David Lynch lleva demasiado tiempo en mi vida como para que su muerte no despierte en mí toda serie de recuerdos, conmociones y, por qué no decirlo, también algunos enojos. Parece fácil sucumbir a estas alturas a la conclusión pontificada por los dos más célebres y leídos críticos culturales de El País, Carlos Boyero y Sergio del Molino.
Se diría que sus conclusiones son opuestas. Para Boyero, Lynch es un farsante que, sabiendo hacer cine “de verdad”, ha preferido aprovechar su crédito para someternos a insoportables laberintos artísticos que ni él mismo entiende. Para del Molino, estamos ante un genio del clasicismo cuyas derivas surrealistas quedarán en el olvido por inanes e inútiles. El punto de partida es el mismo: el genio de Lynch sobresale en El hombre elefante y A strange story, islas de talento sólidas y accesibles en medio de un serial de títulos promovidos por un ego insufrible y un insistente ataque de falsa genialidad.
Entre uno y otro crítico no veo más diferencia que la del vaso medio lleno o medio vacío, pero creo que ambos se equivocan. No hay duda de que estas dos películas son demasiado buenas para ser realizadas por un inepto que ocasionalmente se encontró con las musas. Ahora bien, Lynch es mucho más que esos dos títulos, que son sin duda sus dos relatos menos problemáticos y –con algunos matices- corresponden a un formato clásico. Si tiramos a la basura el resto de su producción, entonces es mejor ni molestarse en hacer una necrológica.
A grandes rasgos… Cabeza borradora es una locura tan cómica como estrafalaria y, por momentos, muy irritante. Dune es escenográficamente original y espantosamente aburrida. Corazón salvaje es muy divertida y tiene elementos geniales, aunque creo sinceramente que un film menor. Carretera perdida e Inland empire me parecen dos comidas de cabeza perfectamente olvidables. Twin peaks… bueno, yo me lo pasé bien en los noventa con la primera, aunque una vez revisitada me asalta la pregunta de si ha envejecido bien. En cuanto a la segunda, la del año veinte, lo siento, no la soporté. Me faltan dos, y lo siento por los críticos de El País, pero Terciopelo azul es excepcional y Mulholland drive, pese a sus “sobradas” –llamémoslas así- contiene demasiados aspectos interesantes para ponerla al nivel de paja mental y ejercicio de autismo estético.
Todas estas valoraciones convendría explicarlas y debatirlas, pero no es el lugar. Lo que sí afirmo es que un tipo que firma al menos cuatro películas grandiosas y que provoca un terremoto televisivo tan grande como el del primer Twin peaks merece ser tomado muy en serio. He recibido críticas por no ser fan de Christopher Nolan, Quentin Tarantino o David Fincher… permítanme decir que ninguno de estos alcanza ni remotamente la trascendencia que atribuyo a David Lynch.
Tampoco para esto es el lugar, pero creo que es irremediable aludir al carácter problemático y fascinante del fenómeno de la vanguardia, que forma parte del relato asociado desde el siglo XIX a lo que se vino en llamar el modernismo. Desde Baudelaire, tal y como yo lo entiendo, la figura del artista va ligada a una vocación de ruptura respecto de los cánones que asociamos con la conciencia burguesa. Rebelde frente a las formas hegemónicas de representación, el creador asume la condición “ensimismada” de la obra, la cual, en la medida en que no obedece a unas instrucciones académicas, debe diseñar las pautas de su propio lenguaje.
A partir de aquí nos abocamos a un tipo de experiencia estética ciertamente fascinante, pero también en cierto modo terrorista, pues las claves de la recepción no están garantizadas por ninguna instancia exterior.
El mundo del cine está, como sabemos, más sometido que ningún otro arte a las pautas del mercado. Eso lo complica todo, a lo mejor por fortuna. Así, una obra maestra como Million dollar baby, de Clint Eastwood, se nos aparece como clasicista, mientras que otra en mi opinión tan olvidable como Origen, de Christopher Nolan, o como “El club de la lucha”, de David Fincher, presumen de romper las pautas expresivas supuestamente estandarizadas.
Es un laberinto, sí. Seguramente por eso me pongo a distancia de visiones tan maximalistas como las que suele efectuar Carlos Boyero. De acuerdo, Carlos, hay supremas imbecilidades que parecen haber sido hechas para que el gafapastismo se las dé de listo y los sesudos tipos de Cahiers de cinema digan que lo sublime es alérgico al gusto de las multitudes. El problema es que, por ese camino, podemos terminar diciendo que Terciopelo azul es una paja mental, que a Lars Von Trier habría que estrangularlo y, si me apuran –y me lo he oído- que Picasso pintaba cosas raras como Las señoritas de Aviñón porque en realidad nunca supo pintar como Dios manda.