Friday, March 15, 2019

REBECA NOS HA VENCIDO

"Anoche soñé que volvía a Manderlay." Una voz femenina en off inicia con esa confidencia un film que, una vez visto por primera vez, ya nunca se olvida. La voz corresponde a la segunda señora de Winter. Tras el intrincado y neblinoso camino, asilvestrado por el descuido, averiguamos por qué jamás podrá regresar más que en sus sueños, o mejor, en sus pesadillas: Manderlay fue incendiado y destruido. Yo sí regreso a la suntuosa mansión a menudo, sus secretos me hechizan desde que la vi por vez primera siendo un párvulo. 

Sin duda ustedes conocen el guión que, por encargo del célebre productor David O. Selznick se adaptó de "Rebeca", el exitoso folletín gótico-romántico de Daphne du Maurier. El aristócrata viudo Maxim de Winter, amo del palacio de Manderlay, elige como su segunda esposa a una joven ingenua y de modestas pretensiones que conoce en Montecarlo. Ya en Manderlay, la nueva señora de Winter ve a cada momento lesionada su autoestima ante la asfixiante proliferación de los signos de Rebeca que sobreviven en la casa a su trágica desaparición en el mar. 

Un perro, al modo del cancerbero del infierno, guarda la puerta de la que fue la habitación de la señora. Esa estancia misteriosa fascina y angustia a la vez a la nueva señora, cuyo nombre, por cierto, no llegamos a conocer en ningún momento del film. La incursión "clandestina" en la suntuosa habitación de Rebeca da lugar a uno de los pasajes más célebres y perversos de la historia del cine. Imposible olvidar cada uno de los gestos de Mrs Danvers, quien descubre sin ningún recato su condición de vestal destinada a guardar la memoria de Rebeca, esa a la que "usted creyó poder sustituir". 

La estrategia del relato muestra sus cartas al fin cuando, una vez reabierto el caso de la muerte de Rebeca de Winter por la policía, descubrimos que Maxim no sólo no continúa enamorado de ella sino que la aborrecía profundamente. Rebeca era hermosa, divertida y seductora, por eso se casó con ella. Pero tras la boda no tardó en exhibir impúdicamente su feroz egoísmo y su profunda perversión. Maxi de Winter supo demasiado tarde que acababa de instalar en Manderlay al mismísimo demonio. 

Las confusas circunstancias de la muerte de Rebeca provocan el contubernio jurídico que, una vez resuelto, unirá ya sin recelos a Maxim y su segunda esposa para siempre. La venganza de Rebeca, con la señora Danvers pegando fuego a la mansión, constituye una pírrica victoria: los señores de Winter serán felices para siempre, aunque ya nunca habrán de regresar a Manderlay más que en sueños. 

Bien. Pese a que la genialidad de la realización hitchcokiana salta a la vista a cada instante, "Rebeca" sería a mis ojos un producto artísticamente menos deslumbrante si no presintiera su equívoco, ese misterioso y sublime deslizamiento hacia el horror que escapa a quienes sólo alcanzan a felicitarse por el happy end que envía definitivamente a Rebeca a los fuegos del averno. 

No pretendo sobreinterpretar -asumo la prudencia aconsejada por Umberto Eco-; no afirmo que Hitchcock, que ni siquiera tuvo un control absoluto del producto final, pretendiera colarnos algún tipo de mensaje subliminal o criptograma para iniciados. Lo que sí digo es que la ambigüedad del film abre tal espacio para el equívoco y las dobles y triples lecturas que resulta ridículo pensar en "Rebeca" tan solo como un relato romántico para chicas tontuelas y enamoradizas. Tampoco está de más saber que Alfred Hitchcock construyó el conjunto de su extensa obra desde una mirada demasiado torcida, e incluso tóxica, como para conformarnos con la interpretación edulcorada. 

Veamos. El señor de Winter es un rancio aristócrata y, sospechamos, un influyente cacique, como se deduce del trato favorable que le dispensa el juez cuando asoman los indicios de que él podría ser el asesino de Rebeca. La eligió como esposa, dice, porque era una mujer deslumbrante. Y ella -y con ella aquellos que a su sombra empezaron a merodear por Manderlay- era una arribista deseosa de escapar a su condición plebeya utilizando a Maxim de Winter. Advierto la picaresca de Rebeca, no me convence tanto el supuesto de su psicopatía ni su temperamento luciferino. Y advierto también la resistencia de la oligarquía a la movilidad social, en lo cual consiste el conflicto por excelencia de la novela moderna. 


"Era perversa, cínica, libertina... Me hizo saber cosas horribles sobre ella que es mejor que no conozcas." Observen a la segunda señora de Winter: es sumisa, pasiva, cándida, humilde, bondadosa... no puede estar más lejos de la prepotencia de su predecesora. Se ilusiona hasta tal punto por haber sido elegida por el aristócrata que, convencida de que éste aún ama a Rebeca, le propone seguir juntos aunque él no pueda corresponderle. Como sucede con Jonathan Harker o Mina en el "Drácula" de Vram Stoker, las sombras de la muerte gravitan sobre ella para empujarla a los infiernos. Lo diré de una vez: de Winter se casa con ella porque es la bella durmiente, una princesa que aguarda oculta y silenciosa a que un gentil varón llegue para salvarla. Qué estupendos son los hombres, ¿verdad?

¿Y Rebeca? Rebeca es el mal y su reino es satánico. "Ella se reía de todos ustedes", afirma su enamorada señora Danvers. Rebeca no fue una mujer destinada a obedecer. Conquistó los salones de la hipocresía y la holganza nobiliaria derrotando a cuantos creyeron poder avasallarla. Había que matarla... o inventarse, mediante un tramposo giro narrativo, inventarse una enfermedad incurable que justificara su final y exculpara a Maxim. 

En cierto modo es verdad que Rebeca nos ha vencido a todos. El mundo se parece hoy más a ella que a Maxim de Winter. Para nosotros como espectadores, exactamente igual que para la protagonista del film, todo empieza y acaba con Rebeca. Nada en la historia de los señores de Winter merece ser contado después de que arda Manderlay. Rebeca nunca aparece en la película que lleva su nombre y, sin embargo, su omnipresencia lo determina todo. Curiosamente, la única señora de Winter que conocemos ni siquiera tiene nombre. 

Setenta años después de esta obra maestra continuamos llamando "rebeca" a una prenda cuya portadora ni siquiera se llamaba así. ¿Se lo han planteado?

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