Friday, March 29, 2019

EL GRAN RETROCESO


Pronto hará cien años que el maestro Ortega dijo aquello de que "no sabemos lo que nos pasa... y eso es lo que nos pasa". No sé si ahora sabemos lo que pasaba a los españoles de hace un siglo, lo que sí tengo claro es que el diagnóstico orteguiano es perfectamente trasladable a la actualidad: no sabemos lo que nos pasa, y lo que es peor, no aprendemos. Como buen socrático puedo alentarme pensando que el reconocimiento de la ignorancia es el primer paso del camino a la verdad... el problema es que sospecho que la mayoría de nuestros conciudadanos no han descubierto todavía que habitan la caverna. Millones viven en la ridícula creencia de que la sobrecomunicación característica de la explosión tecnomediática que vivimos nos vuelve sabios casi a la fuerza. Pero hay motivos, a poco que lo pensemos, que refutan esa estúpida autoconfianza. 


Cae en mis manos un libro imprescindible editado en 2017 por Seix Barral, "El gran retroceso" ("Un debate internacional sobre el reto de reconducir el rumbo de la democracia"). Contiene una serie de artículos expresamente encargados para el libro a autores tan reputados como Zygmunt Bauman, Bruno Latour, Slavoj Zizek o Arjun Appadurai. A bote pronto, el título descarga el primer jarro de agua fría: no es sólo el relato del progreso el que se desfonda, es que ni siquiera, como gustaba a los posmodernos, nos encontramos en situación de incertidumbre o de atasco... lo que los prestigiosos autores dan por supuesto es que, al menos en muchos aspectos, estamos involucionando. 

Los síntomas apuntan en esa dirección. Hay coincidencia respecto a la incapacidad de las instituciones que articulan los Estados para controlar los procesos económicos. Ya sabemos lo que entonces significa globalización: el capital esquiva las fronteras y viaja en situación de ingravidez y a la velocidad de la luz... las personas no, los derechos tampoco. El gran problema es que los actores políticos que reconocemos desde la Paz de Westfalia, las naciones, ya no están en disposición de fiscalizar y regular los flujos económicos, lo que hace peligrosamente ubicuas y todopoderosas a las megacorporaciones, que determinan nuestra suerte como ciudadanos, como consumidores y como trabajadores en una medida que convierte en casi irrelevantes los parlamentos que hemos elegido. El consiguiente abaratamiento de la democracia es irremediable. 

¿Prosperidad? ¿Sobreproducción? Eso nos hicieron creer los que más tenían que ganar con las burbujas especulativas, con las deslocalizaciones y los procesos de desindustrialización, la pérdida de poder de sindicación, la precarización de los empleos, la privatización de los servicios públicos, la emigración descontrolada, la opacidad fiscal... Cuando la lógica del préstamo y el endeudamiento salvaje se apoderó de la economía los bancos se apoderaron a su vez de todos nosotros, convirtiéndonos en los rehenes que habríamos de rescatarlos después de sus desmanes y corruptelas. 

El mundo no va hoy hacia la cohesión porque la desigualdad no hace sino crecer, es decir, lo que caracteriza a este ciclo del capitalismo es un gigantesco traslado de riqueza desde las clases medias o bajas hacia las élites. Estamos ante uno de las mayores estafas de la historia. Debería llamarnos la atención que los países emergentes, cada vez con una influencia mayor sobre el conjunto del planeta, se llamen Rusia, China, Turquía y Singapur. Perdonen si sueno a eurocentrista, pero el futuro de los derechos humanos es oscuro. 

Hablando de Europa, ¿nos preguntamos si el Brexit y otras algaradas de provincias convierten a Europa en un Estado fallido? 

Y puestos a lanzar preguntas...¿cómo ha podido perder tanto crédito el laborismo precisamente en el tiempo en que la gran creación del socialismo democrático, el Estado del Bienestar, es más añorado que nunca, y tan claro ha quedado que el neoliberalismo destruye sociedades? 

¿Y Trump? Quizá no sea tan sencillo como presuponer que las multitudes que le encaramaron al poder están formadas por idiotas. En cualquier caso se equivocan: su problema no son los inmigrantes ni el discurso liberal de izquierda que rechaza las prácticas sexistas o racistas en nombre del derecho, su auténtico enemigo son las élites, es decir, aquellas mismas cuyos privilegios ha llegado Trump para proteger. Trump no va a solucionar nada, y por el camino todos, no solo los norteamericanos, perderemos la oportunidad de debatir y negociar sobre las soluciones

¿Y cuáles podrían ser esas soluciones? los distintos autores disertan sobre opciones como la renta mínima... cada día estoy mas convencido de que esta medida podría tener consecuencias casi revolucionarias. Podemos referirnos también a la destrucción de los paraísos fiscales o a la urgente necesidad de acabar, al menos en Europa con el "dumping", es decir, con la absurda competencia entre los miembros de la Unión Europea. No hay que olvidarse ni por un momento de la urgente necesidad de políticas de choque frente al cambio climático, cuyas devastadoras consecuencias empiezan a llegarnos en distintas formas. En directa conexión con lo anterior podríamos referirnos a la capacidad de las instituciones internacionales para racionalizar la demografía y los flujos migratorios.

Déjenme, para concluir, formular la cuestión que está en el trasfondo de todas las demás: ¿es posible recuperar la política o, si lo prefieren, el espíritu de la república frente a la omnipotencia de la economía? En esa misma línea -y quizá sea en el fondo la misma pregunta-, ¿es posible articular instituciones extranacionales con poder suficiente para regular problemas que ya no pueden ser gestionados desde el confinamiento de las viejas fronteras nacionales? 

... This is the question... Y, como a Hamlet, no es solo el honor lo que está en juego, nos va la vida en ello, me temo. 

Thursday, March 21, 2019

CIEN AÑOS DEL VALENCIA CF

El Valencia ya es un club centenario. La efemérides no le otorga un lugar especial. La mayoría de los grandes clubes españoles ya la cumplieron; también algunos de menos tamaño como los vecinos del Levante o el ilustre decano, Recreativo de Huelva, fundado nada menos que en 1889 por ingleses empleados en las minas onubenses. Lo que, hablando de longevidad, otorga características especiales al club es la supervivencia de Mestalla, el estadio construido en 1923 junto a una de las acequias árabes de la ciudad del Turia y que, milagrosamente, sobrevive hasta nuestros días. Tras cuatro años en Algirós, el club de football fundado en el Bar Torino se trasladó a Mestalla gracias a la deslumbrante celebridad que en aquellos primeros años de la década de los "años locos" adquirieron Cubells y Montes. La competencia entre los fanáticos de uno y otro, cuyas cualidades contrapuestas generaban encendidas controversias, dispararon la atención popular hacia este nuevo deporte en la ciudad, resultando determinantes para convertir al club en lo que ha terminado siendo, en especial para la capital valenciana, una institución comparable a las Fallas o la Verge dels Desemparats por el fervor multitudinario que despierta. 

Hoy me pregunto si sirve para algo la historia, si eso a lo que llamamos la memoria es algo más que un amontonamiento de experiencias inconexas que los viejos relatan a los jóvenes y que, como en el monólogo final de Blade runner, están destinadas a perderse para siempre, "como lágrimas en la lluvia". De la trayectoria futbolística de Arturo Montes a sus descendientes nos llegaron las leyendas. Haber conocido a escrupulosos estudiosos del Valencia fundacional, como mi amigo José Ricardo March, o a analistas tan documentados como Rafa Lahuerta, autor de "La balada del Bar Torino", me ha servido para no sentirme sólo ante la evidencia -sobradamente contrastada- de que todas aquellas hazañas que me contó mi padre eran verdaderas. 

He reivindicado en otras ocasiones la figura de mi abuelo. Recientemente, y con ocasión de un partido de copa contra el Sporting de Gijón en Mestalla, quedé con mi amigo Ricardo Signes junto al enorme retrato de Montes y me dediqué, obviamente sin revelar mi identidad, a escuchar lo que decían quienes curioseaban la exposición que el club ha dedicado a sus viejas glorias para celebrar el centenario. Un individuo con traza innoble, tras reírse de los inmensos pantalones negros y la camiseta de cordaje de mi abuelo dijo algo así como "debieron poner al primero que encontraron". No, pobre idiota, no fue el primero que encontraron, Montes fue muy grande, como Cubells, como Mundo, como Wilkes, como Kempes.

Se aloja en lo más profunda de mi memoria una escena que sólo la muerte o el alzheimer en sus fases más avanzadas podrá llevarse algún día. Desde la localidad que ocupaba cerca del corner norte con mi padre, vi como en la portería más alejada Kempes robaba un balón. Cabalgó casi cien metros sin que ningún defensa del Sevilla pudiera frenarle. El fragor del estadio iba creciendo a medida que el Matador se acercaba a la frontal, convirtiéndose en estallido cuando descargó un zurdazo terrorífico que batió sin remedio a SuperPaco, como llamaban al portero del Sevilla. Un anciano que se sentaba en primera fila, incapaz de contener la emoción, saltó al verde y abrazó a Mario, quien con toda naturalidad estrechó el cuerpo de aquel exaltado mientras un policía intentaba devolverlo al graderío. Yo vi en aquel momento a Kempes con su gesto característico, los brazos abiertos y su larga melena con el trasfondo de los edificios de la calle Joan Reglà aún a medio construir, que se ha convertido ya en una de las imágenes míticas del club. En algún momento he llegado a preguntarme si lo soñé, si no fue verdad. Pero sí lo fue. Lo sé porque un día Rafa Lahuerta me dijo que él también la vivió y que recordaba perfectamente a aquel anciano abrazado a Mario.    

Durante años creí tener una debilidad con el fútbol. Ya no. Mi debilidad es el Valencia, y el Valencia no es fútbol, es otra cosa, ya sé que parece absurdo, pero sé muy bien por qué lo digo. Mestalla y el Valencia son esa parte mágica de la infancia que queda en lo más profundo del alma y se resiste a morir. Es ese misterioso rumor doméstico que sólo entienden los iniciados, ese sentimiento tan ajeno a la lógica que uno ve difuminarse cuando es adulto y que le hizo creer que el mundo tenía sentido y que los mayores de tu familia garantizaban la solidez del orden de las cosas. Un día se apodera de uno el desencanto. Descubres que todo era más frágil y precario de lo que creías y que el destino más probable de las andanzas humanas, incluso de aquellas que alcanzan la dimensión de la epopeya, son la extinción y el olvido. 

¿Por qué entonces, cuando me acerco a Mestalla en los días de partido presiento la mirada de los héroes que ya se fueron? ¿Por qué aún hoy, cuando callejeo por Valencia, pienso tan a menudo que los muertos me vigilan y protegen? No sé, no soy capaz de explicarlo. Qué desatinados somos los seres humanos, ¿verdad?   

Friday, March 15, 2019

REBECA NOS HA VENCIDO

"Anoche soñé que volvía a Manderlay." Una voz femenina en off inicia con esa confidencia un film que, una vez visto por primera vez, ya nunca se olvida. La voz corresponde a la segunda señora de Winter. Tras el intrincado y neblinoso camino, asilvestrado por el descuido, averiguamos por qué jamás podrá regresar más que en sus sueños, o mejor, en sus pesadillas: Manderlay fue incendiado y destruido. Yo sí regreso a la suntuosa mansión a menudo, sus secretos me hechizan desde que la vi por vez primera siendo un párvulo. 

Sin duda ustedes conocen el guión que, por encargo del célebre productor David O. Selznick se adaptó de "Rebeca", el exitoso folletín gótico-romántico de Daphne du Maurier. El aristócrata viudo Maxim de Winter, amo del palacio de Manderlay, elige como su segunda esposa a una joven ingenua y de modestas pretensiones que conoce en Montecarlo. Ya en Manderlay, la nueva señora de Winter ve a cada momento lesionada su autoestima ante la asfixiante proliferación de los signos de Rebeca que sobreviven en la casa a su trágica desaparición en el mar. 

Un perro, al modo del cancerbero del infierno, guarda la puerta de la que fue la habitación de la señora. Esa estancia misteriosa fascina y angustia a la vez a la nueva señora, cuyo nombre, por cierto, no llegamos a conocer en ningún momento del film. La incursión "clandestina" en la suntuosa habitación de Rebeca da lugar a uno de los pasajes más célebres y perversos de la historia del cine. Imposible olvidar cada uno de los gestos de Mrs Danvers, quien descubre sin ningún recato su condición de vestal destinada a guardar la memoria de Rebeca, esa a la que "usted creyó poder sustituir". 

La estrategia del relato muestra sus cartas al fin cuando, una vez reabierto el caso de la muerte de Rebeca de Winter por la policía, descubrimos que Maxim no sólo no continúa enamorado de ella sino que la aborrecía profundamente. Rebeca era hermosa, divertida y seductora, por eso se casó con ella. Pero tras la boda no tardó en exhibir impúdicamente su feroz egoísmo y su profunda perversión. Maxi de Winter supo demasiado tarde que acababa de instalar en Manderlay al mismísimo demonio. 

Las confusas circunstancias de la muerte de Rebeca provocan el contubernio jurídico que, una vez resuelto, unirá ya sin recelos a Maxim y su segunda esposa para siempre. La venganza de Rebeca, con la señora Danvers pegando fuego a la mansión, constituye una pírrica victoria: los señores de Winter serán felices para siempre, aunque ya nunca habrán de regresar a Manderlay más que en sueños. 

Bien. Pese a que la genialidad de la realización hitchcokiana salta a la vista a cada instante, "Rebeca" sería a mis ojos un producto artísticamente menos deslumbrante si no presintiera su equívoco, ese misterioso y sublime deslizamiento hacia el horror que escapa a quienes sólo alcanzan a felicitarse por el happy end que envía definitivamente a Rebeca a los fuegos del averno. 

No pretendo sobreinterpretar -asumo la prudencia aconsejada por Umberto Eco-; no afirmo que Hitchcock, que ni siquiera tuvo un control absoluto del producto final, pretendiera colarnos algún tipo de mensaje subliminal o criptograma para iniciados. Lo que sí digo es que la ambigüedad del film abre tal espacio para el equívoco y las dobles y triples lecturas que resulta ridículo pensar en "Rebeca" tan solo como un relato romántico para chicas tontuelas y enamoradizas. Tampoco está de más saber que Alfred Hitchcock construyó el conjunto de su extensa obra desde una mirada demasiado torcida, e incluso tóxica, como para conformarnos con la interpretación edulcorada. 

Veamos. El señor de Winter es un rancio aristócrata y, sospechamos, un influyente cacique, como se deduce del trato favorable que le dispensa el juez cuando asoman los indicios de que él podría ser el asesino de Rebeca. La eligió como esposa, dice, porque era una mujer deslumbrante. Y ella -y con ella aquellos que a su sombra empezaron a merodear por Manderlay- era una arribista deseosa de escapar a su condición plebeya utilizando a Maxim de Winter. Advierto la picaresca de Rebeca, no me convence tanto el supuesto de su psicopatía ni su temperamento luciferino. Y advierto también la resistencia de la oligarquía a la movilidad social, en lo cual consiste el conflicto por excelencia de la novela moderna. 


"Era perversa, cínica, libertina... Me hizo saber cosas horribles sobre ella que es mejor que no conozcas." Observen a la segunda señora de Winter: es sumisa, pasiva, cándida, humilde, bondadosa... no puede estar más lejos de la prepotencia de su predecesora. Se ilusiona hasta tal punto por haber sido elegida por el aristócrata que, convencida de que éste aún ama a Rebeca, le propone seguir juntos aunque él no pueda corresponderle. Como sucede con Jonathan Harker o Mina en el "Drácula" de Vram Stoker, las sombras de la muerte gravitan sobre ella para empujarla a los infiernos. Lo diré de una vez: de Winter se casa con ella porque es la bella durmiente, una princesa que aguarda oculta y silenciosa a que un gentil varón llegue para salvarla. Qué estupendos son los hombres, ¿verdad?

¿Y Rebeca? Rebeca es el mal y su reino es satánico. "Ella se reía de todos ustedes", afirma su enamorada señora Danvers. Rebeca no fue una mujer destinada a obedecer. Conquistó los salones de la hipocresía y la holganza nobiliaria derrotando a cuantos creyeron poder avasallarla. Había que matarla... o inventarse, mediante un tramposo giro narrativo, inventarse una enfermedad incurable que justificara su final y exculpara a Maxim. 

En cierto modo es verdad que Rebeca nos ha vencido a todos. El mundo se parece hoy más a ella que a Maxim de Winter. Para nosotros como espectadores, exactamente igual que para la protagonista del film, todo empieza y acaba con Rebeca. Nada en la historia de los señores de Winter merece ser contado después de que arda Manderlay. Rebeca nunca aparece en la película que lleva su nombre y, sin embargo, su omnipresencia lo determina todo. Curiosamente, la única señora de Winter que conocemos ni siquiera tiene nombre. 

Setenta años después de esta obra maestra continuamos llamando "rebeca" a una prenda cuya portadora ni siquiera se llamaba así. ¿Se lo han planteado?

Friday, March 08, 2019

EL SEGUNDO SEXO

Pese a que las leyes educativas del PP se han esforzado por reducir a su mínima expresión la enseñanza de la filosofía en general, y de la filosofía feminista en particular, el departamento universitario de Valencia ha tenido el inteligente coraje de mantener la presencia de Simone de Beauvoir y "El segundo sexo" en el curso de 2º de Bachiller, que conduce a los estudios superiores. Ahora mismo, un profesor tiene la posibilidad de elegir a de Beauvoir y su célebre texto, "El segundo sexo", en competencia con Ortega, para la parte de Filosofía del siglo XX, convirtiendo a la autora francesa en directa heredera de la tradición racionalista de Descartes y la ilustrada de Kant. 

En vísperas del 8 de marzo, busco información en youtube sobre "el Castor", como le llamaba la pareja de su vida, Jean-Paul Sartre. Con este coloso compartió infinidad de cosas, incluyendo la  competencia intelectual, acaso porque fue el único sabio a su altura que puedo encontrar a lo largo de su vida. Su heterodoxa relación amorosa es ya uno de los mitos de la "gauche" francesa del siglo XX. 


Tras visionar un reportaje de Informe Semanal sobre su multitudinario funeral en París en 1986, me topo una vez más con el estercolero de internet. "Haters", los llaman así. Por cada persona sensata que insta a la gente a leer e informarse antes de decir barbaridades, alzan la voz legiones de fanáticos que apenas saben escribir en español y que se dedican a proferir insultos, calumnias y mentiras sin el mínimo atisbo de cautela. Todo ello ante la complicidad de la celebérrima y omnipresente web, que en contar sus ganancias sí debe ser muy diligente, pero que no parece interesada en hacer nada para evitar la difamación y el escarnio.

A ellos no les servirá de mucho, pues dada su ortografía, sospecho que no leen más allá del editorial de La Razón y algún catecismo, pero a ustedes sí me gustaría hablarles sobre la Simone que ganó mi corazón hace ya décadas, cuando tuve la suerte de leer la vieja edición de "El segundo sexo" que mi padre adquirió clandestinamente en la trastienda de la librería Dávila, poco antes del fin del franquismo. 

Simone de Beauvoir es básicamente dos cosas. De un lado, forma parte de una tradición que, superado el romanticismo individualista del intelectual decimonónico declarado "maldito" y enemigo de la sociedad, entiende la escritura como un acto de compromiso social y resistencia. La sombra del viejo aserto marxiano es alargada: "los filósofos hasta ahora han interpretado el mundo, ahora deben transformarlo". De otro lado, en tanto que analista y crítica del patriarcado, y habiendo asumido la evidencia de que el socialismo soviético no había emancipado a la mujer, marcó la distancia entre el feminismo y las demás teorías de la izquierda, convirtiendo el pensamiento feminista en un discurso singular y con condiciones y lenguaje específicos. Puede entonces decirse sin problemas que con Beauvoir nacen los estudios de género. No es extraño que tras los años de incomprensión y escándalo sobrevenidos por la publicación de "El segundo sexo", la ya anciana Simone fuera convertida en madre fundadora y casi en celebridad totémica de las movilizaciones masivas de los años del pop y el Mayo Francés. 




"No se nace mujer, se llega a serlo", esta es la gran frase que todos citan, empezando por los detractores. No me preocupa demasiado que los torpes no pasen de la primera página, si es que llegan tan lejos. Pero a Simone hay que explicarla, porque su interpretación de la historia de la humanidad es, además de brillante, extremadamente astuta y no está exenta de ironía. 

¿Qué es una mujer? O mejor: ¿de qué hablamos cuando hablamos de lo femenino? ¿Existe algún "eterno femenino" que podemos identificar a través del tiempo y las culturas o más bien es el patriarcado el decidió qué era lo femenino y obligó a partir de entonces a las mujeres a comportarse con arreglo a ese rol pre-decidido? Siempre cabe alegar que todo esto son abstracciones y que, después de todo, lo femenino -como lo masculino- no es otra cosa que un sexo, es decir, una categoría biológica sin más. Y lo es, desde luego, pero no lo es "sin más", lo es con todo lo que ello implica, y eso son miles de años de dominación y silenciosa pasividad. Como explica Beauvoir, "si todo es una cuestión de hormonas, ¿por qué entonces se nos dice que somos mucho o poco femeninas? ¿por qué se habla de la mujer-mujer o del hombre viril como ideales a los que se nos exige acercarnos?"

Queda así desenmascarada la mayor operación ideológica de la historia: el lugar del varón no es singular, se ha erigido en el lugar de lo universal, de "lo humano". Se entiende entonces por qué no existe algo como la "literatura masculina", no hay visión masculina, la suya es la universal, ante lo cual las demás son alteridades, posiciones singulares y, por tanto, defectuosas. 

Durante milenios, dice Beauvoir hace casi setenta años, la mujer ha cargado con las supuestas imposiciones de su biología. Con la incorporación al mercado laboral, la universalización de la escolaridad o la difusión de los sistemas anticonceptivos, llega una oportunidad histórica. Las grandes reivindicaciones ya no son simples utopías de cuatro lunáticas solitarias: autonomía económica sin discriminación salarial, libertad sexual y familiar, reparto equitativo de las tareas de cuidado, coeducación a todos los niveles. 


El más ambicioso proyecto de emancipación humana de la historia contemporánea encuentra en Simone de Beauvoir su mayor fuente de inspiración. No soy mujer, pero no albergo ninguna duda respecto al valor que en mi favor tiene la propuesta de una sociedad menos inhóspita para todos, un mundo donde puedo construir mi vida y decidir mis valores sin tener que rendir cuentas a ninguna supuesta masculinidad universal a la que debo asimilarme. 

"...Bonne Journée de la femme"