Saturday, February 13, 2010






LA CARRETERA
Y
LA CATÁSTROFE

1. Todos crecimos con la teoría de la catástrofe inminente dando vueltas en torno nuestro. “Viene una guerra”, solía decir mi abuela cuando escuchaba en la radio cualquiera de aquellas bravuconadas de yanquis y rusos de los tiempos de la Guerra Fría que ahora nos parecen tan lejanos. Claro que, bien pensado, decía exactamente lo mismo cuando se enteraba de que la sal producía hipertensión, que había cada vez más maricones o que subía el precio de la merluza, con lo que, ya de adolescente, opté por no tomarme demasiado en serio el pronóstico. El verdadero culpable fue un cura que la visitaba con frecuencia… Un día, mientras tras comerse unas gambas disertaban sobre los males que venían, el caballero con sotana dijo, mirándome en mis inocentes juegos infantiles: “lo que estos verán, no quiero ni pensarlo, tendrán que comer piedras, y no habrá piedras para todos”. Y yo, que era infante pero no idiota, ya me veía intentando masticar una piedra como quien se zampa una patata.

Claro que los únicos agoreros no se encontraban entre los beatos. A algunos ecologistas con ínfulas de San Malaquías les ha puesto siempre mucho convencernos de que el crack del planeta es irremediable, y que poco menos que el culpable soy yo cada vez que no separo adecuadamente la basura o alimento el efecto invernadero tirándome un cuesquete. Hubo un tiempo en que cada semana salía una nueva estadística sobre la cantidad de veces que cada una de las potencias podía destruir el mundo con sus misiles… al final parecía un chiste de Gila.

No piensen que me tomo a broma estos asuntos. Muy al contrario, sospecho que estamos tan cerca de irnos a la puta mierda como la ciudad de Springfield cada vez que a Homer Simpson le aparece en el ordenador la pregunta: “¿Hacer estallar la central nuclear? Yes or No…", y el tipo se pone nervioso y, al final, por azar, dice que no, y el mundo, de momento, se salva del desastre. Suelo ponerme sin embargo un poquito a distancia de quienes se expresan demasiado grandilocuente en contra de la destrucción del “Planeta” o parecen tener perfectamente claro que lo que hay que hacer con las centrales nucleares es simplemente cerrarlas. Y no es que no lleven razón, es que las causas de la desgracias que nos sobrevienen corresponden sin embargo a los sospechosos habituales, léase terremotos, tsunamis, plagas y, el más invencible y devastador de los tradicionales jinetes del Apocalipsis, la miseria.

2. Jean Baudrillard explicaba ya en los ochenta que la Guerra Fría y su imagen asociada de la catástrofe nuclear –la guerra donde todos perderían- inauguró una nueva fase de la historia – o, mejor, de la “posthistoria”-: la era de la disuasión y el simulacro. Era ese escenario simulacional desde el que las potencias amagaban su golpe el que posibilitó el más largo tiempo de paz que se ha vivido en Occidente. Esta lógica lo invade todo con los signos de la conflagración, destila la destrucción en dosis homeopáticas precisamente para evitar la catástrofe.

Me pregunto si este momento de la Gran Recesión –bautizado como “Capitalismo funeral” por Vicente Verdú- no se alía de alguna forma secreta con esa lógica enigmática. La crisis es en realidad una reacción alérgica del sistema. De pronto proliferan por todas partes anticuerpos segregados por el propio sistema que, al atacarlo y provocar su debilitamiento, impiden su colapso final. Ninguna victoria ha sido más inquietante que el capitalismo. Con la caída del Muro, el comunismo –modelo rival por antonomasia- doblegó la cerviz reconociendo sus propias culpabilidades y abrazando con fe de converso el ideal enemigo. En esa rendición tan barata se resolvió la Guerra Fría. Su peor consecuencia ha sido el poder que se le ha concedido al capitalismo para adueñarse del mundo como los conejos de Australia, sin enemigos naturales, sin miedo a los predadores. Hoy, desde la ridícula presunción de los neocon más optimistas como Fukuyama, lo que se impone es un principio de “mercado libre” que no tiene tiempo para contrapesarse con los derechos humanos y las demás aburridas consignas clásicas del modelo democrático. Rusia, convertida en una pura cleptocracia, o China, que reduce costes más eficazmente que nadie a costa de saltarse cualquier principio de dignidad del trabajador, son ahora, como capitalistas, más peligrosas de lo que fueron nunca cuando eran el “Peligro Rojo”. Ellas muestran el camino del horror que nos espera si no espabilamos.

La crisis no es entonces el Mal. La crisis es la advertencia de que el tren viajaba a velocidad desorbitada. Y ya se sabe que la consecuencia, si uno no aprende a regularse, es cataclísmica. Este es el verdadero aprendizaje de la crisis.

3. The Road. Ocioso recomendar su lectura antes que el visionado del film. Después, tras la película, acaso sea ya demasiado tarde para entender la trascendencia de una novela cuyo secreto está en los diálogos entre un padre y un hijo que caminan por una carretera buscando comida y huyen de los malvados y del frío en medio de un mundo en ruinas.

Se acusa a McCarthy de mostrar un paisaje demasiado uniformemente gris y devastado. Su lenguaje parece ser el del horror y la desesperanza. Quienes así opinan, sospecho, no deben haber leído otras obras de su autor, como No es país para viejos y, sobre todo, Meridiano de sangre, donde al lector le asiste la desoladora situación de que, como jugaba a pensar Descartes en tiempos difíciles, no es Dios sino un genio maligno –“tan poderoso como astuto y engañador”- quien nos ha puesto a deambular sobre la tierra para divertirse viendo como nos ilusionamos inútilmente mientras mordemos el polvo una y otra vez. Ciertamente, La carretera es un relato cruel. Uno no puede por más que ser comprensivo con la esposa y madre, cuyo dolor tan infinito ante el desmoronamiento de su mundo le lleva a desaparecer en la noche para morir sin remisión. ¿Por qué seguir? ¿Qué aliento nos hace seguir caminando cuando ya nada queda sino el dolor?

The Road, el film, tiene la honestidad de no regalar baratijas al espectador embrutecido que desea solazarse con el espectáculo del Apocalipsis, el cual nos viene siempre en forma de bonitos efectos especiales y Bruce Willis soltándole mamporros a los marcianos invasores. The Road no relata el armagedón, ni siquiera pierde tiempo en explicar los porqués del desastre… ¿o es que no vivimos ya acostumbrados a la idea de que el mundo puede saltar por los aires?

Tampoco se nos concede la gracia de entretenernos con continuos episodios de heroísmo y lucha contra el Mal. Se sabe quiénes son los Malos, pero no se puede sino huir de ellos, pues se han enseñoreado del mundo. Es la pesadumbre de la muerte lenta, la agonía del hambre, el frío y la melancolía, lo que se va destilando gota a gota a lo largo del relato.

No es cierto, sin embargo, que la única solución posible sean el abandono y la extinción definitiva. La resolución de llegar a tierras menos frías y seguir buscando comida se sustenta en un deber que uno se lleva hasta la tumba: proteger al niño de las fieras y sacarlo del reino de las tinieblas. “Si Dios estuvo alguna vez, no tengo ninguna duda de que nos ha abandonado”, dice el viejo vagabundo interpretado por el eterno Robert Duvall. Probablemente, pero dios es el nombre que le ponemos a aquello por lo cual estamos dispuestos a luchar hasta el final. Incluso si ese final es la catástrofe. Lean, lean y verán:




A las afueras de la ciudad llegaron a un supermercado. Varios coches viejos en un aparcamiento sembrado de desperdicios. Dejaron allí el carrito y recorrieron los sucios pasillos. En la sección de alimentación encontraron en el fondo de los cajones unas cuantas judías verdes y lo que parecían haber sido albaricoques, convertidos desde hacía tiempo en arrugadas efigies de sí mismos. El chico le seguía. Salieron por la puerta de atrás de la tienda. En el callejón unos cuantos carritos, todos muy oxidados. Volvieron a pasar por la tienda buscando otro carrito pero no había ninguno más. Junto a la puerta había dos máquinas de refrescos que alguien había volcado y abierto con una palanca. Monedas esparcidas por la ceniza del suelo. Se sentó y paseó la mano por las tripas de las máquinas y en la segunda palpó un cilindro frío de metal. Retiró lentamente la mano y vio que era una Coca-Cola.
¿Qué es, papá?
Una chuchería. Para ti.
¿Qué es?
Ven. Siéntate.
Aflojó las correas de la mochila del chico y dejó la mochila en el suelo detrás de él y metió la uña del pulgar bajo el gancho de aluminio en la parte superior de la lata y la abrió. Acercó la nariz al discreto burbujeo que salía de la lata y luego se la pasó al chico. Toma, dijo.
El chico cogió la lata. Tiene burbujas, dijo.
Bebe.
El chico miró a su padre y luego inclinó la lata para beber. Se quedó allí sentado pensando en ello. Está muy rico, dijo.
Así es.
Toma un poco, papá.
Quiero que te la bebas tú.
Solo un poco.
Cogió la lata y dio un sorbo y se la devolvió. Bebe tú, dijo. Quedémonos aquí sentados un rato.
Es porque nunca más volveré a beber otra, ¿verdad?
Nunca más es mucho tiempo.
Vale, dijo el chico.

13 comments:

Anonymous said...

Tu mejor entrada (en blog) está por llegar. Pero sin duda cada vez estas más cerca de convencer al repugnante y asqueroso lector cuya única obsesión es encontrar fallos en la consistencia del argumento.

Alguien dijo que hablar de humor e inteligencia es una redundancia... (Lo dijo para contestar al señor Pio. M (el protagonismo que se lo dé su padre y su madre) el cual sostiene que los chistes son básicamente la forma de humor subdesarrollada del homo. Al cual él odia, no se porqué... sobre todo viendo su pinta de error biológico) pero yo me lo paso de puta madre cuando leo tus entradas (las partes irónicas y chistosas que tanto le joden al Moa) aunque nunca coincido contigo (pocas veces) está claro que tengo que admitir que en este sitio la inteligencia se desborda, casi, como un insulto al termino medio.

Ojalá todos los burgueses fuesen como tú. Ninguna revolución puede ponerse en marcha sin esos hombres que, no viven lo suficientemente bien como para dormir a pierna suelta, ni lo suficientemente mal como para cagarse en dios cada mañana.

Un abrazo.
MA

David P.Montesinos said...

Hola, MA (cuando veo escrito este nombre siempre pienso en el tipo aquel tan musculoso que salía en el equipo A, soltaba hostias como panes pero le tenía un miedo terrible a volar). No sabía que Pío Moa tenía algo contra el humor, en realidad no me consta que tenga algo a favor de alguna cosa que haga que la vida merezca la pena, en cualquier caso, más que un fascista, que lo es, este señor me parece un cínico con la frialdad suficiente para contar a unos cuantos desgraciados lo que quieren escuchar revistiéndolo con aparente fundamento. Pobrecitos.

Ayer mismo, ya que hablas del humor, volví a ver un film no demasiado conocido, Ridicule, pero por el que siento especial cariño. Es todo un tratado, muy frances, sobre el tratamiento del humor y el ingenio en la corte de Versalles en los últimos años del Antiguo Régimen, donde los aires estaban tan envenenados y las costumbres tan corrompidas, que el ingenio y la más mordaz de las ironías eran la mejor de las provisiones para la supervivencia. Huido a Inglaterra tras la Revolución para salvarse de la guillotina, el aristócrata observa desde los acantilados del Canal de la Mancha junto a otro noble inglés cómo una tempestad se abate sobre Francia. En eso que el viento le vuela el sombrero;

-"Ay, mi sombrero, ya lo perdí"
-"Mejor el sombrero que la cabeza", contesta el acompañante inglés con fina ironía.
-"Ah, ese humor, ese humor inglés...", dice el francés con evidente admiración.

Saborear el humor en todas sus formas con la pasión con la que uno saborea el vino... Es el sentido del humor, te lo aseguro, lo último de lo que estoy dispuesto a desprenderme en esta vida.

Alejandro Lillo said...

David, lo ha conseguido. Voy a leerme "En la carretera". Lo de la peli ya le digo que va estar más difícil. Ya le contaré.

David P.Montesinos said...

Seré todo oídos, don Alejandro, aunque supongo que se refiere a The road, pues En el camino es la novela beatnik de los cincuenta:On the road -el lapsus le debe venir de que también leyó usted a Kerouac-. Ambas son magníficas, desde luego, aunque completamente distintas.

ludd said...

Aunque esta es la primera vez que escribo, su blog es un puerto que siempre me gusta visitar, siempre encuentro reflexiones interesantes y bien razonadas, que no es lo que abunda precisamente en la red.

Realmente parece que hay gente que esta ansiosa porque se produzca la catástrofe, no sé si porque les hace parecer interesantes o porque realmente creen que el desastre es inevitable.Lo mejor es no pensarlo mucho aunque no me hago ilusiones, yo también creo que andamos en la cuerda floja.

Un Saludo.

David P.Montesinos said...

Muchas gracias por su comentario, Ludd. Habrá visto que los mensajes no aparecen de inmediato, en cualquier caso no deje de enviarlos cuando le apetezca, y en cualquier caso, gracias por leer. Un placer.

Ricardom Signes said...

Muy buenas. Dices, David, que se le ha achacado a McCarthy cierta monotonía en la presentación del paisaje de su novela, así como un tono excesivo de desesperanza. Tú relativizas esa afirmación con acertadas referencias a la obra de este novelista. Pero, a mi modo de leer, no se trata de ninguna novela desesperanzada. No quiero fastidiar a ningún futuro lector diciéndole aquí que el asesino es el mayordomo, pero sí recomiendo que se lea despacio el final y que se ponga atención en la ternura que destilan los diálogos entre el padre y el hijo. Vale que el escenario es de pura desolación, pero en ese contexto, la semilla de esperanza es mucho más valiosa.

David P.Montesinos said...

Hola, Ricardo, los finales felices tienen mala prensa desde el código Hays, redactado por el Partido Republicano y que determinó desde los años treinta hasta el 67 lo que se podía ver y lo que no en una gran pantalla. Acorde a los nuevos tiempos de presunta tolerancia, fue sustituido por la calificación por edades, que se ha ido modificando con el tiempo pero que se sostiene con los mismos principios desde entonces, la cuestión del tolerado a menores y todo lo demás que ya conoces. La cultura más o menos melíflua del happy end se asocia a este procedimiento legal... Podría decirse que con Hays se institucionalizaba el final feliz, pues uno corría el riesgo de que no le estrenaran la película porque su contenido ofendía presuntamente a las costumbres o extendía el desaliento, lo cual se explica fácilmente en un tiempo entre guerras mundiales y anticomunismo como el que le dio lugar.

Debemos evitar los posibles prejuicios al respecto, de ahí que coincida con tu apreciación sobre el final de la novela. He leído por ahí que algunas personas acusan a McCarthy de haber presentado una lógica devastadora a la que finalmente renuncia, como si se tratara de una concesión para que la gente se anime a comprar el libro. Pienso como tú que este planteamiento es erróneo y aún abusivo. Sí hay coherencia en el desarrollo narrativo porque, en medio del desastre, el duro camino que se emprende tiene un sentido que hace no solo sostenible sino necesario el desenlace, el cual por cierto dista mucho de ser un happy end, dicho sea de paso.

Los finales no han de ser tristes ni felices, han de ser coherentes con la propuesta que se ha hecho, han de ser honestos, no buscar el deus ex machina de un narrador que, tras manipularnos, nos hace sentir como deseamos sentirnos, como si le pagáramos por eso. Un final triste no es siempre un buen final, a veces es un final cerrado, por contra el final feliz puede en realidad, como es el caso en The road, ser un final abierto.

Ricardo Signes said...

Tan sólo una apostilla más: acepto ese final porque la historia que cuenta no me es ajena. No he leído "La carretera" como una de ciencia ficción. Entiendo que me habla de hoy y no de un mañana fantástico. Y por eso me emociona. Su final es la entrega de la antorcha. Estamos en la carrera..., en la carretera, David, my friend, y el verte (el leerte) de vez en cuando a mi lado me reconforta.

imperfecto said...

Amigo David, me he permitido una pequeña licencia que espero no te moleste... he intentado objetivar tu relato aislandolo, en lo posible, de su autor, tú, y lo poco que se de él...

quise ponerle cara pero finalmente pensé que eso no era importante... lo realmente importante, para mi, claro, es que creo que, en el fondo, el anónimo autor de tu relato podría llegar a sentirse feliz llevando de la mano a su hijo a través de una carretera que los condujese a un mundo mejor...

Una chorrada, si, lo sé. Felicidades, amigo, no has perdido fuelle.

David P.Montesinos said...

Hola, Imperfecto, bueno, me imagino que el relato al que te refieres no es mío, ya me gustaría, sino de Cormac McCarthy, un magnífico contador de historias cuya lectura te recomiendo. Es difícil no ponerle la cara de Vigo Mortensen una vez vista la película, no sé qué cara le has puesto tú, pero sí, lo que explica todo ese deambular trágico es el deber de llevar al niño hacia un mundo digno. Tiene algo de ejemplar, creo, acaso no sea tan difícil aplicarnos el cuento...

imperfecto said...

Imaginas mal y yo me explico peor...

el relato al que intenté buscarle autor es "La carretera y la catastrofe" de David Montesinos... por enésima vez lamento mi torpeza.

un abrazo.

David P.Montesinos said...

Vale.