LA DIADA Y MADRID 2020.
Nunca, ni en mis momentos más radicales, comulgué con el
nacionalismo. Me cuesta sentir entusiasmo por ningún fenómeno de este tipo que no se
parezca al caso palestino, donde nos topamos con una problemática humanitaria
excepcional. Hay otras cuestiones que acaso tengan demasiado que ver con las
cicatrices que sobre mi mapa emocional ha dejado la vida: escepticismo es la
palabra, me temo. Me pasa por ejemplo cuando juega la selección y tocan el himno
nacional, veo a Sergio Ramos elevando ojos al cielo como un legionario y me
entran ganas de chanza, ya ven. Como cantaba Georges Brassens, “a mí la música
militar nunca me pudo levantar”. No es mala fe: me pasa exactamente igual
cuando interpretan el himno de Valencia: veo a los falleros emocionados tras la
cremà, la Mare de Deu cubierta de
flores, y les juro que, por un instante, quiero creer, pero se recrudecen en mi
memoria tantos episodios en los que al amor de un estandarte se ha machacado a
la gente que no sé, me entran ganas de fugarme.
Por eso, cuando tras la diada veo a un político catalán
explicándonos su euforia casi con lágrimas en los ojos, como cuando el Barça
gana copas de Europa, estoy a punto de contagiarme... hasta que me acuerdo de
que lo que pretenden los manifestantes es abandonar el barco que compartimos,
de lo cual no sé si se derivan cosas tan estupendas para ellos como parecen
creer, pero, desde luego, no se deriva nada bueno para los que nos quedamos.
Todo eso de los niños vestidos de pagesos,
la emoción patriótica de la ofrenda a una virgen que resulta que tiene el
corazón cuatribarrado, las lágrimas del "por fin ha llegado nuestra hora", las
manos entrelazadas de la vieja burguesía con los nietos de la inmigración
andaluza mientras suena Els segadors. Lo
lamento, no consigo verle la gracia. En fin, que cada vez que se desatan las
pasiones colectivas con aquello de la tierra, la sangre y la bandera yo me
acuerdo de aquello de Els Joglars en
la tele que indignó tanto a los catalanes: Gurruchaga y Boadella descubrieron
que la Moreneta
era en realidad el portero camerunés N´Kono, es decir, que ni siquiera era del
Barça. Aún me acuerdo del escándalo que se lió.
Y sí, lo sé, es inútil explicarle esto al que sí lo siente, tan inútil
como llamarme a mí “nacionalista español”, gansada que ilusiona al que me la
espeta con la pretensión de que lo que hay más allá del Principado son tierras
de cabreros, que todos simpatizamos oscuramente con los bárbaros que atacaron
la sede de la Generalitat
en Madrid, que nada ha cambiado aquí demasiado desde Franco, que comulgamos con
la caverna mediática... Y ante esto sí hay que decir energicamente que no, como cantaba
Raimon.
En lo que tiene razón la cadena es en la presunción de que
gran parte de la crecida espectacular de la causa independentista que se
registra en el seno de la sociedad catalana se debe a la actitud que la derecha
española ha exhibido ante el conflicto. ¿Humillación? Desde luego que sí.
Cualquier portada de La Razón o el ABC suena a fascismo cuando se menta el tema. La singularidad catalana
es sistemáticamente pisoteada o, como sucede con el actual Gobierno, eludida.
Esta elusión está haciendo un daño terrible, pues los catalanes –también los no
independentistas- lo interpretan como manifestaciones de hostilidad. Y
aciertan, en la derecha española no hay un residual sentimiento de desprecio o
rechazo, lo que hay es un profundo anticatalanismo.
Da grima oír hablar ahora
de diálogo cuando la visión de partida es que no ocurre nada, que lo presenciado en las últimas diadas es un alboroto fugaz. Tras la maldición que cayó sobre
todos nosotros el día que el PP y el Constitucional se cargaron el nuevo
Estatut, quedamos abocados en el mejor de los casos a una reforma
constitucional que requiere mucha finura e interminables negociaciones, y en el
peor a una secesión que a quienes amamos a Catalunya –aunque nos burlemos de
ella, a fin de cuentas me burlo más de España y de Valencia- nos sumirá en la melancolía, por no hablar de las inimaginables
implicaciones económicas. Mientras tanto la derecha opta entre seguir ignorando
el problema, conducida por el don Tancredo que tenemos de Presidente, y seguir
fabricando nuevos independentistas con los insultos y los gritos de la caverna.
Sigan así, ya verán lo bien que nos va a ir a todos.
2. Cuando no se abstrae de los supuestos beneficios que
habría de depararnos la concesión olímpica, lo mejor que nos queda es aquello
de Gila: “Se me ha muerto el hijo, pero lo que me he reído...”. Impagable la
actuación de Ana Botella, un personaje a la altura de su leyenda, la de la
matriarca de una familia digna de una sit
com a la que el también simpar Ruiz-Gallardón puso en el trono del
consistorio madrileño para hacerle la pelota a Aznar. Éste último, por cierto,
ya marcó el camino del “hablemos inglés sin reparos” aquel día en el rancho de
Bush. Su señora esposa le ha superado, sin el aire tejano y machote de aquella comparecencia delirante,
con ese toque de dama de colegio de monjas, sobreactuado y cariñoso, como de cuestación contra el cáncer.
Tiene su aquél toda la monserga suscitada por el imprevisto
batacazo sobre la maldad del COI y el contubernio judeo-masónico contra España.
No digo que no haya una parte de verdad, dudar de la integridad de los
procedimientos de elección de sede olímpica es casi una cuestión de higiene: es
pura política, en el sentido más peyorativo de la expresión, y lo que pretenden es propiciar negocios opíparos. Lo que pasa es que
mucho me temo que de haber ganado Madrid a nadie se le habría ocurrido escarbar en estos fangos.
Acaso lo sano sea proponer una reflexión seria sobre una
evidencia: lo que se juzgó en Buenos Aires no es una candidatura, tampoco una
ciudad y sus infraestructuras, ni siquiera el tratamiento que las instituciones
han dado al tema del dopaje, lo que de verdad ha examinado el inconsciente de
los electores es la robustez de un país, su credibilidad, su seriedad. Y el
resultado ha sido negativo por un sencillo motivo: el mundo desarrollado no nos
ve como un país en apuros: nos ve como un país en quiebra, una nación políticamente
fracturada, un estado del bienestar desmantelado y en situación de saldo, seis
millones de parados, colas repletas en los bancos de alimentos, una clase política
desacreditada por su inoperancia y su corrupción... Se me ocurre pensar qué
habría ocurrido si Madrid hubiera ganado. ¿Nos encontraríamos en el 2030 todavía
juzgando los casos de corrupción que se habrían derivado de la organización del
magno acontecimiento? ¿A cuánto habrían ascendido los sobrecostes de esta
Olimpiada vendida como la de la austeridad? ¿Dejaría de ser Madrid el
ayuntamiento más endeudado de Europa? ¿Continuará la Comunidad vendiendo
hospitales públicos?
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