir el Dictador hallaríamos el Paraíso. Pero, contéstenme: ¿cómo les explico a los adolescentes que una enorme cantidad de los líderes nacionales de este medio siglo han acabado desacreditados, encausados o incluso entre rejas? ¿Qué les contesto cuándo me preguntan si no nos estamos convirtiendo en un país de camareros, si estamos haciendo algo de verdad por la transición ecológica y contra el cambio climático, o si tenemos prevista alguna medida tan contundente como necesitamos para parar la catástrofe de la vivienda con la que podemos estar arruinando su futuro?
No puedo pedirle a Cercas que me conteste a estas cuestiones, él solo explica quiénes fueron de verdad tres personajes relevantes. Pero creo que hay un mensaje en la botella que es “Anatomía de un instante”. Esos tres personajes a contrapelo nos salvaron, se sacrificaron de alguna forma por nosotros y fuimos unos desagradecidos. Tiene gran parte de razón, pero el discurso al que da lugar deja demasiadas cosas atrás.
Otra cosa. Esta, si quieren, es mucho más de fondo. En realidad tampoco distrae en lo más mínimo de la brillantez novelística del señor Cercas. Estoy un poco harto de las hagiografías de los líderes políticos, sean los que sean. “La historia la hacen los pueblos”, dijo el mayor líder socialista en que puedo pensar, Salvador Allende. Sabemos desde Karl Marx, y yo diría que desde Spinoza,, si aprendemos a leerle, que las multitudes son el verdadero poder constituyente. La gran pregunta es cómo pensamos cuidar de nosotros a partir de ahora. Eso no nos lo van a contestar González, Aznar y tantos otros que se arrogan el protagonismo en la Historia. Pero no es a ellos a los que interpelo. Es a todos nosotros, pues lo que tenemos es lo que entre todos nos hemos buscado.
Y siempre será así… hasta que nos extingamos.