Wednesday, November 21, 2012






EL VIRUS

Mientras escribo esto constato que mi cuerpo está bajo los efectos del virus. "En casa lo hemos pasado todos" o "está igual todo el mundo"... Estas frases se vuelven recurrentes. Hablamos del virus como los medievales hablaban de La Plaga, con menos terror, pero con la misma resignación, como si fuera irremediable, como si la ciencia médica ya hubiera decidido que esto es como los catarros, que los tienes que pasar y que no hay cura. "Dieta blanda", dicen, que yo siempre he pensado que era comer cosas blandurronas, como gominolas o algo así. El simpático bichito no deja de hacer estragos, pero decido salir a que me dé el aire, pues el virus no te afecta menos porque te quedes en un sofá, más bien al contrario, estás igual de jodido, pero además te concentras en los ruidos de tu estómago y en la sensación diarreica, aparte de que tu cerebro no está ni para ver una peli de Mel Gibson, que ya es para estar muy espeso. 

Durante mi paseo, detecto esa misteriosa conciencia de exterioridad que sobreviene en los días más virulentos de la gripe y que hace sentir algo así como que tu cuerpo no te pertenece, como si flotaras y, un poquito también, como si los asuntos en los que te debates cotidianamente perdieran trascendencia, vamos, que estás fatal, pero no por las chorradas habituales del trabajo, la pasta o la familia, ni siquiera por qué tu equipo pierde, sino, simplemente, porque estás malo de narices. 


Acabo de terminar Ensayo sobre la ceguera. Les extrañará que haya tardado tanto en ir a parar a esa novela que se proclama como de lectura imprescindible. Me gusta leer a Saramago, en ocasiones logra conmoverme, se adivina una pasión sincera en su escritura, fue alguien que iba hasta donde hiciera falta con sus personajes y sus relatos, pero me cuesta llamar "imprescindibles" a sus textos. Pese a todo es aconsejable dejarse caer por ahí de vez en cuando. La ceguera es el virus que asola la ciudad donde transcurre esta historia. Todo en ella es incompresible y escasamente verosímil, pero no importa demasiado. Lo que descubrimos a medida que el virus se extiende es que la red de orden, vigilancia y protección que conforman las instituciones, y dentro de la cual creemos sentirnos seguros, es tremendamente frágil. Basta que caiga en poco tiempo en la invidencia un buen número de personas para que los principios más básicos de la solidaridad salten por los aires. Cuando el virus se universaliza, entonces es el caos: nuestro mundo se llena de muerte, fetidez, dolor y un mezquino egoísmo en cuestión de días. Ninguno de todos los valores en los que se sustentaba nuestra fe, la familia, la amistad, la cooperación, la legitimidad democrática... Nada parece valer un pimiento. 

Es un relato fantástico, claro, no hay por qué pensar que vamos a quedarnos todos ciegos. Hay, no obstante, algunos científicos que afirman que una bacteria especialmente maléfica y para la que no se encontrara solución -como el virus que al parecer tenemos todos estos días, pero con aún más mala leche- podría producir una mortandad descomunal, hasta el punto de poner a nuestra especie en peligro de extinción. No descarto esta hipótesis sobre el origen del apocalipsis, por más que lo común y lo cinematográfico es pensar que la catástrofe llegará por la guerra nuclear, el cambio climático o incluso los marcianos. Suelo pensar que quien te mata no es quien temes que te mate, pues contra ese sueles armarte y te lo esperas, sino el tipo esquinado y aparentemente insignificante del que te habías olvidado y que una noche desde las sombras dispara y te liquida. 

En algún momento de la novela alguien pregunta si en realidad no estaban ciegos ya antes de estallar la epidemia, si no habían sido desde siempre incapaces de ver. Me lo pregunto estos días en que el virus dichoso me vuelve un poquito más pesimista de lo habitual. 


Verán. Una de las cosas que más me sorprende del momento presente es la resignación que observo en la gente. Es como si lo que a mí me parece evidente no fuera visto, o no quisiera ser visto, por la mayoría de mis conciudadanos. Lo presiento en mis compañeros, que ponen muchos de ellos cara de fastidio cuando intentas animarles a simplemente reunirse y hablar de lo que nos están haciendo y de lo que podemos hacer para resistirnos. Muchos afirman haberse cansado de haber hecho huelgas y movilizaciones que, dicen, "no sirven para nada". El escenario me recuerda al del Titanic a punto de hundirse: mientras los multimillonarios se lanzan a las barcazas para huir de la catástrofe, los pobres son encerrados en las tripas del barco para que no causen problemas, y resulta que muchos se resignan a su suerte, como esperando que aún venga alguien a rescartarles, como en las películas. 

Las consecuencias se advierten cuando los que gobiernan lanzan a la policía a soltar mamporros a los que se manifiestan, o cuando sacan un decreto para volver imposibles derechos tan básicos como el de la defensa jurídica, tema que ha saltado en estos días y que -inexplicablemente- no genera mayores reacciones. En un lapso de tiempo asombrosamente corto, hemos perdido décadas de conquistas en materia de derechos y redistribución de los efectos de la prosperidad. La sensación generalizada de impotencia, de que no se puede hacer nada, ese es el virus que nos está destruyendo. Es curioso, nunca hemos estado más lejos de que la ultraderecha golpista tomara el Congreso y proclamara el final de la democracia: como ésta ha fallecido por sí misma, de "muerte natural", ya no hace falta asesinarla.

Hay mucho pesimismo y crecientes conatos de violencia, pero no parece que tales cosas puedan traducirse en nada positivo. Incluso los hay que exhiben una misteriosa exaltación de esperanza porque han decidido saltar del barco que se hunde proclamando su derecho a la largarse -lo llaman "autodeterminación"-, lo cual es muy dudoso que les sirva de algo, y más aún que no nos complique la vida todavía más a todos los demás. 

Creo que esa es la ceguera que nos acucia, la misma que, bien pensado, nos afectó cuando creíamos que una prosperidad con pies de barro llegaba para quedarse y para hacernos a todos habitantes de los camarotes de los ricos. Me entran retortijones de pensarlo, aunque espero que no a mí sólo, pues dicen que todos estamos igual con el virus. 

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