Friday, June 25, 2010













ESPAÑA







La escena transcurre en cierta localidad de las planicies castellanas, dentro de la oficina del Jefe de Estudios de un instituto de reciente construcción y que incorporaba todas las maravillas arquitectónicas exigidas por la Reforma Educativa iniciada en los años ochenta. Una profesora de mediana edad, exagerada en el maquillaje y en los gestos, con alguna operación de morros y tetas a cuestas, le espetaba al Jefe de Estudios algo así como: "¡Yo, que soy una luchadora, que me fui a Madrid yo solita a estudiar y que he hecho leer a mis alumnos hasta el Ulises de Lloice... que me metáis ahora a un subnormal en clase, coño, Paco, es que es muy fuerte!", todo eso sin dejar de sostener el bocadillo de sobrasada que le dejaba alguna que otra marca encarnada entre sus siliconosos labios.







¿Por qué les cuento esto? Es el ejemplo que ahora mismo me viene a la cabeza, de los miles que podría ofrecerles, para explicar que el gran problema oculto de los españoles es el de la falta de lucidez. Si orientamos astutamente el análisis, encontramos que ese defecto explica la actual zozobra económica, el desastre educativo, la colonización industrial, la falta de productividad, la impotencia institucional, la impunidad de los corruptos o el caos organizativo mucho mejor que la presunción de que los españoles somos idiotas, que solo nos podemos de acuerdo para decidir dónde matarnos o que en el fondo somos todos unos zánganos. La señora de la que les he hablado parecía estar ciertamente un poco loca. He encontrado muchos así en mi profesión y les aseguro que los hay absolutamente pintorescos, lo cual puede reforzar la teoría de que nuestro mal es el del quijotismo, es decir, que uno tiene que convivir en cualquier sala de máquinas con tantos lunáticos que lo raro sería que el país funcionara.



Pero creo que esa sensación en realidad es producto de algo mucho más profundo y en lo que sospecho que no nos fijamos: en este país cuanto apenas acabamos de quitarnos la boina. Ese es nuestro auténtico Mal, no tanto porque haga un par de semanas que hemos dejado de ser una sociedad feudal, sino porque se nos ha olvidado demasiado pronto.










Cuando allá por los años veinte mi abuelo empezó a jugar en el Valencia CF, toda su familia se desplazaba en una tartana desde las huertas de Benicalap hasta la acequia de Mestalla. Llegaban, ataban al burro y Arturet salía ya vestido de corto para entrar en el estadio y liarse a marcar goals (entonces se llamaba así, goal... igual que el nueve era un center forward y el juego que acababan de traer los ingleses se llamaba foot-ball). De eso hace mucho, claro. En aquel tiempo, Benicalap era un pueblo en toda la extensión de la palabra, y su gente acudía al cap i casal solo de vez en cuando. Ahora no es más que un barrio más de la capital y hasta su mercado puedes llegar andando o en metro sin atravesar un palmo de huerta.



Acudan a cualquier suburbio de una gran ciudad. Verán, por ejemplo, una vieja casa con jardín que hace raro en medio de tantos bloques inhóspitos y grises. Pues bien, hace mucho menos de lo que nos creemos, esa casa dominaba el lugar y a su alrededor había chozas, alquerías, huertas naranjas y un páramo donde la gente cogía caracoles con la intención de cenárselos.








Un viejo amigo riberenc, ahora ejerciendo un sofisticado cargo de profesor e investigador de Sociología por la Universidad de Valencia, me confesó recientemente el vértigo que le producía hablar tanto sobre nuevas tecnologías, la I más D, los planes de Bolonia, las redes sociales de Internet o los retos de la nueva economía, cuando "resulta que yo, a mis cuarenta años, he visto rebaños de cabras por las calles de mi pueblo y en algunas casas tenían su marrano para matarlo cuando llegaba el invierno..."

Se me ocurre pensar, por si no les basta el anecdotario, en algo que me pasó hace unos años. Estaba sentado leyendo el diario en un banco de la gran avenida junto a la que vivo cuando un viejo se me puso al lado. Superé la estúpida impaciencia con la que decidimos eludir cualquier
conversación con un desconocido y, al darme cuenta de que el viejo sabía muchas cosas, decidí aprovechar la ocasión e interrogarle, sobre todo cuando advertí con cierta perplejidad que lo que para mí es una simple avenida, para él era "la autopista". Entendí entonces que él, que siempre vivió allí, veía desde su pueblo la gran ciudad a la distancia, que todo lo que ahora es calzada para automóviles era entonces un entramado de huertas y acequias, que de lo que ahora vemos tan solo estaba "esa pequeña capilla con su campanita para avisar a los pobres de que les daban de comer", y que "allí donde usted ve ahora la Seat lo que había era una granja de cerdos y que su dueño era el más rico del pueblo, y acudía al Banco de Valencia con los cerdos detrás y todo el mundo lo sabía porque dejaba olor, pero en el banco le abrían todas las puertas porque tenía más dinero que nadie..."





El viejo no hablaba del siglo XIX, hablaba de hace muy poco: "después hicieron la autopista y todo ya cambió muy rápido. Aquel hombre había experimentado el mismo vértigo que mi madre, que dice que está muy bien que haya neveras, "porque la comida se estropeaba en las alacenas y a tu abuela le ponía eso enferma" y "porque antes tenías que ir con cántaros a por agua", pero la verdad es que de cría, allá en el pueblo, le hubiera resultado impensable un mundo tan distinto.






No sé si mi madre piensa en eso con frecuencia, quizá no le gusta pensarlo demasiado, porque siempre he sospechado que en este país respecto a las penalidades del pasado la gente prefiere no pensar ni hablar demasiado. Yo siempre tiré mucho de la lengua a mi abuela y sé lo que significa mantener una mentalidad preindustrial en una España como la que se empieza a configurar sobre todo a partir de los sesenta y cuaja definitivamente con la democracia y la modernización política y económica del país.

Pero quizá el problema no sea de mi madre ni de aquel anciano del banco de la avenida. Creo que la esquizofrenia que arrastramos es producto de la velocidad desorbitada a la que nos hemos subido a trenes que no hemos inventado. No tuvimos revolución industrial ni burguesía, pero vivimos en una democracia que casa a los gays y somos supuestamente una potencia económica. A veces tengo la impresión que la modernidad y su concreción en prosperidad y libertades son un producto precocinado por otros que nos estamos comiendo tras descongelarlo. Esto a la fuerza tiene que producir vértigo en la gente, por eso uno tiene que relacionarse cada día con unos cuantos locos.





Deberíamos todos hacernos una pregunta: ¿cuántas generaciones me separan del hambre? España está llena de gilipollas, herederos de aquel fantasmón grandilocuente que declaraba el trabajo con las manos "propio de judíos" y que aspiraba a ser clérigo o caballero, que pueblan las oficinas creyéndose que su supuesto alto linaje no tolera cosas como tener en el aula a un niño con síndrome de Down. Pero la realidad es que mis abuelos tenían las manos encallecidas de secarral castellano, unos, o las piernas mordidas por culebras de acequia, los otros.






¿Saben? Tengo una vecina que vino hace cincuenta años de Jódar, un pueblo de Jaen. "¿Qué vino, usted, María, a casarse?"... "Qué a casarme, vine porque allá nos cagábamos de hambre"
Está bien ponerse muebles de Ikea, tener a una chica hispanoamericana cuidando al crío y comprarse un automóvil bonito. Está bien eso y, sobre todo, tener un grifo del que -milagro- mana agua. Y lo que sobre todo es un lujo es no pasar hambre y no tener que agachar la cabeza con humillación cuando nos cruzamos con un preboste o un hacendado, como sospecho que les pasaba a mis abuelos.

Lo que temo es que se nos olvide demasiado fácilmente quienes somos y de dónde venimos.


Friday, June 18, 2010



BAUDRILLARD Y LOS
IMPOSTORES



1. El gran teórico contemporáneo de los simulacros, Jean Baudrillard, fue con frecuencia objeto de críticas francamente ácidas e incluso de burlas, como cuando se le acusaba de ser cínicamente banal por aquello que dijo de que "la Guerra del Golfo no ha tenido lugar", o cuando, a su muerte, se insinuó de manera algo macabra si se trataba según sus propias teorías de un simulacro de muerte y no de una defunción real.


De haberse preocupado de leer sus libros quizá hubiera entendido que lo que el filósofo francés intentaba decir era que las sociedades occidentales habían conseguido resguardarse contra algo por definición amenazante como es el acontecimiento a base de producirlo previamente. Esta teoría es ciertamente osada, no lo dudo. Supone que lo que cualquier historiador presenta como acontecimientos -la guerra, las grandes decisiones de Estado, las contiendas sociales- son de alguna secreta forma producidos en el in vitro de los media, de tal manera que cuando, sentados ante el televisor, los damos por verdaderos, en realidad no estamos cuestionando que el principio de realidad desde el que siempre hemos juzgado si algo es verdadero o falso, real o ficcional, ha entrado en situación de incertidumbre, de manera que ya no podemos sentirnos seguros en él. Baudrillard no dijo nunca que no hubiera muertos en el Bagdad, lo que dijo es que aquella guerra había sido diseñada desde laboratorios mediáticos, lo cual invalida la condición tradicional de la guerra entre naciones, convirtiendo la muerte y el despliegue de armamentos y declaraciones en una especia de espectáculo siniestro de telediario. Cuando los medios se baten en retirada, la muerte sigue, pero la guerra ya no es real, ha salido de las pantallas.


Este planteamiento afecta a lo que supuestamente no es objetivo de los reporteros. Los padres protegen a los niños de las calles, de sus profesores, de los demás niños... fabricando para ellos un mundo virtual y eternamente infantil. Los psicólogos nos protegen contra el amor, esa máquina de producir dolor y frustración. Internet nos permite tener relaciones sexuales sin el temor vírico a la promiscuidad del contacto. Con facebook podemos tener docenas de amigos y darle a la tecla delete cuando hacen eso que terminan haciendo siempre los amigos, que es ponerse pesados o traicionarnos. El café no tiene cafeína. El jamón es bajo en sal. La paella se calienta al microondas...



Sí, quizá la de Baudrillard sea una interpretación abusiva y maximalista de una serie de fenómenos que acaso no constituyen toda nuestra vida. Pero el hecho es que tenemos miedo. Miedo a los otros, esencialmente. Miedo a que nos contagien, a que nos seduzcan, a enamorarles. Miedo a los delincuentes, a separarnos del guía turístico y conocer, entonces de verdad, la ciudad que visitamos y que ya no se parece a la que presentaba la guía. Miedo a los virus, al colesterol, al envejecimiento, a las arrugas. (En esa ansiedad encuentran su target las empresas que venden las nuevas formas de salvación, una estafa semejante a la de los que vendían crecepelos en las antiguas ferias, pero que extiende ilusión entre las gentes, lo cual siempre ha producido crasos beneficios). La alergia se convierte en la enfermedad del momento, pues se produce por el rechazo al contacto con lo que nos es extraño, de manera que, preservados en la burbuja de la salud, la higiene y los alimentos sin elementos agresivos, terminamos por ya no saber producir anticuerpos, con lo que nos volvemos vulnerables a todo.


Quizá tenga algo de intolerable la metáfora de Baudrillard, que amenaza con el "Crimen perfecto", ese tiempo en el que conjuramos el peligro de lo real sustituyéndolo aquí y allá por una refinada red de simulacros. Pero ¿no tienen a veces la sensación de que todo es de mentira? Quienes siguen creyendo en la alta política, por ejemplo, no parecen haber escarmentado entonces de la participación, los sondeos de opinión, el liderazgo, la gobernabilidad, la oposición y todas las demás engañifas con las que los profesionales de la política montan la escena con la que se nos da a creer que todavía hay estadistas razonables y expertos cuidando de nosotros.




2. Evra, lateral derecho de la selección francesa, derrama unas lágrimas mientras suena La Marsellesa en Sudáfrica. Ya solo es posible emocionarse con el himno universal contra la tiranía siendo un negro. Cuando estuve en París callejeé tanto como merece una ciudad tan infinitamente hermosa, pero sólo vi africanos y árabes. Al volver al hotel me encontraba con los franceses, todos estaban en la televisión, allí solo salían blancos. Enigmática impostura, el europeo que protagoniza las leyendas que ahora empiezan a forjarse llegó en una patera. Quizá sea ese un buen motivo para emocionarnos de nuevo con La Marsellesa. El lepenismo, por contra, haría bien en no ver el Mundial.


3. Los aficionados sudafricanos cantan, bailan, hacen sonar las insoportables vuvuzelas durante todo el partido, al que han acudido disfrazados o vestidos con trajes de colores. Los africanos han entendido que el verdadero espectáculo no es el que se anuncia porque, en realidad, el fútbol aburre a casi todo el mundo... Accedemos entonces a un espectáculo sociológico en toda la extensión de la palabra: exhibirse inocentemente, presumir de belleza, de ropa, de danza, de alegría. La felicidad que denotan nos resulta ininteligible. ¿No eran pobres? Debemos aprender a mirar de otra manera.


4. Jimmy Jump es básicamente un idiota. No importan nada sus razones, ni las de Mark Roberts, el menda impresentable que salta desnudo a los estadios con unas borlas de Navidad atadas a los huevos. Jimmy, agente comercial de treinta y cinco años, dice sentir "algo especial" cada vez que da rienda suelta a su condición de "saltador profesional". Ridículo pedirle no hacer daño al ilusionado cantante que en ese momento trataba de labrarse un futuro y cuya actuación fue ignorada por su culpa. "Notoriedad", esto es lo único que busca este gilipuertas. Pero la idiotez es un destino en el tiempo que Andy Warhol profetizó que sería aquél el que "todos tendríamos derecho a nuestros quince minutos de fama". Queda muy lejos aquel tiempo de los espontáneos de las plazas de toros, tipos hambrientos que saltaban con la chaqueta a modo de muleta y trataban de demostrar al mundo que merecían una oportunidad. Enciendan la tele y verán que se ha llenado de jimmys jump capaces de aguantar cualquier humillación por adquirir notoriedad. No sabe hacer nada, no sale para mostrar al público que también podría cantar en Eurovisión, simplemente, como esos exhibicionistas de los parques que enseñan un pene ridículo, desea que le miremos. En ese sentido, este idiota es un destino, un destino bastante cutre, por cierto.


5. Tommaso Debenedetti se ha tirado más de una década vendiendo a los periódicos entrevistas falsas. El problema de los sinvergüenzas es que además nos intentan demostrar que tienen sentimientos y que creen estar haciendo cosas buenas por el mundo. Tiene razón en una cosa: "Mi idea era ser un periodista cultural serio y honrado, pero eso en Italia es imposible. La información en este país está basada en la falsificación. Todo cuela mientras sea favorable a la línea editorial, mientras el que habla sea uno de los nuestros . Yo, simplemente, me presté a ese juego para poder publicar y lo jugué hasta el final para denunciar ese estado de cosas." ¿En qué pensaba el director del diario de Nápoles cuando le compró a este tipo una entrevista a Obama o a Ratzinger? ¿Importa realmente que la información sea verdadera, o más bien se trata de que sepa simularlo?


6. Al hilo de las últimas medidas de recorte del gobierno socialista y del fracaso de la huelga de funcionarios convocada por los grandes sindicatos, el PP se ha presentado como el gran partido de los obreros españoles. Voy a dejarlo, que me entra la risa...

Saturday, June 12, 2010








POR QUÉ ME GUSTA JOAQUÍN SABINA








Tenía pensado escribir hoy sobre Zapatero. El Presidente en su laberinto, lo había titulado. Le ponía una de esas fotos de tres cuarto y de perfil, el típico hombre poderoso rodeado de otros hombres con poder que parecen muy seguros de la trascendencia de lo que se llevan entre manos. Él mira pensativo un poco hacia ninguna parte, como a un horizonte con el que solo puede soñar, pues vive permanentemente encerrado. Añado entonces muy shakesperiano que, como todo Macbeth, tiene el poder con el que soñó desde niño, pero no sabía –y ahora lo descubre- que su pacto fáustico le ha negado la paz con la que los fracasados miramos crecer la hierba o leemos poemas. Debe ser insultante para el rico la feliz convicción del obrero que se fuma un ducados y se bebe una cerveza en un bar de amigachos que arman jolgorio después del trabajo. Quiero pensar que, de igual manera, el Presidente envidia secretamente la levedad con la que los hombres fracasados salimos a la calle y miramos cómo las hojas de los árboles van cambiando de color hasta que terminan por caer y desaparecen.

Mola, ¿verdad?, pues no, no voy a hablar de Zapatero. Me entran ganas de meterme con él, de criticar su optimismo -que ahora se revela como irresponsable- o esa visión tan cosmética del liderazgo político con el que va a pasar a la historia. Una vez, cuando le pidieron definir a Zp, Alfonso Guerra contestó que era ante todo “un tío con suerte”. El problema de los tipos con suerte es que a veces el viento cambia, y cambia drásticamente, de manera que entonces hay que remar… Y es entonces cuándo se ve cuál es el valor real de los grandes líderes. Zapatero da la impresión de haber quedado completamente varado. El día en que hizo lo que dijo que nunca haría perdió la mayor parte de su ascendiente sobre los ciudadanos: el de la honestidad. No digo que no sea honesto, sino que -al contrario que Felipe González, que creía que con sus dotes de prestidigitador podía hacer girar a sus millones de fieles en la dirección de sus propias derivas ideológicas- no tuvo nunca otro atractivo que el de que la gente creyó que decía la verdad.

Pese a todo, sigue teniendo algo de suerte, porque –al menos a mis ojos- siempre conseguirá molestarme menos cada vez que sale en la tele que sus rivales del PP, que han tenido el mérito de mostrar sin ambages en estos últimos ocho años que todo, cualquier felonía –desde la calumnia, el insulto o el pataleo en una institución sagrada como es el Parlamento hasta la odiosa estrategia de dañar al país para perjudicar al que gobierna- vale con tal de lograr el único objetivo que sostiene a un partido entendido como un bussines: ganar las siguientes elecciones. Después uno escucha a sus alumnos decir que los políticos son todos unos sinvergüenzas… Y hay veces en que tienta no discutírselo.

Pero, miren, no. Tal y como empezaba a reflexionar sobre las cuestiones de alta política con las que se traman nuestros próximos insomnios, me percaté de que en el programa de Buenafuente estaba saliendo Joaquín Sabina. Y, entonces, mientras pensaba en Zapatero, se me ocurrió que Sabina, al contrario que el Presidente, lleva en mi vida más de un cuarto de siglo. Dejé lo que llevaba entre manos y me puse a mirar la tele. Y, como tantas otras veces, lo que Sabina decía o cantaba era capaz de arrancarme algunas sonrisas, algo que casi nunca me pasa cuando salen Pepiño Blanco o González Pons, que por lo general solo consiguen irritarme.

No voy a glosar la valía de Sabina como músico. Quienes le detestan dicen que solo sabe hacer ripios facilones y que su voz no solo es la de un cantante mediocre, sino que en los últimos años no es ni tan siquiera algo a lo que pueda llamarse “voz”. Siempre he pensado que en ámbitos tan heterodoxos como los del pop o el rock, no hay academia que pueda pontificar sobre lo que vale y lo que no. Elvis cantaba maravillosamente, desde luego, pero Dylan no, y sin embargo su música forma parte de nosotros tanto como la de Beethoven. Es imposible danzar peor que Jagger, pero no hay otra manera de gestualizar al ritmo de Sympathy for devil. Joaquín Sabina parece ser perfectamente consciente de sus limitaciones, y aún a veces denota cierta perplejidad por la fidelidad de su masiva clientela, lo cual es un síntoma de lucidez. Y, sin embargo, soy de los que piensan que Sabina ha pasado por épocas de creatividad que le acercan a Georges Brassens. Entre otras cosas, porque tampoco éste fue un gran cantante, Brassens era Brassens, y su manera de sentir solo podía expresarse como él lo hacía. Prueben igualmente a escuchar Venecia sin ti cantado por Aznavour y Ne me quittez pas cantado por Brel, y luego escuchen esos mismos temas interpretados por otros. Algunas de las canciones más hermosas que he escuchado en lengua castellana son de Sabina. Y sus letras son casi siempre astutas, ocurrentes y enrevesadamente emotivas.

Hay mucha tontería en Sabina y en quienes permanentemente le rodean, seguro que sí… Pero yo en mis malos momentos escucho ¿Quién me ha robado el mes de abril? o Calle Melancolía con la misma intensidad con la que escucho a Loquillo en Cadillac solitario. Esto a ustedes, desde luego, no les importa, pero lo que intento decir es que cuando aceptamos a alguien como amigo durante tantos años es porque de alguna forma le queremos como es, nos da algo que no tendríamos sin él. La realidad es que Sabina tiene gracia.

Hay algo en Sabina cuando canta o cuando habla que transmite poderosamente. No me interesa demasiado cuando despotrica de los políticos o intenta hablar a favor de sus numerosos amigos y protegidos. Me interesa una cierta visión de la vida a la que su poética viene siendo fiel desde la primera vez que le vi, junto a los demás de La mandrágora, en aquel programa de García Tola, Si yo fuera presidente, una filosofía televisual ahora completamente irrepetible. Entiendo que haya a quien no le guste ese rollo supuestamente canallesco de bar de desclasados de madrugada con el que Sabina ha sabido jugar astutamente desde su emergencia en el panorama mediático. Tan solo con eso y un par de canciones oportunas solo habría sido uno más. Son los discos de después de Madrid y la dichosa calle Melancolía los que muestran que su carrera era bastante más de fondo de lo que en un principio podría suponerse, cuando solo parecía un Javier Krahe con algo menos de alcohol en sangre.

Quizá sea ingenuo tomarse literariamente en serio a quien acaso solo sea un ocurrente versificador de canciones. Uno debe leer a los grandes poetas, claro, incluso a Gamoneda, odiado por la tribu sabiniana después de alguna tontada que dijo en las vísperas de después de la muerte de Ángel González. Pero creo que para mucha gente, sobre todo gente joven, es mas fácil acercarse a Lorca o a Benedetti después de haberse divertido y emocionado con las canciones de este tío de Úbeda; más o menos lo mismo que pasó en su momento con Paco Ibáñez respecto a Blas de Otero, con Raimon respecto a Ausias March o Espriu, con Serrat respecto a Hernández y Machado… ¿Por qué no?

Pero, sobre todo, Joaquín Sabina me gusta porque tiene algo que no está al alcance de cualquiera: sus canciones muestran que ser libre es mejor que esconderse en la madriguera de la cotidianeidad -aunque uno tenga que pagar un peaje por ello-, que uno tiene que intentar pasárselo de puta madre toda su vida y decirle a la muerte cuando llegue aquello de “no estoy de acuerdo”, que es mejor besar sin remordimientos, que algunas cosas merecen que se les sea infiel, que ganar al poker con trampas también tiene su encanto… De alguna manera –una manera a veces paradójicamente triste y solitaria- las canciones de Joaquín Sabina cantan a la alegría de estar vivos.

La poesía huye, a veces, de los libros para anidar extramuros, en la calle, en el silencio, en los sueños, en la piel, en los escombros, incluso en la basura.Donde no suele cobijarse nunca es en el verbo de los subsecretarios, de los comerciantes o de los lechuguinos de televisión.

Votaré al político que me diga algo como eso.

Thursday, June 03, 2010









¿ POR QUÉ TOURAINE Y BAUMAN?





1. La concesión del Príncipe de Asturias de Humanidades y Comunicación para Zygmunt Bauman y Alain Touraine puede entenderse como una forma de reconocimiento a la influencia de la sociología en nuestro tiempo, un tiempo ciertamente complejo y que requiere nuevas formas de interpretación de los fenómenos de la cultura. Creo sin embargo que las dos personalidades que comparten la candidatura premiada son algo más que colegas de profesión o de disciplina académica: Bauman y Touraine encarnan, cada uno a su manera, un modelo de trabajo en ciencias sociales cuyo presupuesto esencial es el de que hacer sociología no se reduce a estudiar descriptivamente los mecanismos de cohesión de las comunidades, las claves de evolución o los modos de reacción de grupos o individuos… Si solo se pudiera ser sociólogo, como a veces se cree, limitándose a considerar a las personas como sujetos reactivos o eludiendo la necesidad de diagnosticar fenómenos de la cultura desde un marco cultural crítico y aún revolucionario, entonces no debemos considerar a los premiados como sociólogos. Este es, en cualquier caso, un problema de quienes necesitan vivir en la certeza de poder categorizar epistemológicamente a los intelectuales. En mi opinión, lo realmente relevante tanto de Bauman como de Touraine es que han sido capaces de encontrar los conceptos adecuados para elucidar la complejidad de la cultura contemporánea.



No puedo dejar de asociar a Alain Touraine (1925) al Mayo Francés, cuyas enigmáticas condiciones de posibilidad solo pueden empezar a ser interpretadas en la medida en que asumamos que el carácter de aquella reacción social inesperada es completamente irreductible a las formas de insurrección social tradicionales. De ahí surge el concepto de movimiento social, a la luz del cual empezamos a advertir la relevancia de Touraine como reivindicador del papel de la acción en los procesos de transformación de las comunidades.





Desde aquí, Touraine –buen conocedor de la sociología norteamericana y en especial de Talcott Parsons- rompe con el modelo que interpreta la sociedad como un todo orgánico cuyas funciones no tienen más objetivo que las de reproducirse, lo cual supone dejar completamente de lado cuestiones clave como la acción o los mecanismos de transformación de la sociedad. Tanto de reacción tienen los estudios de Touraine contra Parsons como contra la sociología de Durkheim, quien al considerar la sociedad como un sistema orgánico propenso al equilibrio, tendió a esquivar las causas de la transformación. En esa necesidad de investigar la transformación social se instala Touraine.




Esa reivindicación de la acción no supone que Touraine soslaye el peso de las estructuras, pues en ese caso no hablaríamos sino de actos aislados. En realidad, la acción es lo que introduce nuevos elementos dentro de la estructura, lo cual supone vivir siempre dentro del marco de las estructuras históricas y los valores dominantes, solo a partir de los cuales –y aunque sea contra los cuales- se lleva a cabo la acción. Sus textos sobre el 68 o la evolución del concepto de clase son buenos ejemplos. Más que negar la clase como estructura, lo que plantea es la conveniencia de estudiar las acciones –los movimientos sociales- pues otorgan un poder explicativo mucho mayor. Sin duda, en el trasfondo de esta concepción se atisba la creencia en el carácter activo del movimiento social, un tipo de acción que -al contrario que la conducta social, cuyo carácter es reactivo- tiende a provocar el conflicto y a cuestionar los mecanismos de integración social. Así, si nos referimos a la clase como actor social capaz de suscitar el cambio nos alejamos de la visión que se limita a definirla como la cristalización de la situación de un grupo dentro de un sistema orgánico.






Esta concepción, vinculada sin duda a la marxista, pero que la traspasa en muchos aspectos, obtiene mejores resultados a la hora de dirigirse a fenómenos como el del 68 o el feminismo. En tanto que movimiento social, el feminismo ya no es solo una reacción frente al sexismo estructural y la falta de derechos, sino un esfuerzo de cambio de valores que afecta a todo el conjunto social.






No hubiera sido posible repensar toda la teoría de la praxis revolucionaria de no ser por un fenómeno característico de las sociedades occidentales contemporáneas y ante el cuál la sociología se vio obligada a tomar posiciones: el crecimiento exponencial de las clases medias y la consiguiente movilidad de las barreras sociales. Nuestro mundo capitalista no es ya aquél de la Revolución Industrial que Marx puso en conceptos; ya no podemos hablar de infraestructura y sobreestructura con su misma convicción porque las condiciones objetivas dentro de las cuales se irguió aquel constructo interpretativo han variado sustancialmente. Lo que, a mi entender, intenta hacernos ver Touraine es que la complejidad sociológica actual se debe a que han cambiado las reglas de juego del protagonismo, los actores sociales ya no son los que fueron.






Como tantos otros autores, Touraine deduce de toda esta compleja problemática, sobre la que intenta echar luz el sociólogo, que es obligatorio repensar la modernidad. En una línea que no parece alejada de la Escuela de Francfort o de los posestructuralistas, Touraine detecta la paradoja de una sociedad que continúa proclamando los viejos valores universales de la revolución burguesa al tiempo que hace predominar la racionalidad instrumental, esa lógica cosificadora que prioriza los medios tecnológicos o científicos sobre los fines y desprovee de finalidades éticas el tráfago de nuestras vidas. La conclusión es la misma para todos ellos: la modernidad fabrica las formas de dominación y violencia contra las cuales nació. Ahora bien, la manera de valorar la herencia de los grandes críticos de la ratio de la modernidad, Nietzsche o Freud, le aleja de los francfortianos, a los que tachará de elitistas e inoperantes. Lo que no han entendido estos, según Touraine, es que lo verdaderamente excluido de la razón instrumental ha sido la acción. No hay pues “tragedia” en el sentido adorniano de la expresión, el virus del nihilismo y la destrucción no está contenido en la génesis de la modernidad; el verdadero problema es que hemos desgajado de los medios técnicos la capacidad para actuar colectivamente y ser dueños de nuestros propios destinos.







Este planteamiento siempre a favor del “sujeto actuante” le aleja también del pesimismo apriorista de los postmodernos, cuyos estudios tampoco parecen nunca separar convenientemente la figura del sujeto actor de la del reactivo, de tal manera que nunca terminamos de saber cómo teorizar la praxis de la resistencia. Los trabajos del último Foucault, empeñado en reivindicar la capacidad del sujeto para transformarse a sí mismo, introducen según Touraine una esperanza en la sociología, o lo que es más importante, una opción de liberación para un sujeto que intenta volver a ser actor y no simple paciente, tal y como la sociología tradicional nos hizo creer.














2. La figura de Zygmunt Bauman (1925), al contrario que la de Touraine, se ha ido agrandando en los últimos años. Pese a que escribe sus primeras obras en los años cincuenta, no hay duda de que su condición de celebridad la ha adquirido en las dos últimas décadas. Prueba de ello es que su primer ensayo trascendente, Modernidad y Holocausto, no se traduce al castellano hasta el inicio de la década de los noventa. Algunos aspectos parecen ensombrecer el prestigio de este escritor al que me atrevo a calificar de deslumbrante. Conviene despacharlos con la mayor celeridad.

El primero, en mi opinión el más serio, se asocia a la abrumadora fecundidad que el autor ha mostrado en los últimos años, hasta el punto de que se diría que alcanza mejor forma a medida que se acerca más a la condición de nonagenario. Sería ingenuo admirarse sin más por este fenómeno, cuya peor contradicción es que sus textos empiezan a sonar mucho a best seller y que sus fórmulas, temas y argumentos tienden a repetirse hasta el hastío. Ahora bien, que un autor alcance popularidad –por más que siempre habrá de crearle detractores y envidiosos- no es necesariamente prueba de que nos encontremos ante un farsante; en el caso de Bauman es consecuencia de la preclaridad de sus análisis sobre la condición contemporánea, la hipnótica brillantez de su prosa y la elegancia con la que se desliza entre temas de la más variada índole.

Otro argumento del que se valen sus detractores, sobre todo en el reino de la sociología académica, es el del carácter desubicado de sus textos. ¿Sociólogo? ¿Filósofo? ¿Crítico cultural? Soy especialmente aprensivo con este tipo de estreñimientos mentales con que los expertos nos desaconsejan la lectura de tal o cual autor por su negativa a transigir con los procedimientos aceptados por la comunidad de especialistas. Simplemente, creo que la lectura de Bauman proporciona algunas de las intelecciones más serias y atractivas respecto a los fenómenos de la cultura contemporánea, de manera que mejor haremos en transigir con el carácter liminar de sus escritos si la otra opción es perdérnoslos.

Finalmente, surgió recientemente un libelo en el que se reflejaban ciertas investigaciones sobre la relación del joven Bauman con los servicios de represión del estado comunista polaco en los años cuarenta. Más allá del valor que la sensatez nos incline a otorgar a tales informaciones, creo que si a partir de ahora aparecen tales supuestas sombras asociadas a la biografía del autor –de manera similar a las que recientemente han asociado por ejemplo a Günter Grass con el nazismo- entonces podremos detectar en ello que Bauman ha accedido definitivamente a la condición de personaje de relevancia. En cualquier caso, no deja de ser sospechoso que tales informaciones denigratorias hayan eludido que la larga peripecia vital de este anciano es la de uno de tantos judíos y heterodoxos perseguidos por todas las formas del totalitarismo. Huido junto a sus padres en la adolescencia por la invasión nazi de su país natal –obviamente por su condición judaica-, marchó a la URSS y terminó regresando a Polonia, de donde acabó siendo expulsado por los comunistas debido a su creciente pérdida de fe en el estalinismo. Fue a Israel, donde nunca se acabó de sentir cómodo -sospecho que por falta de sintonía con el sionismo-, de manera que ha terminado por instalarse definitivamente en Leeds, donde continúa ejerciendo como profesor emérito en la universidad de dicha ciudad inglesa desde 1990. No parece la trayectoria vital de un adepto a los regímenes vigentes.

Pero, ¿por qué Zygmunt Bauman? ¿Y por qué junto a Alain Touraine? Ciertamente son dos estilos y dos líneas de análisis sustancialmente distintas. Hay, sin embargo, un punto de convergencia: los dos han sido capaces de designar algunos de los fenómenos clave del devenir social contemporáneo. Y aún más, ambos han puesto en tela de juicio el carácter supuestamente neutral o no participante del experto en sociología, de lo que se deduce que han sido capaces de abordar sus métodos desde un trasfondo crítico. En suma, tanto Touraine como Bauman plantean el conocimiento en ciencias sociales desde un proyecto de desenmascaramiento y denuncia de las nuevas formas de dominación y como una propuesta de teorización de la praxis emancipatoria.

Creo que es esencial quitarnos de encima el prejuicio de que el único gran mérito de Zygmunt Bauman es una inspirada metáfora –“modernidad líquida”-, de la cual habría vivido de forma parasitaria toda su obra posterior. Esta apreciación, además de injusta, es especialmente desaconsejable, pues invita a declinar la lectura de un autor que era ya atractivo antes de aquella etiqueta, y que lo ha sido después por todo lo que ha sido capaz de enseñarnos aunque jamás hubiera dado con tal designación. Ésta, por cierto, no es ni más ni menos sugerente para dirigirse a la explicación de la complejidad de las sociedades contemporáneas que otras muchas célebres consignas, como “sociedad tardoindustrial”, “postfordismo”, “sociedad del riesgo”… ¿para qué seguir? La baumaniana “modernidad líquida” es una más de las formas metafóricas con las que los pensadores han acertado a caracterizar un momento en que la civilización comprueba angustiada cómo pierden aceleradamente operatividad sus viejos valores de referencia, un momento en el que el mapa de la Razón parece estar hecho pedazos.

Sostengo que son textos de ancianidad los que sitúan a Bauman como un autor verdaderamente influyente, como demuestra su presencia casi obsesiva en toda suerte de bibliografías de autores relevantes en distintas disciplinas académicas. Sin embargo, antes de textos tan fascinantes como La postmodernidad y sus descontentos, La sociedad individualizada o Amor líquido, consiguió deslumbrar con Modernidad y Holocausto, ensayo en el cual aprovecha su biografía de perseguido para -con la herencia francfurtiana y en especial la de Hannah Arendt en el trasfondo- convertir los campos de exterminio en el síntoma de las profundas contradicciones que contiene la lógica del progreso, la libertad y la prosperidad sobre las que se asienta la modernidad. Planteado desde la óptica de un experto en sociología, Bauman desentraña los mecanismos sociales que convierten a un hombre obediente y pacífico en un atroz productor de muerte y barbarie, tal y como se advierte cuando seguimos la senda del caso Eichmann o los polémicos experimentos de Milgram.

Pero de no haber sabido ir más allá de los aspectos más llamativos de su peripecia vital, acaso sería justificable desatender a Bauman a favor de algunos de los más brillantes diseccionadores de la lógica de los campos y de lo que nos queda de ellos, como Primo Levi o Giorgio Agamben.

Son los análisis de la condición postmoderna los que nos proporcionan las mejores claves para apreciar la trascendencia de este autor. Me referiré brevemente a algunos de los núcleos temáticos de los que se ha ocupado en estas dos décadas de forma más fecunda, sin olvidar que forman parte de un corpus general de pensamiento, un estilo reconocible y atravesado por el principio de que la civilización produce sus peores miserias a partir de los valores emancipatorios desde los cuales se legitima.

Así, es sumamente relevante el estudio sobre las condiciones de producción de los nuevos parias de la Tierra, los excluidos del bienestar, los consumidores fracasados, los extranjeros “viscosos”, los refugiados… A estos respectos, le hemos leído tramos conmovedores sobre la monstruosa paradoja de quienes terminan pasando toda su vida en campos de refugiados, huidos, expatriados o demandantes de asilo en campos cuya condición eventual se convierte en espantosamente permanente, de manera que son los propios seres humanos los que pasan a la condición de transitorios.

Se unen en tal experiencia dos designios de nuestro tiempo –la transitoriedad y la desespacialización- que Bauman traslada a los nuevos modelos de relación laboral. Se ha producido una inversión en las relaciones de producción: los nómadas son ahora los privilegiados, los que pueden desenvolverse al compás del capital, mientras los que quedan adscritos al orden local de un suburbio o aldea son los nuevos perdedores. Esa movilidad del capital, que elude las limitaciones del espacio en un sentido en el que los seres humanos no podemos, convierte los modelos laborales emergentes y el fenómeno de la deslocalización en sofisticadas formas de opresión sobre las clases trabajadoras.

En una línea que no se aleja de lo que nos enseñaron Nietzsche, Heidegger, los francfurtianos o Foucault respecto al riesgo de vaciamiento de los sujetos y las consiguientes nuevas sumisiones que emergen a partir de promesas de origen burgués como la del individualismo. En Bauman, “sociedad individualizada” significa justamente la victoria de las estructuras de poder sobre una ciudadanía que ve rotas las posibilidades de atender a sus problemas a partir de causas colectivas.

Es obvio que tales espíritus del tiempo no pueden dejar de impregnar las relaciones humanas, a cuyos ámbitos más íntimos accede Bauman con valentía. La amistad, el amor, las relaciones personales en suma se ven invadidas por la lógica que se extiende desde el orden económico, hasta el punto de convertir experiencias esenciales para nuestras vidas como la de la pareja en una más de tantas instancias sometidas al riesgo de la obsolescencia de los objetos del consumo. Convertidos pues en consumidores, proyectamos inconscientemente nuestro aprendizaje sobre las personas con las que tratamos, incluso sobre las más cercanas, de manera que ya nada parece poder escapar al vértigo de lo desechable, el bajo coste o el derecho a devolución.

En los últimos tiempos, y probablemente al hilo de acontecimientos decisivos como el 11-S, Zygmunt Bauman se ha lanzado a la investigación sobre los efectos del miedo en las sociedades postmodernas. Pretendiendo haber constituido las comunidades más libres de la historia, convertimos nuestras zonas residenciales en cárceles de autoconfinamiento desde el nuevo gran chantaje de nuestro tiempo: la seguridad.

El destino de Europa, el multiculturalismo y los guetos, las nuevas formas de violencia, el devenir del sentido de comunidad… Podríamos seguir, pero me gustaría concluir con un breve pasaje: “A diferencia de las verdaderas relaciones, las relaciones virtuales son de fácil acceso y salida. Parecen sensatas e higiénicas, fáciles de usar y amistosas con el usuario, cuando se las compara con la cosa real, pesada, lenta, inerte y complicada. Un hombre de Bath, de 28 años, entrevistado en relación con la creciente popularidad de las citas por Internet en desmedro de los bares de solas y solos y las columnas de corazones solitarios, señaló una ventaja decisiva de la relación electrónica: uno siempre puede oprimir la tecla delete.” (Amor líquido)