



Desde la Cueva del Gigante, lugar perdido en un territorio árido donde antiguamente se refugiaban los bandoleros, esta página intenta echar luz, y también alguna sombra, sobre los fenómenos sociales contemporáneos: las nuevas tribus, los simulacros culturales, los movimientos de masas, etc...





Es de Cioran, sí, diríase que hacer caso de esta idea habría de angustiarnos o deprimirnos, quizá debiéramos incluso encolerizarnos con su autor y dejar de hablarnos con él para siempre. Y, sin embargo, es una extraña paz la que me asiste cuando vuelvo a ella, como si, asumida la imposibilidad de encontrar respuesta a todas mis perplejidad, hubiera encontrado al fin la manera más distinguida y noble de expresarla. Feliz Navidad.
Empecé a tomarme en serio el tópico del Oro Catalán con apenas ocho años, cuando mi padre me llevó a Mestalla para ver un partido contra el Barça. Aparte de su vistosa camiseta, aquel equipo clasificado entonces en la zona baja de la tabla no había de transmitirme nada en especial... excepto por un detalle. Ese detalle terminó convirtiéndose en algo muy grande, y muy temible, como descubrí aquella noche: se llamaba Johan Cruyff. Era un tipo delgado y su corte de pelo tenía un aire pop que a duras penas copiaban los todavía algo paletos futbolistas españoles, criados en la posguerra a golpe de cartilla de racionamiento y con pinta de calzarse botas de fútbol solo después de haber abandonado el azadón. Cruyff me deslumbró absolutamente. Era como si jugara en otra liga, a otra velocidad, como un extraterrestre. Los defensas rivales no llegaban ni a verle, tenía una mente tan rápida y una cintura tan prodigiosa que no eran siquiera capaces de abatirle a patadas. Supe quien era cuando él sólo se cargó al Valencia con dos goles maravillosos. Los contrarios no llegaron a entenderle, pero en cuanto sus compañeros empezaron a acostumbrarse a jugar para él el Barça se salió. En su visita a Chamartín, esa misma temporada, causaron el destrozo más grande en la historia de ese estadio, con aquel holandés irritante liderando un 0 a 5 terrible ante la mirada asombrado del mismísimo Santiago Bernabeu y con medio país -la media España de fe madridista- ofendida ante tanta infamia.
Hubo un tiempo en que desde la dirección del Barça se advertía del peligro de que el club se "politizase". En realidad, lo que el President Núñez pretendía era defenderse de la estrategia envolvente que Pujol le lanzaba desde la Generalitat, preocupado como estaba porque la gestión de la institución con más valor espiritual del país -con permiso de la Moreneta- escapaba al control de los nacionalistas. "Haga como yo, no se meta en política", decía Franco. Con el desembarco de Joan Laporta se acabó esa doble moral: el Barça no se ha politizado, simplemente ha reposicionado ideológicamente su punto de mando, o -para ser más claro- se ha vinculado definitivamente a las fuerzas políticas hegemónicas del Principado.
Laporta no me gustó nunca. Sin embargo, entró con un alarde coraje político inimaginable por lo visto para ningún otro dirigente deportivo: echó a los ultras de su estadio. Hay clubs como el Real Madrid o el Atlético donde estos grupos de modales intimidatorios e ideologías antidemocráticos han sido no solo tolerados sino incluso protegidos y fomentados. Hay casos patológicos como el del Olympic de Marsella, donde la presencia de estos sectores, lejos de ser residual o minoritaria, parece ser constitutiva de la identidad misma del club. Con esta valiente decisión, Laporta cargó con la responsabilidad de acreditar el talante racional y civilizado del que siempre han presumido los catal
anes.
No, no soy nacionalista. La tragedia del Sahara, incandescente estos días por la huelga de hambre de Haidar en Lanzarote, o la de Palestina, y son solo dos ejemplos, hacen que resulten risibles y obscenas las apelaciones del tipo "freedom for Catalonia" a las que la gente como Laporta es tan aficionada. Dado lo esperpénticos que han terminado resultando los distintos dirigentes de Esquerra Republicana, desde Colom a Carod, pasando por la televisiva Rahola, dado que el papel del partido en la Generalitat ha dado pocas razones a los ciudadanos catalanes para seguir confiando en sus dotes como estadistas, me preguntó si alguien como Laporta no sería después de todo un sucesor a la altura de las circunstancias. Bien pensado, lo tiene todo: ansia de protagonismo, un discurso de "resistencia" pueril pero eficaz, cierto glamour postmoderno del que carecían Nuñez o Pujol...
Y no es un fuego que se vaya a apagar fácilmente. Ni siquiera con Raúl haciendo callar al Camp Nou.




"¿Los políticos? ...Todos igual de sinvergüenzas".





mo Aleixandre y tantos otros que levantaron una inteligente sonrisa en un país acomplejado, López Vázquez fue capaz de deslumbrar dirigiendo el atraco a un banco de lo que cuarenta años después habríamos llamado un hatajo de freakys, a la vez que encarnaba al más odioso y servil de los pelotas de algún oligarca del franquismo: "descuide, nos ocupamos de todo... y póngame a los pies de su señora". Inútil seguir, es preciso mirarle y escucharle. No dejo de asociarle a todas aquellas historietas de Pulgarcito o Mortadelo. Todos aquellos tipos humanos tan risibles, Pepe el Hincha, Petra -criada para todo-, las Hermanas Gilda, el Botones Sacarino, el Profesor Tragacanto... todo eso estaba en el cómic satírico tanto como en la comedia cinematográfica. Me pregunto si queda algo de todos aquellos años de hierro en los Bardem, Cruz y Amenabar a los que ahora vitorean en los centros neurálgicos del mundo. Quizá no, y ¿quien sabe?, a lo mejor vale más olvidarse de aquel paisaje celtibérico tan gris y aquellos hombres subdesarrollados. Pero yo... me temo que envejeceré con aquel sonsonete agudo en la cabeza: "Para servirle, Fernando Galindo, un admirador, es esclavo, un siervo, un amigo."
ara.