Saturday, February 06, 2010




MANDELA
Y LOS SPRINGBOKS






La convicción de que somos los ciudadanos los que debemos construir el poder desde la base, eso a los que los liberales llaman "la sociedad civil", me hace desconfiar de los grandes liderazgos políticos: tengo la permanente sensación de que la Alta Política no es mucho más que un circo que los media nos ponen delante a voz en grito para que olvidemos que la verdadera política transcurre en otros espacios mucho más oscuros, que el juego del poder se ventila en los centros neurálgicos del sistema financiero o en las altas oficinas de las multinacionales.

Nelson Mandela es uno de esos personajes de la vida política que anima a poner entre interrogantes dicha convicción. Dicen quienes le han conocido personalmente que Madiba -nombre tribal con el que se le conoce entre los negros de Sudáfrica- ejerce un poder de seducción imponente. Quizá sea una muestra de debilidad la que a uno le hace ilusionarse con la posibilidad de que el talento de un hombre cambie, para bien, el destino de una nación. Prefiero en cualquier caso caer ante una personalidad tan rutilante que no ante esperpentos como Sarkozy o Berlusconi, simulacros de un cesarismo mediático destinados a desalentar la iniciativa política de los ciudadanos.


Invictus no es en realidad, como podría pensarse, un biopic sobre Mandela. Cumpliendo el deseo del propio Mandela, fue Morgan Freeman el elegido para interpretarle, pero no se trató de dar una de esas imágenes globales y grandilocuentes de la vida de un héroe nacional, sino focalizar el microscopio sobre un asunto de los que, en la agenda de un jefe de gobierno, se presenta como secundario y que, sin embargo, es interpretado como modelo de la filosofía que salvó del desastre a la República Sudafricana cuando la dictadura blanca institucionalizada en el apartheid parecía estar a punto de ser sustituida por el caos y la guerra civil. El texto en el que se inspira el film, El factor humano, del periodista especializado en deportes John Carlin, juega con la hipótesis de que fueron el carisma y la astucia política de Mandela lo que evitó esa catástrofe anunciada, en lo que constituye uno de los ejemplos de transición democrática más difíciles de la historia.


La camiseta verde de los Springboks (el springbok es una gacela de las sábanas del África Austral) es el objeto fetiche sobre el que gira esta apasionante narración, la cual, como todo lo que en mi vida tiene que ver con unos tipos sudorosos que corren tras un balón, se sirve del deporte para hablar de la vida. No hay símbolo más repudiado por la comunidad negra de la nación, lo que supone hablar de más de un ochenta por cien de la República: ese equipo de rugby, formado tradicionalmente por blancos en exclusiva -no es extraño que a los negros les guste más el fútbol- es poco menos que la encarnación del espíritu de la minoría blanca del país... En pocas palabras, los Springboks no son el equipo del país, son el equipo de los afrikaners.



Era tradición entre los negros no ver partidos de rugby más que para ponerse a favor del equipo que en ese momento se batiera contra la camiseta verde. Se sabe que aquel prisionero 466/64 acudía a ver por la tele los partidos de los springboks para celebrar la victoria de sus rivales, lo cual explica la perplejidad de sus millones de votantes, e incluso de sus colaboradores más cercanos, cuando optó, a poco de subir al poder y en vísperas del Mundial del que la República iba a ser anfitriona, por convertir a la selección en símbolo de la nueva Sudáfrica libre. Llamó a Pienaar, jugador-entrenador y estrella de un equipo que había cogido cierta fama de perdedor en los años anteriores- y le pidió que ganará el mundial. No esperaba un simple éxito deportivo, Mandela necesitaba que los Springboks fueran campeones del mundo para apuntalar su gran obra política: la reconciliación nacional. Aquella actitud resultó incomprensible para muchos, como lo fue el que el nuevo Presidente no iniciara su mandato eliminando a todas los cargos blancos de un plumazo, lo que se esperaba, no ya por venganza, sino por la evidencia de que le serían hostiles. Pero Madiba, en el momento de mayor influencia sobre los suyos, convenció al parlamento de que había que apoyar a la selección de rugby. Inicialmente, cuando se dejaban ver por las calles, solo Chester -el único negro del equipo- recibía la admiración de la gente... Al empezar el campeonato y a medida que Sudáfrica iba ganando partidos, y cuando, sobre todo, se vio que el Presidente saltaba alborozado en la grada con cada ensayo de los verdes, la nación cambió drásticamente de actitud y se alió con la selección, convirtiéndo a la gacela, por fin, en la encarnación del espíritu de la nueva nación.



Y llegó la final contra los invencibles All Blacks de Nueva Zelanda. Mientras el estadio de Johannesburg asistía a la impresionante danza maorí con la que los neozelandeses tratan de amedrentar a los rivales, Pienaar reunía en el centro de la cancha a sus compañeros para pedirles que escucharan los gritos de ánimo del público, los cuales eran en realidad el símbolo del aliento de todo el país. El partido fue agónico y necesitó una prórroga. Parecía imposible derrotar a los blacks, pero un drop final de los springboks obró el milagro. Por primera vez en su historia, Sudáfrica sintió que tenía algo que celebrar sin excluir a nadie. Mandela bajó vestido con la camiseta de la gacela a entregar la copa mundial a Pienaar, su satisfacción no era fingida.

El deporte es algo insignificante, no tengo ninguna duda de ello, tanto como para olvidarse de él en cuanto uno sale del estadio y pasa a ocuparse de qué le va a dar de comer a sus hijos a la mañana siguiente. Es tan banal como las religiones, el arte o los carnavales, tan gratuita como lo es el hecho inexplicable de este tiempo que se nos ha prestado para habitar el mundo. Creo que Nelson Mandela es válido como símbolo de algunos valores respecto a los que no debemos ser cínicos. Sí, es cierto, no todo han sido luces en el gobierno de Sudáfrica desde que hace ya casi dos décadas el Congreso Nacional Africano se hizo con el poder. Puede por otra parte objetarse al film de Clint Eastwood el que otorga una visión idílica del estado del país, como si con el carisma de Madiba y un partido de rugby fuera suficiente para olvidar la triste realidad de un pueblo donde el sida, la pobreza, la exclusión social y la violencia son tan característicos como lo son en el resto del África subsahariana. En este sentido, no tengo ninguna duda de que el Mundial de Fútbol -esta vez con una selección nacional donde lo anómalo será encontrar un futbolista afrikaner- no será mucho más que un simulacro mediático.

Y sin embargo, creo que la historia que cuenta John Carlin y de la que se ha apropiado Clint Eastwood da una lección de la que deberíamos aprender. No sé si hay esperanza para África. Leyendo las magníficas -pero descorazonadoras- novelas de Coetzee o viendo uno de esos documentales de Cuatro sobre la vida en Ciudad del Cabo a uno no parece restarle sino el abatimiento. Pero ¿y si Eastwood tuviera algo de razón? Mandela y su astuta reconversión a la fe de los springboks podría encarnar el símbolo de lo que la filosofía del perdón y la reconciliación pueden hacer por sacar a las naciones más pobres de su postración histórica. ¿Puede un negro al que encarcelaron por terrorista hace treinta años marcarnos a todos el camino de la democracia futura? Ojalá este hermoso relato sirva para que, por lo menos, nos hagamos la pregunta. Aunque la selección verde no gane el mundial este verano.





2. Hablando de deportes, medios y globalización, mi viejo amigo y compañero de bastantes fatigas Ramón Llopis Goig me acaba de hacer llegar su último libro, Fútbol posnacional. Transformaciones sociales y culturales del "deporte global" en Europa y América Latina, de Anthropos, trabajo colectivo del que él firma el primer artículo -francamente interesante- y del que es editor. Supone un esfuerzo de años compilar toda la serie de artículos que constituyen el resultado final, francamente elegante, por cierto. Los autores han ido dando cuenta de cómo ha afectado el fenómeno de la globalización de las ligas nacionales en sus distintos contextos. En este sentido es francamente interesante la reflexión de Llopis o Williams sobre el fenómeno de transnacionalización de la Premier League, la liga inglesa, que ha pasado en veinte años de ser un producto británico, donde se jugaba con los patrones de hace medio siglo y era casi imposible encontrar un apellido no inglés, a convertirse en la liga mundial por excelencia, hasta el punto de que Hong-Kong, Manila o Montevideo pueden estar llenos de chavales que disputan entre ser del Liverpool o del United. Atención al trabajo sobre el fútbol en Brasil, pura antropología... Es preciso hablar de futbol para entender el alma de los brasileños casi más que hablar de samba o candombé. Merece la pena y está ya en las librerías.

8 comments:

. said...

Hace poco terminé la lectura del libro de Carlin. Me gustó mucho, me atrapó. Quería profundizar sobre Mandela. Llegué a la conclusión que el éxito de este hombre no era otro sino el respeto (arma interesada) con la que trató a sus adversarios, desde sus guardianes, al presidente Botha o al sirviente que en las reuniones les servía el café. Se trata de un personaje de naturaleza excepcional, nada que ver con las estrellas mediáticas (Sarkozy, Berlusconi...) del momento, un auténtico lider.
Un abrazo

R.S.R. said...

Sr. Montesinos también su compañía es muy grata, sus intervenciones y sus post invitan a reflexionar.
Leo esto que escribe de Invictus y por más que estoy de acuerdo con lo que plantea hay algunas cosas que me gustaría comentar.
No creo que sea un signo de debilidad el ilusionarse con la posibilidad de que el talento, la generosidad y la astucia política de un hombre pueda cambiar el destino de una Nación ya me explicará si no, qué nos queda.

Es una hermosa historia y fue una realidad todo lo que nos cuenta Carling en el factor humano y lo que aparece en Invictus, otra cosa es todo lo que hubo que resignar, que no aparece ni en la obra literaria ni en la película, y que Naomi Klein se encarga de contárnoslo en su doctrina del Schok. Si después de leer El factor humano una vuelve a creer en que la generosidad, el perdón y la tolerancia pueden posibilitar la convivencia y una transición democrática al menos sin un derramamiento de sangre –Sudáfrica tenía todos los elementos para haber terminado así- cuando lees “la Democracia que nació encadenada” directamente se te cae el alma a los pies. Con el factor humano se llora por unos motivos y con el libro de Klein por otros.
Qué fue del Fredom Charter, allí se proclamaba un reparto de riqueza que obviamente no se ha dado. Sudáfrica es el ejemplo más claro de lo que ocurre cuando no se da a la par o no acompaña a la igualdad de derechos civiles ciertos mínimos económicos y sociales. Permitieron que los negros llegasen al poder pero no ocurrió lo mismo a la hora de salvaguardar la riqueza que había sido ilegítimamente confiscada, no hubo reparto ni redistribución. Parece, por lo que señala Naomi Klein que Sudáfrica tuvo alguna posibilidad de salirse de ese sistema económico que fue el apartheid cuyo recurso al racismo le permitió que una minoría blanca amasase fortunas escandalosas gracias a la mano de obra de los negros en las minas las granjas y las fábricas. Sin embargo no pudo ser, en esa transición el capitalismo feroz no dejó hueco.

Ahora, con la tragedia de Haití este libro y todo lo que en él se plantea está más presente que nunca.

Sólo una cosa más, cuando dice que es deporte es una cosa insignificante, cuando según dice usted, su vida está tan vinculada a él ¿es la expresión de un deseo o el convencimiento de una realidad?
Seguramente lo vería, ayer mismo John Carlin, escribía un buen artículo diseccionando a la sociedad británica con el deporte como excusa.
Un saludo

David P.Montesinos said...

Gracias en primer lugar por su comentario y por la oportunidad de intercambiar ideas con usted tanto en este blog como en la de nuestros comunes amigos, amiga.

Con Naomi Klein me quedé en No logo, ahora sé que debo leer La doctrina del shock, con más motivo siguiendo su amable consejo. Tengo entendido que el capítulo del libro al que se refiere, "La democracia que nació encadenada", gira en torno al tema que tratamos, me haré con él, aunque sospecho que usted acierta en el diagnóstico de que incide sobre todas estas cuestiones que el relato de Carlin que da lugar a Invictus deja fuera, no creo que por intención de ocultar nada, sino porque las intenciones del relato navegan por otros derroteros.

Efectivamente, ayer leí el artículo de Carlin, siempre lo hago, algunos son francamente interesantes, sobre todo porque creo que no hablan exactamente de fútbol. Comparto la denuncia de la hipócrita mojigatería del Sun y los demás tabloides, que no hacen por cierto otra cosa que administrar el morbo de sus lectores. Hay un estilo de doble moral muy victoriano en todo esto, pero, por más que por estos lares aún no nos pega por quitarle el brazalete de capitán al adúltero de turno, huele un poco parecido a tanta televisión basura donde la gente se pasa horas disertando sesudamente sobre los pormenores de la entrepierna de tales y cuales celebridades. "El mundo se está volviendo loco", dice Carlin, es un poco la sensación que me queda.

Hay por cierto un video por ahí del 28 de enero en El País donde Carlin explica en una entrevista por qué cree que Mandela es "el político perfecto", precisamente a vueltas con el estreno de la película.

Anonymous said...

Ricardo said...
Hay una escena en la película que me gustaría comentar. Se trata del encuentro de Mandela y Pienaar en el despacho presidencial. Previamente se nos ha ido preparando: hemos conocido a los Pienaar en su casa, vemos que el padre es un afrikaner recalcitrante, tiene un buen pasar y teme lo que les espera; incluso suelta paridillas acerca de la capacidad de Mandela y tiene una criada negra. Y en eso que llega la carta de invitación del presidente. Hay una gran incertidumbre sobre el interés que puede tener Mandela en compartir un té con un jugador de rugby. Pienaar hijo está muy nervioso. Tiene cara de buena gente -buena gente blanca, claro-. Llega el día: su novia le lleva en coche; también ella está muy inquieta. Y por fin tiene lugar el acontecimeinto. Total, una charla sobre rugby y sendas tazas de té servidas por una asistenta afrikaner. Es todo de una banalidad pasmosa, no hay ni palabras altisonantes ni gestos vehementes ni nada de nada. Todo fluye con una naturalidad pasmosa. Y sin embargo uno asiste a esa merienda con la emoción de estar en la final de Copa de Europa de fútbol.
Es una magnífica lección de civismo, pero no solo por lo que tiene la película de histórico, sino también por la obra maestra de cine que es.

1:34 PM

David P.Montesinos said...

Comparto solo en parte tu entusiasmo por la película, querido Ricardo. Me gustó, ciertamente, lo pasé bien, pero no me atrevería a calificarla de obra maestra. En cualquier caso, creo que describes perfectamente con tus sensaciones respecto a esa escena las que yo también tuve. Es verdad, parece que no pase nada en especial, tan solo le hace entender, quizá más con la lenta gestualidad del anciano, por qué es tan importante ese éxito deportivo. Felicidades por tu blog.

Justo Serna said...

Yo también vi 'Invictus' y coincidí en la misma sala con R.S.R. También es casualidad, siendo como es un cine muy grande. De todos modos, Valencia es una ciudad pequeña...

Bueno, a lo que iba. Vi 'Invictus' y me pareció una bella historia, aunque con pocos matices. No hay nadie suficientemente malo. No hay villanos que lo sean hasta el final. ‘Invictus’ es un cuento muy reparador y amable, que consuela y alivia.

Lamentablemente, la realidad no es así, porque la realidad no se parece al fútbol o al rugby. El Mandela real, que generosamente ayudó a su país, es una excepción, bendita excepción. Y el Mandela cinematográfico es un santo varón sin mácula…, cosa que le perdono al cineasta por lo bien que nos cuenta esta anécdota grandiosa. Es un relato de valores generosos, de ejemplos edificantes, contado a la manera de un peplum: con su agonismo extremo y épico.

De vez en cuando necesitamos pensar que la realidad es así. Sólo hace falta alguien que sepa contárnosla verosímilmente. Sin un novelista o cineasta que lo haga, no somos nada. La narración escrita o cinematográfica acaban por configurar nuestra imaginación de lo sucedido y a la postre necesitamos creer que es así.

La ventaja de Clint Eastwood y de John Carlin está en que la historia que nos cuentan no es la biografía de Mandela: sólo es un pasaje breve de su vida. Con ello es más fácil saltarse los claroscuros o los aspectos menos edificantes de toda existencia. Por ejemplo, su relación con Winnie, su ex esposa.

Saludos

Anonymous said...

Es evidente que hay mucho que aprender acerca de esto. Creo que hizo algunas cosas buenas en características también. Sigue trabajando, gran trabajo!

Anonymous said...

Lo que me parece problemático es descubrir un weblog que se apoderaba de mí por un minuto , pero su blog es diferente. Bravo .