Saturday, January 29, 2011



LA CRISIS





Tengo algún que otro allegado en plena crisis. No me refiero a la Gran Recesión, como la llaman ya los sociólogos y economistas USA: ahí estamos todos. No, me refiero a una crisis personal. Lo están o, al menos, creen estarlo, que en estos tiempos tan dominados por la Psicología parece que viene a ser lo mismo.


Hace algún tiempo, durante mis largos años alicantinos, yo veía mucho a una amiga a la que llamábamos "Galáctica Estrella de Combate", por su afición a los tacones sexis, los tintes reflectantes y las cazadoras metalizadas, algo así como la novia del Doctor Spock pero sin orejitas puntiagudas. Soltaba unas peroratas de miedo sobre la profunda insatisfacción que la vida le ocasionaba y lo decepcionante que le resultaba su entorno, del cual por cierto formaba parte yo, que siempre he sido un poco bluff. En los momentos más delirantes de aquella verborrea hemorrágica, que los tíos -ya se sabe que somos gilipollas- tolerábamos sólo porque Galáctica estaba muy buena, le alcanzaba para lanzar incendiarias proclamas en favor del terrorismo. No ofendía demasiado aquello porque en su boca tenía algo de entrañable, folklórico y hasta almodovariano, un poco como si a la Terremoto de Alcorcón le diera por escribir el Manifiesto Comunista, vamos. Ante aquellas escenas tan circenses, que dejaban de tener gracia a la segunda noche de tabarra, yo dejaba de mirarle las tetas y pensaba en la magnífica colocación profesional de la que la moza disfrutaba, lo embelesado que le miraba su novio mientras asentía a sus sandeces como quien reza a la Meca, lo mona y delgada que era, la espectacular casa que le habían financiado los suegros en Santa Pola...







Acabé resolviendo que el verdadero problema de Galáctica (Estrella de Combate) era que, en realidad, no tenía ningún problema o, en todo caso, que el problema era la escandalosa evidencia de que estamos aquí ocupando como ratones esté sobrepoblado planeta, que tenemos que decidir a cada momento qué hacer con nuestras vidas y que -con gran pesar para todos excepto para los fabricantes de botox- el tiempo pasa y envejecemos a cada segundo sin la más mínima delicadeza, algo que ni siquiera Galáctica, tan guapa y tan explosiva ella, podía evitar. Sospecho que era eso -con lo caras que además son las cremas antiarrugas de calidad- lo que de verdad le despertaba tanto furor proterrorista.

Claro que no toda crisis es una simple impostura histérica. No sé si les suena una película francesa francamente recomendable y no demasiado conocida llamada La crisis. Un tipo de unos cuarenta, dueño de una vida convencional y perfectamente aburguesada, se encuentra una mañana con una nota de su mujer, que le indica que le ha abandonado por otro hombre y que no pierda el tiempo buscándola. En medio del impacto por la noticia, el tipo tiene que dar el desayuno a los niños, que salen de la cama en ese momento, y buscar a algún familiar piadoso para que se los cuide. Llegado a la oficina, el jefe le comunica que acaban de despedirle. Toda su vida al garete, vamos, o al menos, eso le parece a él en ese momento. Ya sin vida, sin lugar a donde ir, el tipo inicia un tour de force por el mundo para intentar recuperar a su mujer, cuyo paradero le es absolutamente desconocido.









Una consecuencia de los malos tiempos, esos en que a uno le llueven hostias como panes, es que descubres lo frágiles que son la mayoría de los vínculos que has ido trabando durante tu vida, a veces con enorme esfuerzo. Mientras vaga por la Madre Francia en busca de su esposa, el protagonista de La crisis acude a la mejor amiga de ella y, entre lágrimas, le pregunta si sabe algo. Esta le contesta que aunque lo supiera no se lo diría y que, en cualquier caso, "te mereces lo que te ha pasado por lo mal que te has portado siempre con ella." ¿Tiene razón? No lo sabemos, el relato no lo aclara, pero en estos casos es una ingenuidad pensar que el abandonado merece que le dejen tirado. En muchas ocasiones es incluso al revés: quien menos ha labrado el huerto del amor, quien menos ha peleado, el que de los dos jamás ha cumplido del todo su parte del contrato, ese es quien se siente legitimado para dejar al otro en la estacada.


Lo que sí se aprende en este tipo de situaciones es que siempre hay quien en el momento en que estás más hundido aprovecha para chafarte un poco más. No dejen a su subconsciente alentar en ustedes el secreto deseo de que les sobrevenga alguna suerte de desgracia; ya saben, esa perversión de la que habló Cioran y que consiste en querer experimentar la compasión ajena. A veces, lo que descubrirán es que están mucho mas solos de lo que se pensaban y que algunos que le sonreían afables había vivido anhelando secretamente verle a usted morder el polvo.




No creo sin embargo que toda crisis sea necesariamente negativa. No lo pienso ni siquiera de la presente crisis económica, por más que suene a sarcástico encontrar ventajas en una situación donde la gente se queda en el paro o pierde su casa porque ya no le alcanza para pagar la hipoteca. Y sin embargo, hay algo en esos tiempos en que la máquina de la prosperidad funciona a su mejor nivel que, como en un talgo que se queda sin frenos, se presiente que nos lleva a toda velocidad hacia la catástrofe. Es tal la paradoja humana, que es en los buenos momentos cuando tienden a deslocalizarse los espacios morales, esos lazos solidarios desde los que la tribu se hace fuerte y sin los cuales queda expuesta a la voracidad de los tiburones.





Quizá sea obvio que nunca estamos más lejos de los que sufren como cuando nos sentimos guapos, prósperos y exitosos. Piensen en ese invento tan perverso de las religiones al que llaman "caridad", que permite a los afortunados salvar su conciencia confirmando, con el acto supuestamente generoso, lo insalvable de su distancia con el desgraciado. También se podría pensar en que los pobres son justamente los que menos tiempo y ganas han de tener para pensar en las desgracias de sus vecinos. Y sin embargo resulta que es en el mundo de los poco hacendados donde la solidaridad -que es algo muy distinto de la caridad- fluye de manera más natural. Viajen a países poco opulentos o escuchen las historias que los viejos les cuentan de la posguerra y quizá me entiendan mejor.
No se trata de apostar por el conformismo ni -eso nunca- por la resignación, otra de esas virtudes alentadas desde las sacristías y que, como la obediencia o la mamarrachada aquella de la otra mejilla, envenenan desde hace milenios el atractivo de la conducta virtuosa. Creo que una crisis, más que un momento infortunado -aunque se perciba como tal- es una situación de desorientación, en la cual los viejos referentes en que nos apoyábamos han dejado de funcionar, y no sabemos muy bien en que otros valores habremos de instalar el tráfago de nuestras vidas. No sabemos qué resultará de ello ni si saldremos tan dañados que incluso la supervivencia misma se ponga en peligro. Pero es que eso en realidad nos pasa siempre, lo que sucede es que sólo en los supuestos malos tiempos percibimos nítidamente que estamos en peligro y que los peores enemigos imaginables esperan a la vuelta de la esquina.



Me importa bastante poco la incorrección política de mi conclusión: creo, en resumidas cuentas que de lo que se trata de ponerle cojones a la cosa. Ya ven que soy poco sutil, pero se ve que no doy para más, no me ha servido de mucho tanto estudiar. Sospecho que si la literatura de autoayuda se centrara en esta idea, la de que del fango se sale echándole huevos a la cosa, no tendríamos a tanto listo viviendo a costa de marujonadas como eso de "tus zonas erróneas" o que "te hace falta mejorar tu autoestima"...


Y, en todo caso -y esto sí que es autoayuda de la buena- ya se sabe aquello de que si no puedes vencer a tu enemigo únete a él. En otras palabras, y como hacen algunos con su úlcera o con sus neurosis obsesivas, si no puedes acabar con tu crisis, hazte su amigo, estudia sus ventajas y vuélvelas rentables.
Ojalá leas esto y te sirva.

Friday, January 21, 2011








¡SEÑOR, SÍ SEÑOR!











1. El pasado viernes 7, vísperas de después de Reyes, mis alumnos optaron casi unánimemente por no hacer uso de mis servicios profesionales. Vamos, que se la pelaron olímpicamente. Las razones que me dieron al lunes siguiente son un pelín sonrojantes: "es que mis amigos de Valencia no tenían clase". En buena lógica, espero que el día que su ayuntamiento declare fiesta escolar y en Valencia tengan que ir a clase, ellos sean solidarios con sus amigos capitalinos y decidan acudir al instituto. No soy muy optimista al respecto; en cualquier caso no pienso estar ahí para comprobarlo.




Más allá del problema que supone el absentismo escolar, creo que en los actuales establecimientos escolares españoles, y muy en especial los valencianos, tenemos un serio problema de laxitud y exceso de autoindulgencia. No albergo ninguna duda de que de eso tenemos la culpa todos, y muy especialmente los profesores, que por algo somos los responsables de dichos establecimientos. Sin embargo, no tengo la percepción de ser especialmente displicente en mi actitud profesional, y tampoco sonrío con complicidad cada vez que mis alumnos llegan tarde a clase, desatienden mis explicaciones o descuidan la preparación de las materias que les imparto. Muy al contrario, hago todo aquello que considero adecuado para que sean mejores estudiantes y mejores personas. Y eso es, por cierto, lo mismo que hacen la inmensa mayoría de mis compañeros. Porque sí, ya lo saben ustedes, los profesores somos unos mierdas y tenemos muchas vacaciones -tranquilos, no van a tardar en quitárnoslas-, pero si con los gestores políticos que suele tener la institución educativa las escuelas aún no se han hundido del todo, ello es gracias a los profesionales de la docencia. Y disculpen la soberbia, pero cuando a uno no le quieren, ha de aprender a quererse un poco a sí mismo.

Pues bien, ante el fastidio que me creó la superpelada, opté por una vía indirecta para atacar el problema. Les puse la primera parte del mítico film La chaqueta metálica, de Stanley Kubrick. Esta parte del relato transcurre en una isla donde los marines preparan a reclutas para el ejército americano. Como dice el sargento: "La mayoría iréis al Vietnam. Muchos no regresaréis". Las varias semanas que dura la instrucción son un ejercicio de crueldad, humillación y terror. El sargento, un hijo de perra de tal calibre que llega a producir risa por lo creativo que llega a ser en su despotismo, se dedica durante ese tiempo a gritar obscenidades, a convencer a todos y cada uno de "sus chicos" de que son una escoria y que lo único digno a lo que pueden aspirar en la vida es a obedecer ciegamente a sus oficiales, matar a todos los "amarillos esos del Vietcong" y acabar muriendo por el cuerpo de marines.








Muchas de las personas que han visto el film de Kubrick, entre otros algunos de mis alumnos, creen que hay razones en favor de la crueldad del sargento Hartmann. Y la principal es el Vietnam. Como dice Hartmann, la decisión y la falta de escrúpulos y titubeos con la que actúes en la selva es lo que va a diferenciar la supervivencia de que "Charlie te pegue un tiro en la nuca". Quizá después de todo no sea él el verdadero malo de esta historia. El odioso Hartmann es sólo una criatura de la guerra, una figura imposible fuera de una cultura de la guerra profesional como la que tienen los marines. Si el objetivo es que salgamos de la isla convertidos en sujetos perfectamente alienados, sin la más mínima voluntad propia, y si eso es lo que nos va a salvar el pellejo en la selva, entonces es que lo que verdaderamente hemos de rechazar no es a Harmann, sino a la guerra, a quienes la declaran, a quienes la fomentan, a quienes producen y venden armas, a quienes ganan elecciones porque lanzan a sus jóvenes a morir en los desiertos y las selvas.




2. Al acabar la proyección del film, lancé una pregunta a mis alumnos: "¿hay un término medio entre la crueldad de Hartmann y la absoluta laxitud de un instituto donde los alumnos pueden colapsar impunemente la vida del centro porque simplemente no les apetezca acudir a clase una mañana? Para mi sorpresa, algunos alumnos aprobaban los métodos de Hartmann.

Una alumna, en concreto, comparó esos métodos con los insultos que a veces ha llegado a recibir en entrenamientos del equipo en el que juega. Una frase del tipo "Eres una mierda" reconoce que le ha valido como "estímulo". Yo sólo le diría una obscenidad así a alguien de quien realmente pensara que es tal cosa y, si lo pensara -que no suele ser el caso- de algún alumno, no osaría decirlo. Es evidente que no sirvo para entrenar ni a un equipo de petanca, aunque no estoy tan seguro como mi alumna de que la única posibilidad de que un pupilo extraiga de sí mismo el máximo sea insultarle y maltratarle. Se me ocurre si, por esa regla de tres, no convendría aplicarle descargas eléctricas o hacerle la tortura de la bañera a los delanteros que fallan un penalty o a los defensas que no tiran bien el fuera de juego. Vivirían aterrorizados, y ya se sabe que la gente presa del pánico está más dispuesta a hacer lo que le manden.





No creo en cualquier caso que sea afortunada la comparación entre una práctica deportiva y una guerra. Pero, sobre todo, no creo que el ejercicio de la disciplina militar tenga nada que enseñarle al académico, entre otras cosas porque preparar a un joven para la universidad tiene poco que ver con prepararle para una guerra. Esto lo tienen claro el noventa por cien de los profesores que conozco. Es fácil de entender: si uno estudia Magisterio, Biología o Historia es porque seguro que lo que pretendía no era ser sargento, guardia civil o carcelero, profesiones sumamente dignas pero que no pueden estar espiritualmente más lejos de la de enseñante. Un aula no es un cuartel; si la gente piensa que debe serlo, entonces es que la sociedad tiene un problema muy serio respecto a los fines de la escuela.



¿Lo tiene? Empiezo a temer que sí. En una ocasión, hace ya tiempo, una alumna ucraniana de horario nocturno me dijo, tras haberle suspendido un examen, que difícilmente podía atender a mis clases puesto que otros alumnos cuchicheaban y molestaban durante mi ejercicio docente. A continuación, como tengo la costumbre -debo ser un débil- de escuchar a mis alumnos, me intentó transmitir la idea de que yo era culpable de no haber creado el ambiente de disciplina adecuado en el aula, y que disponía de las armas para evitarlo. Cuando me hablan de armas, yo siempre evoco aquellas de las que hacían uso con tanta frecuencia los maestros del Régimen, cuyo principio espiritual, "la letra con sangre entra", aplicaban la inmensa mayoría con un gran sentido de la responsabilidad, y algunos con particular -y sádica- contumacia. Supongo que la simpática ucraniana, que por cierto tenía un novio neonazi igualmente encantador, no se refería a armas tan contundentes, aunque nunca se sabe.





Hay una corriente de pensamiento muy extendida que responsabiliza al profesorado y a su supuesto trasfondo ideológico de que la disciplina haya huido de escuelas e institutos. En una ocasión, entendí lo profundamente reaccionaria que es esta postura escuchando a uno de los almuhacines de la radio de los obispos, el cual dijo que la culpa la tenían todos esos profesores de los años setenta que se empeñaron en aquello de que "a mí nada de Don José ni de usted, a mí llamadme Pepe y tuteadme". Este discurso reitera una y otra vez la idea de que lo que necesitan los niños es disciplina cuartelera y que la culpa de que sean indolentes la tienen las pedagogías libertarias cuya filosofía fecundó desde el sesenta y ocho la vocación docente de la mayoría de nosotros.

Creo profundamente en un bien entendido principio de autoridad, y creo que ahora mismo la autoridad del docente atraviesa una inquietante situación de incertidumbre, algo que, tanto como nosotros o nuestros alumnos, se deberían hacer mirar en general los ciudadanos, primero porque es un problema de todos, y luego porque quizá no se hayan dado cuenta de que sus representantes políticos llevan décadas haciendo muy poco por que la escuela pública salga de sus atolladeros.



Creo que la autoridad debe ser reconstruida, o, como dice Gerard Guillot en La autoridad en la educación. Salir de la crisis (Editorial Popular), perdemos el tiempo suspirando por el restablecimiento de la autoridad en las aulas, cuando en realidad lo que hay que hacer es instituirla. Creo que el éxito que en el reality -pensemos en Supernanny o en algunos instructores despóticos y odiosos de las escuelas televisivas de talentos artísticos- tienen últimamente las propuestas educativas basadas en el autoritarismo (que es la forma exacerbada y, por tanto, menos pedagógica de la autoridad académica) responden a que hay en la sociedad una demanda de orientación ante el miedo que la libertad nos produce. No estaría mal recordar además que los alumnos de un instituto no son críos de preeescolar como los de Supernanny, que se trata de formar ciudadanos y no de adiestrar perros, y que un aula es un sitio decente y no un plató de televisión. Por eso todas las soluciones "quirúrgicas" al problema me parecen inconvenientes, además de condenadas al fracaso, porque da la casualidad de que estamos en una sociedad abierta, y de que para poder ir por el mundo aterrorizando a los demás hace falta ir contra derechos esenciales.

Por mi parte, sigo creyendo, como Guillot, que la autoridad es compatible con el buen trato. Que deba reprender a mis alumnos, que a veces pueda y deba sancionarles, forma parte de mi trabajo y lo tengo perfectamente asumido. Ahora bien, si creo que la autoridad -que siempre es algo que se concede, y que no está instituido de antemano ni puede imponerse por la fuerza- se ha de basar en mi poder como castigador, es que entonces he confundido mi profesión. La autoridad es otra cosa. Como dice Guillot, no se trata de creerme "autor" del otro, en todo caso he de ser autor de situaciones que propicien la autonomía: "la autoridad está facultada para fecundar la libertad."

Estamos en una situación sumamente complicada. Sospecho que si mis alumnos no saben cuáles son los fines del establecimiento al que acuden diariamente es porque la tribu entera ha olvidado para qué lo creó, lo cual es preocupante. La solución no es, como creen algunos, reinstituir la práctica del castigo sistemático ni convertirnos a los profesores en trasuntos del Sargento Hartmann; ni siquiera podemos ya pensar en nuestros días que la autoridad nos la dan los muchos conocimientos que tenemos y que se reconocen en nuestra titulación como especialistas en Filosofía, Historia o lo que sea. Tenemos como profesores un compromiso con la sociedad, una sociedad que se manifiesta ante nosotros en la mirada del chico que se sienta en un pupitre a dos metros de la tarima. Tenemos un compromiso ético, además de profesional con ella, un "contrato social", en el sentido más rousseauniano de la palabra. Debemos cumplirlo, incluso aunque a veces sea la propia sociedad la que olvide su parte del contrato.





Es sobre el respeto a la palabra dada que construiremos la autoridad por cuya supuesta pérdida suspira todo el mundo últimamente. Piensen en ello, por favor. Mientras tanto, hagamos un esfuerzo por tratarnos con respeto. Y pueden tutearme si les apetece.

Friday, January 14, 2011







ZOMBIS









1.Soy un zombi. Para ser más preciso, llevo una semana siéndolo. La causa es una gripe devastadora. Y cuando digo devastadora, quiero decir capaz de poner en crisis mis más profundas convicciones. En sus ejercicios más radicales de escepticismo, a Descartes le daba por ponerse a dudar de la verdad de su propio cuerpo.


Yo no he necesitado jugar a filósofo para creer que mi cuerpo podría dejar de pertenecerme: me ha bastado caminar unos minutos por la calle en lo más crudo de la dolencia para que lo que en Descartes era una especulación se convirtiera para mí en una sensación real. A esa ingravidez por la cual uno, más que caminar, tiene la impresión de flotar, se añade un cuadro completo de funciones básicas que ponen en suspenso su relación con el mundo. Así, parece que todas tus afecciones -el dolor, el frío, un agotamiento casi metafísico, la cavernosidad de la respiración- provienen del interior; del exterior, por contra, no hay noticias: no oyes lo que te dicen y, si te pegaran una hostia, probablemente no te harían daño.





Hay otros efectos secundarios pero que no dejan de confirmar tu crisis de identidad: no bebes porque el vino te sabe rarísimo, dejas de interesarte por el tabaco, no piensas ni un segundo en tener relaciones sexuales... ni siquiera los que te irritan parecen ya capaces de desatar tu furia. Hablando de sexo, se ha producido en mí un efecto que los ex-fumadores compulsivos describen con frecuencia: no pueden entender que alguien disfrute con eso que ellos adoraron como se adora a un Dios. A mí me está pasando: desde que soy un zombi no me interesa el sexo, y lo que es peor, no sé por qué hasta hace cinco días me interesaba tanto.


Quizá encuentren ustedes algún aspecto positivo dentro de este paisaje desolador. Hay quien, en estos casos, te dice que estar enfermo es la mejor manera de apreciar el valor de la salud. Es posible, pero a mí me suena igual que si me dijeran que si te dan una paliza de vez en cuando aprecias más el valor de no tener rota la mandíbula.

2. The walking dead, la serie de éxito mundial que acaba de estrenar la Sexta, ha conseguido algo más que poner de moda a los zombis. Esta serie, al menos en algunos de sus pasajes más astutos, recupera algo de aquella inspiración tan especial con la que los relatos por entregas eran capaces de emocionarnos en épocas arqueológicas de la televisión. Actores de segunda fila, diálogos básicos, zombis que salen de un estudio de ambientación y maquillaje y no del diseño por ordenador... Es una serie ingenua si quieren, pero tiene algo básico, muscular, algo que se sobrepone a cualquier insuficiencia porque consigue enganchar poderosamente con el espectador.

Jamás me han interesado los zombis. Es más, no puedo entender que haya quien lea novelas malísimas sólo porque sean sobre zombies, como tampoco llego a digerir la existencia de un prolífico género de "vampirismo romántico", que por lo visto ha hecho furor en los últimos años. Presumo, además, que este tipo de ciencia-ficción tiene un atractivo inconfensable, y es que a los zombis hay que dispararles al cerebro para hacerles el favor de sacarlos de su estado de "no muertos", con lo cual uno evita de paso que le arreen un mordisco en los genitales. Así, las pelis de zombis -y en esto Walking no es una excepción- se convierten en sanguinolentas ensaladas de tiro al blanco, de manera que los héroes pueden pasársela friendo a tiros en el cráneo a los malos sin peligro de atentar contra la corrección política. Hay, además, infinidad de juegos on line que van de lo mismo: usted tiene una recortada y espera a que, lentamente, se le vayan acercando los zombis para dispararles y escuchar con satisfacción el sonido de sus cabecitas estallando y llenando de sangre la pantalla... todo virtual, eso sí.
Pero no se engañen, The walking dead es interesante porque, en contra de lo que pueda parecer, no se trata de matar zombis, sino de construir tramas humanas. No son los paseantes los que van a hacerle interesarse por este relato. Como malos, los zombis son más bien planos y poco seductores; los realmente interesantes son los vivos. Ellos y su temor a terminar convirtiéndose en uno más de los malolientes demonios que les rodean. Más o menos igual que cualquiera de nosotros.


3. Bien pensado, estamos más rodeados de zombis de lo que nos pensamos.




Se sabe de ellos desde hace mucho, y no los han inventado los dibujantes de cómic. El mito proviene de los cultos vudú, y se asocia a un ritual por el cual un hechicero resucita a un muerto para apoderarse de su voluntad y convertirlo en esclavo (Eso explica por qué son algo lentos, caminan de manera más bien desgarbadilla y no destacan por su buen olor). Hay estudios científicos que lo asocian a cierta sustancia, la tetrodotoxina, producida por el Pez Globo, muy característico de las costas del Caribe, y que pueden llegar a producir en quien la ingiere masivamente un estado de muerte aparente, algo así como una catalepsia, pero con la peculiaridad de que el sujeto está perfectamente consciente.

En el mundo de la informática se aplica el concepto de "ordenador zombi" a aquella terminal de la que se han apoderado agentes externos, de tal manera que funciona y lleva a cabo operaciones, pero no responde a nuestras instrucciones. Me parece sin embargo más interesante el aprovechamiento que de la metáfora ha hecho fortuna en algunos análisis de la economía financiera en los tiempos de nuestra Gran Recesión. En su estupendo trabajo ¡Huy! Por qué todo el mundo debe a todo el mundo y nadie puede pagar, John Lanchester se sirve del concepto de "bancos zombis". Serían aquellos que, en la actualidad, han quedado sin activos ni patrimonio suficiente para llevar a cabo operaciones de inversión, de tal manera que se limitan a esperar a que la tormenta escampe sin declarar la quiebra en la que, en cualquier caso, se encuentran. Lo razonable sería que los Estados cerraran estas empresas, pues con su subsistencia pasiva, no solo no colaboran a que la economía salga del círculo vicioso de la retracción y la inactividad, sino que agravan su situación patológica, pues para sobrevivir necesitan que se les inyecten considerables cantidades de dinero público. Lanchester está convencido de que si no eliminamos a nuestros zombis la economía no se reactivará:
"Con los zombis de las películas de terror es relativamente fácil tratar: no tienen inversores, no contratan grupos de presión, no donan fondos a partidos políticos y no pueden coger el teléfono y atemorizar a políticos importantes."




La verdad es que no terminan de darme mucho miedo los zombis de las películas, pero creo que la metáfora de un mundo zombizado tiene trazos muy amenazantes. Por ejemplo, yo, que trabajo en la docencia, me pregunto a veces si los establecimientos educativos no son actualmente zombis. Sobreviven, demandan continua inyección de energía en forma de dinero, aparentemente funcionan... pero no producen nada más que el simulacro de su misión histórica: educar a los futuros ciudadanos. Eso sí, reparten bonitos títulos y, lo verdaderamente importante, tienen a la gente entretenida unas horas al día.





Saturday, January 08, 2011












1. EL HUMO CIEGA TUS OJOS.












1.Las últimas leyes aprobadas en España contra el uso del tabaco parecen haber convertido definitivamente el hecho de fumar en una práctica proscrita. Ya hace tiempo que en EEUU el tabaquismo es un signo que delata marginación . El que fuma, o forma parte de una minoría social con pocas expectativas de construirse una vida realmente atractiva, o pertenece a un estrato social blanco y protestante a cuyas exigencias no es capaz de responder, no al menos sin serios efectos de estrés y ansiedad, de los que el consumo de cigarrillos sería un síntoma. Fumar es, entonces, igualmente culpable: o se fuma obscenamente en las calles inhóspitas y mal asfaltadas de un barrio pobre -como se vomita, se negocia con una prostituta o se bebe directamente de una botella de whisky barato- o se fuma a escondidas, como ese enfermo que, para ocultar su mal a los demás, se retira hacias las sombras durante los instantes en que duran sus temblores.


La ley tiene razón, desde luego, aunque el gobierno habría hecho bien en pedir perdón a los bares por haber obligado a muchos de ellos a invertir para adaptarse a la normativa de hace unos pocos años, legislando después nuevamente en sentido más contundente, con lo cual se reconoce implícitamente que la ley fue inoperante y, por tanto, equivocada, creándose además con tanto trajín legislativo un evidente perjuicio económico sobre los hosteleros. Nada que objetar por lo demás: se debe dejar de fumar en los espacios públicos, es así de sencillo, no creo que haga falta explicar las razones.


Algunos fumadores vienen quejándose desde hace aproximadamente quince años por sentirse objeto de una persecución. Lo que les relato a continuación tiene ya tiempo. Saqué un cigarrillo en un bar y, como solicitando permiso para encenderlo, lo mostré a las dos únicas personas -una pareja de unos sesenta años a los que no conocía-, que ocupaban mesa en aquel momento en el lugar. El caballero me respondió ofendido, no entendiendo que un correligionario suyo como yo era se humillara de aquella forma, y me quiso hacer ver que lo que debía hacer era escender ostentosamente el pitillo de la discordia y fumármelo ante el mundo con un par de cojones y sin encomendarme ni a Dios ni al diablo. Para tranquilizar su ira sacó su paquete de rubio americano.







A ojos de alguien así, no es extraño que el devenir de los acontecimientos se lea en clave de persecución poco menos que totalitaria. De ver fumar a nuestros profesores en las aulas, a los médicos en los hospitales y al presidente del gobierno en su reunión con el jefe de la oposición, hemos pasado a ver cómo los prohibicionistas han ido ganando terreno hasta el momento actual, en que el único espacio que parece quedar libre del cerco de vigilancia sobre los fumadores es el puramente doméstico, donde habrán de ser las personas que conviven voluntariamente las que decidan como reglamentar su vida en común, de lo cual tan solo debe poder derivar una consecuencia: el fumador debe renunciar en favor de quienes no lo son, empezando por los niños. Es una pura cuestión ética.



Es significativo que los enemigos de esta ley no hayan atendido demasiado al hecho de que los únicos espacios públicos y cerrados donde se consiente el uso del tabaco sean los centros penitenciarios y los de salud mental; la excepción legal nos instala en la cultura de que el tabaquismo es una enfermedad y que, por tanto, son sujetos peligrosos, capaces de dañar físicamente a otras personas o a sí mismos, los que tienen permiso para controlar sus nervios mediante un tóxico adictivo. (Dicho sea de paso, me pregunto qué pasa con quienes ocupan una celda donde hay fumadores y, por muy delincuentes que sean, disfrutan tan poco tragándose el humo del tabaco del vecino como cualquier fumador pasivo que resida fuera de los muros de la prisión)



Y es que su derecho a la normalidad lo que el fumador reclama. El detalle que suele olvidar, sin embargo, es que el objetivo de la legislación contra el tabaco, extendida en mayor o menor medida en las naciones desarrolladas, no busca culpabilizar al fumador, sino proteger al no fumador; no pretende tanto reprimir al que fuma como liberar a los demás del humo que ellos no han producido. Las mayoría de argumentos que escucho en contra de la ley parecen obviar este orden de prioridades.









Ello responde a un problema de educación respecto a los usos de la libertad muy extendida entre los españoles, especialmente entre aquellos que -me da igual a quien voten- ignoran que ser libre no es "hacer lo que me dé la gana y porque puedo". Al ex-presidente Aznar, por ejemplo, en una de esas exhibiciones de masculinidad varón dandy que tan mal le quedan, mostró su hostilidad hacia quienes pretendían prohibirle que se pusiera al volante con alguna que otra copita al ironizar sobre las campañas de Tráfico contra la conducción bajo los efectos del alcohol. En términos aún más obscenos se ha pronunciado el bocazas del alcalde de Valladolid, quien se ha referido a cierto poema, atribuido comúnmente a Bertolt Brecht, para comparar la guerra contra el tabaco con las persecuciones ideológicas. Incluye entre sus perlas una delirante asociación entre la llamada de la ministra Pajín a denunciar los incumplimientos y la técnica nazi de extender la práctica de la delación ciudadana en la persecución de los judíos.


Este tipo de manifestaciones arrastra aires de familia con respecto a las de quienes se quejan porque si le tocas el culo a una compañera de trabajo te pueden expedientar por acoso sexual, porque no puedes tirar desechos industriales en el río como "hemos hecho aquí toda la vida sin que pasara na", porque no puedes inflar de perdigones a cierta especie protegida por culpa de "unos cabrones de Greenpeace" o porque si le pegas dos hostias a tu hijo igual viene una asociación a denunciarte. Sí, como dijo una vez cierto concejal del PP en Asturias cuando creía que nadie le oía: "la culpa de todo la tiene la puta democracia".








2. Sólo yo conozco bien la naturaleza de mi relación con el tabaco. El último cigarrillo de bar de mi vida me lo fumé hace aproximadamente una semana. Estaba a gusto y, como suelo hacer porque cada día soy más perezoso para joder gratuitamente a mis prójimos, me alejé un metro de los compañeros de mesa para no hacerles comulgar demasiado con la rueda de molino de mi humo. En cualquier caso hice mal, lo cual no significa mala conciencia católica, sino que tengo dos dedos de frente para entender que no vivo sólo en el mundo. Es cierto que algunas personas no parecen irritarse demasiado por su condición de fumadoras pasivas, pero sospecho que la inmensa mayoría han tragado con la dictadura de los fumadores a lo largo de sus vidas porque no han tenido otro remedio. "Te tienes que comer sin chistar el tema porque si no no tienes amigos", me dijo una vez alguien que detestaba el olor del tabaco. Es cierto que enciendo un cigarrillo muy de vez en cuando en un lugar cerrado, y que lo hago tan solo cuando me siento especialmente relajado y disfruto de la compañía: no volveré a hacerlo, pero no serán los demás los que se pierdan ese momento sublime que a mí me retrotrae a la liturgia del western y la pipa de la paz: seré yo quien se lo pierda, qué le vamos a hacer. No habrá pues tabaco en lugares públicos, ni siquiera contemplaremos más esa imagen zoológica de los tipos amontonados en un pequeño cuadrante virtual -casi parece una de esas recintos cerrados con rayos láser de las pelis de ciencia ficción- como encontrábamos hasta hace unos días en la T4 de Barajas.


Dicho todo esto, un par de pequeñas matizaciones, creo que puedo permitírmelas después de todo lo que he dicho para convencerles de que las reticencias que expongo a continuación no son consecuencia de resentimiento alguno respecto a las legislaciones restrictivas que han ido cayéndonos encima en los últimos veinte años.









En primer lugar creo que sí son oportunas las apelaciones a los peligros del "biopoder" que algunos autores, por ejemplo Josep Ramoneda, han asociado en los últimos tiempos a la persecución del tabaquismo. Si ustedes ven cualquier película de los años cincuenta observarán que el cigarrillo es un rasgo de buen porte, virilidad y distinción. Desde que en los años sesenta se empezó a advertir seriamente de que fumar producía cáncer, es razonable que la buena imagen de la práctica fumatoria haya decaído sensiblemente. Ahora bien, una cosa es que no se nos informe de que fumar es insalubre, y otra esa dificultad creciente que vamos teniendo para entender la separación entre la vida privada y la vida pública. La ley contra el tabaco no coarta las libertades, las protege, de acuerdo, pero hay una tendencia muy marcada en las sociedades contemporáneas a convertir el cuerpo en un espacio a proteger y controlar aún en contra de la voluntad de los sujetos mismos. Aceptamos así con naturalidad que un grupo de personas sean vistas 24 horas al día en todos sus actos dentro de una casa como sucede en los reality show, donde es precisamente la vida privada lo que constituye el por lo visto fascinante espectáculo. Hay que ser muy cínico para encerrar a diez jóvenes en una casa repleta de cámaras durante tres meses y luego pasarse el día pontificando previniéndoles contra el odioso hábito de fumar que muchos tienen.


En una ocasión, en medio de un debate en clase con alumnos de la ESO sobre el tabaquismo, un compañero muy militante en el tema, aclaró a los alumnos que si los anti-tabaco insistían tanto en que había que legislar porque el humo molesta a los que no fuman era, en realidad, porque "lo que pretendemos es que la gente deje de fumar... A ver si así", dijo el caballero, "entienden lo estúpido que es ese placer demoniaco que creen sentir cuando se meten la mierda esa en la boca". No voy a relatarles las conductas adictivas y tóxicas a las que el personaje se dedicaba contumazmente, pero creo que al lado de las leyes contra el tabaco debería haber algunas más contra los intolerantes y los fanáticos que se disfrazan de redentores para intentar hacerle la vida un poquito más desagradable a sus congéneres.




Otra cosita. El tabaco cuesta muchas muertes, pero tengo la sospecha que la persecución de ciertas drogas puede llegar a formar parte de un higienismo social muy facilón si no va acompañado de un discurso mucho más global y afilado sobre ciertos hábitos muy extendidos y con los que los poderes instituidos son extrañamente indulgentes. Si quieren les hablo de los indeseables que todos los días llenan mi barrio con la mierda de sus perros, algunos de los cuales por cierto se alejan de su casa para que sus entrañables amigos caguen en el jardín que hay bajo mi balcón. Me gustaría también que habláramos sobre las enfermedades y el estrés que genera la contaminación de los automóviles, a pesar de lo cual seguimos estando muy lejos de unas ciudades libres de la tiranía de los automovilistas. Son también muchos de estos los que, un poco con sus motores, y un poco con sus aparatos incorporados de alta fidelidad, hacen mi vida más difícil y desagradable con una contaminación acústica como la de mi ciudad, que parece convertirse en una casa de locos con tanto ruido. ¿Quieren que siga? Abrámonos a la modernidad, rompamos al fin con el tercermundismo... Pero hagámoslo de verdad.


Me voy a fumar... al balcón, como ya hacía por cierto antes de que Leire Pajín me lo ordenara.







3. Háganme caso, vean el capítulo fundacional de la serie Mad men, titulado precisamente El humo ciega tus ojos. El grupo de cerebros del marketing que protagonizan la serie está buscando una fórmula publicitaria -son los años sesenta- para que la mítica marca Lucky strike se posicione ante las opiniones cada vez más extendidas entre algunos médicos de los Estados Unidos que opinan que el tabaco es cancerígeno. Casi todo el mundo, por cierto, fuma en la serie en las oficinas, en los pasillos, en los domicilios, entre las comidas, se diría que es un rasgo de masculinidad e integración social. Lo más llamativo es la absoluta naturalidad con la que lo hacen y la ironía con la que reciben tales opiniones, mas o menos la misma con la que escuchaban a los charlatanes que explicaban convencidos que los alienígenas nos visitaban en sus platillos volantes a diario. Los tiempos cambian. No se la pierdan.