Friday, May 29, 2020

HASTA UN PUEBLO DE DEMONIOS



Sabemos desde Kant que la verdad es un constructo, que aquello a lo que denominamos "la realidad" es el resultado de un denso mapa categorial que aprendemos desde niños a través del lenguaje. Establecer las conclusiones oportunas lleva tiempo y tiene implicaciones colosales. El feminismo, por ejemplo, alcanzó su mayoría de edad, volviéndose con ello real
mente "peligroso" para el patriarcado, el día en que Simone de Beauvoir nos explicó que el género, antes que una imposición aleatoria de la biología, era una compleja configuración histórico-cultural. 

Este descubrimiento nos aboca, irremediablemente, a la diversidad. Con Kant, que escribe en plena Revolución Francesa -por cierto horrorizado a distancia ante las carnicerías de Robespierre-  la Ilustración culmina la formulación de su proyecto, que pasa por la configuración de comunidades polifónicas es, decir, democráticas. No hace falta ser un experto musicólogo para saber que la polifonía no es el caos. La expectativa de no caer en la cínica desidia del "todo vale" o, como diría Ratzinger, en el vértigo del relativismo, pasa por erigir la Razón como garante tanto del conocimiento como de la acción moral. Esto significa muchas cosas. Para empezar, la condición racional plenamente desplegada en el sujeto ilustrado garantiza la libertad o, en palabras de Kant, la autonomía intelectual y moral. Cada ser humano entenderá el mundo como le dicte su conciencia, pero el principio de la libertad fundamentada en la razón no será lo que le separe de los demás, sino más bien lo que nos una a todos. 

Con todas las cautelas a las que el sentido crítico de la razón kantiana me invita, presumo que desde este pilar se sostienen los Derechos Humanos, el principio cosmopolita que reclama una justicia universal, la lucha contra el desastre ecológico  (en especial, el cambio climático), el control de la especulación financiera, la batalla contra el crecimiento de la desigualdad y la precariedad, la protección de los servicios básicos... 

Bien, ahora entenderán por qué recurro a Kant a riesgo de aburrirles. Si yo cediera a mis primeras inclinaciones, haría como algunos de mis allegados y hoy les diría lo que pienso de ciertos sujetos que han llenado páginas y telediarios en los últimos días. De no ser porque me parecen bastante cortitos, diría que son maestros en sacar lo peor de mí. Claro que tampoco debe hacer falta mucho talento, pues hay un par de vecinos de mi bloque que, con bastantes menos estudios que la Marquesa, también lo consiguen a menudo. 

Reflexionemos, ¿debemos sucumbir a la indignación porque un líder del gobierno español, al cual por cierto yo he votado con pleno sentido de la responsabilidad, sea insultado en la persona de su padre, acusado de "terrorista"? La cuestión no es lo que ese comentario y su autora merezcan de mí, la cuestión es si estoy dispuesto a caer en el juego que nos propone y que, sobre todo, sigue con plena convicción la mayor parte de la prensa. De ser así, hoy me limitaría a explicarles por qué creo que esa señora y yo estamos en las Antípodas, hasta el punto de que lo que todo lo que sea bueno para ella va a ser malo para mí.  

He empezado explicando que nuestra visión del mundo adquiere sentido a partir de una serie de a prioris. Esta convicción sortea la antigua fe en un "ojo de Dios". Si la realidad se construye, y hay, por tanto, múltiples formas de otorgar sentido a la experiencia, entonces debemos extraer dos conclusiones urgentes. La primera es que debo aceptar, y en cierto modo incluso celebrar, la diferencia de criterio... Vamos, que hay muchos que piensan muy distinto a mí y que eso, lejos de ser un fastidio, es el cimiento mismo desde el que se sustenta la salud de la comunidad. La segunda es que lo que me presentan como "verdadero", debo identificarlo como el resultado de una serie de interpretaciones, selecciones de relevancia y, en definitiva, decisiones humanas que dependen de intereses privados. 

Lo diré de una vez: podemos pasar días, semanas y, si queremos, el resto de nuestras vidas, hablando de lo que una diputada le dijo a un oponente... y si nos cansamos, tranquilos, siempre hay raciones abundantes de "Sálvame" en el Parlamento. Podemos pensar que no se puede caer más bajo, pero sí se puede, no hay más que mirar en youtube alguna de esas sesiones parlamentarios de ciertos países de las estepas asiáticas donde sus señorías se majan masivamente a palos. En cualquier caso no sé si estamos tan alejados de la barbarie como solemos pensar, sobre todo cuando nos percatamos de que los sillones del Congreso están repletos de almas sin conciencia. 

Somos nosotros, cada uno de nosotros, los que tenemos la responsabilidad de decidir qué es lo verdadero y qué son maniobras de distracción o espectáculos pirotécnicos, por no decir pornográficos. Nissan acaba de cerrar y ha dejado miles de familias en la calle el mismo día nefasto en que Alcoa ha echado a la mitad de su plantilla. No es una simple exigencia intelectual, sino ética, la de mirar hacia los verdaderos incendios que amenazan con destruirnos, para lo cual hace falta audacia, mucha más que la que se requiere para leer a gritos prensa hooligan o lanzar imprecaciones desde las redes sociales. 

Esto, a poco que se disfrute de las luces de la razón, puede terminar por entenderlo -como avisaba el viejo Kant- "hasta un pueblo de demonios". Nos va en ello la supervivencia o, si lo prefieren, mantenernos lejos de las tierras de los bárbaros. 

Wednesday, May 20, 2020

SARAY


No se engañen, no pretendo defender a Saray porque es indefendible. Y CCOO se equivoca cuando censura el comportamiento con la concursante que tuvo Masterchef, especialmente en el momento de la expulsión, pues es ridículo pretender que "le debería haber cuidado especialmente dada su condición de gitana y trans". A una persona categorizada como socialmente vulnerable se le deben otorgar facilidades, pero considerar que puede ser impunemente maleducada, agresiva y despótica supone no solo abaratar reglas de convivencia que valen universalmente, sino además falsear la realidad: nadie soporta a alguien así en la "vida real". Sé bien porque lo digo. Dirijo a diario grupos de niños y adolescentes, y sé perfectamente que dejar que un individuo ególatra, caprichoso e indolente imponga su lógica al conjunto tiene efectos destructivos que es mi obligación impedir. 

¿Por qué pese a todo esto la pasada noche me acosté pensando que Saray era mi héroe? 

Masterchef es uno de tantos realities presentados como concurso y que, al dotarse de un cierto crédito cultural -"la cocina"-, se vuelve tolerable para una cadena pública. Ahora mismo, y el dato es trascendente, es el programa más rentable de TVE. El dinero que emplea en "invitar" a supuestas leyendas de la restauración, ante los cuales los concursantes han de babear con rictus embelesado, y la supuesta autoridad profesional de los tres presentadores le dan la capa de blanco necesaria para que no se advierta que el verdadero interés del espacio es claramente morboso. Al final no es mucho más que un Gran Hermano con la excusa de enseñarte a caramelizar la cebolla antes de sofreír unas mollejas.  

Un divertimento ligero no es intrínsecamente malo... Ni bueno tampoco. Cada persona elige cómo entretenerse y es perfectamente razonable que a la gente no le apetezca ver películas de Von Trier a según qué horas. Otra cosa es que uno haya de tragarse lo que le den o, como expliqué hace unos días en relación a "Sálvame", que haya que aceptar que la basura lo es menos porque las multitudes la adoren. Hace unos veinte años, con el film "El show de Truman" como su gran visión profética, un modelo nuevo de televisión barata y ferozmente eficaz vino para adueñarse del medio. Su clave secreta era convertirnos a todos en mirones -ahora ya sin rubor- de eso que antes solo podíamos imaginar pegando la oreja a la pared para saber por qué reñían los vecinos. Nadie ve Masterchef para aprender recetas, esa es una excusa para marujas. El reality se sigue porque necesitamos que nos ofrezcan el espectáculo del dolor, de la euforia, del miedo o del odio. Esto ya nos lo ofrecían antes desde la ficción del relato, sí, pero la neotelevisión cuenta con el gancho adictivo por excelencia: lo que nos vende es la realidad, lo que ven nuestros ojos es lo que "verdaderamente" ocurre. 

Esto, obviamente, es mentira. En realidad es la mayor de todas, pues precisamente se presenta como lo contrario. Los programas están todos perfectamente trucados. Esto es así desde el primer Gran Hermano, emitido con enorme éxito hace ya veinte años. Se nos hizo creer que veríamos la vida -y quien sabe si la muerte- completamente en directo, pero luego solo presenciábamos un resumen correspondiente a un relato preconfigurado. Las votaciones después nos otorgaban la hipnosis de una ridícula democratización del medio televisivo. No son estos años de zozobra, sino aquellos primeros del siglo, en que la economía se inflaba sin pausa, cuando de verdad nos volvimos todos imbéciles. 

Solo he visto dos veces Masterchef. Escribí sobre la primera, aquel concursante algo cándido que creyó que haría reír al jurado con aquel plato esperpéntico al que llamó "León come gamba". Lo de Saray de esta semana ha sido mucho más heavy, más bizarro, diría yo. La seleccionaron para participar entre veinte mil aspirantes no por saber cocinar, que no tiene ni idea, ni siquiera por la singularidad de sus condiciones... La llevaron a Masterchef porque intuyeron que podía ser el agitador que todo grupo de concursantes necesita para que haya lío y el programa gane audiencia. Les funcionó bien, y la prueba es que yo, que soy un detractor, está hablando ahora de Masterchef, y que sus cifras de audiencia batieron records la noche estelar de Saray. Pero se les escapó de las manos... Y sospechó que de lo que ocurrido con Saray sólo nos han mostrado la mitad de la mitad. 

Inolvidable momento para la historia de la tele ese en el cual Saray se entera que tiene que pelar una perdiz y cocinarla. Se niega, se mea en el programa y decide rebelarse, asumiendo lo que ningún concurso puede tolerar: el suicidio. Genial la presentación del plato con un pajarraco -el "aguilucho asqueroso este", decía la gitana-, rodeado de tomatitos cherry y haberle quitado una pluma. La repugnante reprimenda de los jueces, que sacaron lo más siniestro de su odiosa personalidad autoritaria, convencidos de su superioridad moral, recitando como gallinas cluecas la panoplia de la dignidad del arte culinario,,, El escarnio a Saray del resto de concursantes, que, como ella espetó ante la cámara, demostraron ser un hatajo de hipócritas. Su desaire final, tirando el delantal, me recuerda a episodios míticos como el de Umbral y su libro o Lola Flores y su pendiente perdido. 

Vivimos en la Era Trump, no deberíamos olvidarlo. No sé si saben que, antes de llegar a la Casa Blanca, Donald presentó un reality-concurso particularmente fascista, donde la clave para ganar era comportarse como un miserable. Todos tenemos miedo... Miedo al paro, a la marginación, a quedar fuera de onda... Últimamente también a los virus. Las colas de "personas como nosotros" en la beneficencia nos empuja a la obediencia, a la sumisión, a la falsedad, a una competencia mezquina y desprovista de sentimientos tan imprescindibles como la solidaridad. Saray es una paria, y sabe que solo comportándose como tal podrá salir del anonimato y la pobreza. En ese sentido es una accidente de Masterchef, un accidente televisivo, un virus que se les escapó de las manos. 

Por segunda vez mereció la pena ver Masterchef. Que se jodan. 



Tuesday, May 05, 2020

ROJOS Y MARICONES


“Este es un programa de rojos y maricones. Y al que no le guste, lo siento”. Este el contenido textual del “Jorge Javier estalla” con el cual portadas de toda índole llamaban a gritos nuestra atención la pasada semana. Uno de los colaboradores de Vázquez, el “periodista” Fernando Montero, sacó en “Sálvame” los pies de tiesto al recordar la maldad de Pablo Iglesias y su célebre casoplón de Galapagar. Por lo visto el tema de debate era el affaire de cierto comentarista con pretensiones de cuñado facha y moralista al cual, en un speech televisivo ante el ordenador y en pleno confinamiento, se le coló a las espaldas la imagen de una bella y semidesnuda joven. El “escándalo” se extiende como la pólvora debido a que el personaje es -mejor dicho, era- novio de otra señora por lo visto célebre. Este asunto tan trascendente ha tenido en vilo al país durante un par de semanas, en cierto modo la pareja rota es una víctima más del coronavirus, pues si el cuñado en cuestión no hubiera tenido que comparecer en la tele para soltar sus filípicas desde el ordenador no se le habría cruzado por detrás la amante en bragas.


 Tiene su gracia que a estas alturas Telecinco tenga el cuajo de presentarse como campeona de las libertades y el progresismo. Y, sin embargo, hay algo en la desfachatez de Vázquez que me suscita una reflexión preocupada. No sé cuál es su ideología, o mejor, sí lo sé porque él lo da a entender, pero, como hace miles de años los educadores griegos ya advertían a los niños, “no os precipitéis a juzgar a un hombre por sus palabras sino por sus hechos”. Y lo que hace Vázquez, desde hace muchos años, es pura basura. El hecho mismo de que el nombre “telebasura”, tan recurrente en los años noventa, haya perdido valor de uso, da a pensar que todo el medio televisivo, y yo diría que los medios en general, están tan invadidos por su lógica, que ya no somos capaces de distinguirla y, por consiguiente, denunciarla.


Hubo un tiempo en que el modelo de televisión con vísceras se encastillaba en la libertad nocturna. Las guarradas del Mississippi dejaron lugar a una especie de obscenidad algo más astuta que lideró Xavier Sardà y más rica a Telecinco. Sardà es un mal tipo, no tengo ninguna duda, pero él al menos sabía que era un camello y sus adictos un hatajo de yonquis capaces de comerse cualquier mercancía que les sirviera, aunque fuera pura mierda. Era tan cínico que llegó a permitirse el lujo de decirles a la cara a los televidentes que eran un hatajo de idiotas que le estaban haciendo millonario.


Lo de ahora es más inquietante, pues, aunque Vázquez también me parece un cínico, la autoridad moral con la que se permite humillar públicamente a un majadero reaccionario me invita a preguntarme si es realmente consciente de qué mercancía está vendiendo. También se me ocurre que si no le gustan los racistas ni los homófobos no sé por qué mantiene entre sus colaboradores a un tipo insignificante ideológicamente afín a Vox. “Rojos y maricones”, dice el tío. Hostia. ¿Se le ha ocurrido investigar cuál es el perfil de los millones de españoles que le siguen? Hubo un tiempo en que para poder decir algo así uno tenía que jugarse el pellejo o, cuanto menos, aportar a la comunidad algo valioso. ¿Han visto alguna vez “Sálvame”? Un par  de vueltas de tuerca y el plató que dirige Jorge Javier se me figura un escenario ubuesco, una especie de desfile delirante de miserias humanas, mezquindades y vergüenzas privadas que se exhiben obscenamente al público.


“Habrá un momento en que lo que ahora te parece extraño llegue a ser natural”, le dice la criada torturadora de los oligarcas de Gilead a la protagonista de “El relato de la criada”. A veces me pregunto si la normalización de ciertos espectáculos que denigran la condición humana no son un epítome del mundo que habríamos tenido si Hitler hubiera ganado la Guerra Mundial. Tras una cruenta etapa de posguerra en que se habría institucionalizado el exterminio, las aguas se habrían relajado y un capitalismo sin derechos humanos ni disidencia habría convertido en norma la monstruosidad cotidiana.


“Los ciudadanos no deciden conscientemente ver la televisión. Lo hacen por una especie de atracción, de hipnosis aturdida”, dijo Jean Baudrillard. Se dice que la sociedad se ha quedado sin valores. No estoy seguro de que sea un diagnóstico certero. Se nos inyectan valores a cada momento, otra cosa es que sean los que hacen explícitos los ideólogos, como se advierte con el caso de Vázquez. Se nos transmite -de forma opaca, claro- el principio de la impotencia política, se nos transmite el odio y la violencia en unas dosis que no pongan el peligro el sistema y que lanzamos contra los responsables políticos o las celebridades televisivas… Se nos atenaza, en suma, con una lógica viscosa que nos hace creer que todo, hasta los sentimientos más vocacionalmente destinados al secreto y la privacidad, son asunto mercantil. Todo, el amor, la amistad, el dolor, el sexo… todo es susceptible de convertirse en espectáculo y, por tanto, en mercancía. La mayor promesa de la modernidad burguesa, la autonomía del sujeto, queda convertida en parodia de sí misma ante la conversión de la vida pública en una escena vomitiva de personajes insultándose y revelando intimidades, que es a fin de cuentas lo que, con mucha más honradez, hace la pornografía.


Nunca la insignificancia alcanzó tanta autoridad, nunca fue tan influyente. Por fortuna, la vida siempre va en serio. Toda esta escoria se extinguirá y sus próceres serán olvidados para siempre. “Rojos y maricones”… hay que tener cuajo, macho.