LA AMNESIA tiene mala prensa en nuestros días. En realidad la tuvo siempre. Ya Platón lanza la advertencia de que el duro esfuerzo de la rememoración -la anamnesis- es la única vía posible para acceder a las verdades elevadas. Puesto que el alma contempló en algún momento original lo esencial en toda su cegadora luminosidad, el saber habrá de consistir en arrancar a aquella del olvido en que ha caído. Medio milenio después el profeta de Belén no se sube a su espantosa máquina de tortura sino para poder gritar más fuerte: "¡Recordadme!". Ya sabemos que el Crucificado -como le llamaba Nietzsche, que pensó en Él más que ningún gañán piadoso- era judío y, de alguna manera, su empresa era la de judaizar el mundo. De ahí que la maldición que arrastramos sea la huella de una traición original, la desobediencia a Dios, el mayor de los magnicidios. Valiente impostura, odiosa manipulación traída de desiertos y que solo puede prender entre pueblos civilizados cuando están en lo peor de su decadencia.
"Te vas a acordar": esta era nuestra consigna infantil cuando la posibilidad de la venganza por la afrenta sufrida no podía ser inmediatamente administrada. Incluso las leyes se aprestan hoy a sancionar la desmemoria, como si el Mal infligido pudiera ser reparado a través del recuerdo. Noble pretensión, pese a todo... Noble, y sin embargo, me asalta la sospecha de que exigimos demasiado a la memoria.
Quizá llega el momento de reivindicar la inocencia del olvido.
He detestado con furor infinito a personas a las que he terminado perdonando; simplemente olvidé lo que me había hecho, me acostumbré a su presencia. Pasa con algunos de los tipos con peores cualidades que he tratado: terminan quedando lejos los tiempos en que conseguían sacar lo peor de mí mismo; me habitué a ellos, aprendí a sonreírme ante sus pecados, como si hubiera entendido, por fin, que de alguna manera les resultaba imposible no cometerlos; se volvieron bonachones... pude por fin olvidarlos.
¿Nace entonces la tolerancia de algo tan poco prestigioso como la costumbre? Acaso sí, si entendemos que tanto como la memoria le debe el olvido a la costumbre: "Si por costumbre amé, por costumbre olvidé, vivo con la costumbre de no quererte nunca más", dice una canción de Gabinete Caligari. Para Nietzsche, el olvido no es una debilidad, sino una elegante virtud propia de temperamentos nobles. Nada me resulta más repelente que aquel tipo con alma de plebeyo que, en previsión de que su memoria fallara, aseguraba el recuerdo de sus traumas apuntando en un papel cada una de las afrentas que sus prójimos le habíamos causado.
En innumerables ocasiones, cuando me he cruzado con personas que me hicieron daño en el pasado, lejos de enfurecerme y cerrar los puños con deseo de venganza, he experimentado más bien el deseo de olvidarles. Al contrario de lo que plantea el psicoanálisis, empeñado en escarbar en las profundidades del inconsciente, habríamos de imitar a aquellos príncipes que, acaso más por despistada magnanimidad que por escrúpulos morales, dejaban escapar vivo a aquel al que había jurado aplastar en su anterior momento de cólera.
Soy el primero en conocer los riesgos de la desmemoria. Temo como cualquier cartesiano al Alzheimer, porque nada, ni la muerte, parece tan temible como la destrucción de ese continuum que llamamos Yo y que solo está construido de recuerdos. Siempre he censurado la amnesia de los desagradecidos que abandonan a sus mujeres o a sus madres cuando ya no les son útiles, o la de aquellos que olvidan quiénes son y de dónde provienen para reclamar derechos y glorias que no se merecen de la noche a la mañana. Como convencido tributario del pasado, respeto profundamente aquellas religiones que honran a sus muertos -a su pasado en suma- y desconfío de esos flojos de corazón que se ilusionan con la aparición de un bello desconocido con la misma puerilidad con que desprecian la cercanía de aquellos que tienen el coraje de acompañarlos desde mucho tiempo atrás.
Y, sin embargo, hay algo en estas primeras horas de la primavera que deberíamos saber aprender. La primavera no regresa tras las fiestas del fuego, la primavera empieza de nuevo cada año. No me ilusiona especialmente que algo sea fresco y novedoso, lo que me interesa de la estación destinada a cambiar nuestro estado de ánimo y la dirección de nuestras nuevas aventuras es el poder que tiene para reducir a cenizas aquellas fuerzas del pasado que siguieron activas sobre el espíritu mucho más tiempo del que realmente merecían. Acabar con el rencor desde el olvido... desde aquello que Nietzsche llamó el pathos de la distancia, dejar de reprender a quienes no nos quisieron como creíamos merecer, entender que la venganza ya no será dulce, no por alguno de esos ridículos escrúpulos inoculados desde la sacristía sino porque, simplemente, ya no tendrá sabor. Escapar por fin, y sin recaída posible, de las garras del resentimiento, en ello reside la verdadera emancipación del ser humano, esa es la mayor promesa de la primavera. Esta es la mayor enseñanza que nos dejó el mayor de los poetas contemporáneos, Friedrich Nietzsche.