Friday, November 16, 2012





HUELGA GENERAL


Mi biografía está repleta de encontronazos con profesionales del sindicalismo. Si yo les contara. Hace muchos años un peso pesado de cierto sindicato especializado en temas educativos iba por los pasillos bramando como un hipopótamo contra cierto Montesinos que le ponía a parir en las cartas al director del diario Levante. Yo tenía una razón bien poderosa: aquel simpático caballero y sus secuaces estaba empeñado en privarme del derecho al trabajo, un noble empeño teniendo en cuenta que se trataba de un sindicalista, es decir, de un tipo supuestamente dedicado a pelear por la dignidad laboral. Sin ningún ánimo pendenciero he sufrido después frecuentes malentendidos con enlaces sindicales. Desconfío de ellos, sospecho a menudo que piensan obsesivamente en mantener su puesto, no me suelen agradar ni su estilo ni su insinceridad ni su tendencia a manipular a la gente ni lo nerviosos que se ponen cada vez que un trabajador de infantería les sugiere que la estrategia que sostienen es ineficaz. El problema nace probablemente en mí. No soporto la injusticia ni la hipocresía. No entiendo que un tipo diga a un periodista que una concentración delante de un ayuntamiento es un éxito enorme cuando, a poco que mires alrededor, resulta que a la concentración dichosa hemos ido cuatro y el de la guitarra. No me gustan los sindicalistas que conozco ¿qué creían?

No sostengo que un sindicalista haya de ser necesariamente un fanático ni un aprovechado. Lo que digo es que aquellos con los que he tenido que tratar han sido así con demasiado frecuencia. Si hemos trabajado del mismo lado, antes o después he sospechado que sostenían los intereses de la organización a la que pertenecían y no los de sus representados. Cuando hemos estado en franca controversia me han parecido intolerantes con la discrepancia y a veces incluso fríos y despiadados. ¿Quieren que siga? Mejor que no.

Explico todo esto porque quiero demostrar que no soy sospechoso. Apoyé la huelga de ayer, lo cual me supone algo tan ingrato como perder el sueldo de un día, y les aseguro que necesito ese dinero. No estoy nada convencido de que sirvan de nada movilizaciones como las que ayer convocaron las principales centrales sindicales, una convocatoria que por cierto se extendió al conjunto de los países de la Unión Europea. ¿Por qué secundar una huelga que se sabía de antemano que se iba a perder? Históricamente los trade unions montaban estos cirios para colapsar el funcionamiento del mercado y obligar al capital a negociar condiciones laborales más justas. No se acaba de saber muy bien qué es lo que los sindicatos pretenden que pase al día siguiente de la celebración de una huelga general. Tampoco se acaba de saber por qué en momentos tan conflictivos como el actual convocan concentraciones, marchas, encierros y jornadas de lucha de forma dispersa y sin la difusión ni la unidad adecuada, con lo que consiguen a menudo sembrar la confusión y arrastrar al agotamiento y el desánimo a quienes consideramos que resistirse a las arbitrariedades de unos gobernantes impresentables es una cuestión de supervivencia y una obligación moral.  Llevo muchísimo diciendo que las grandes organizaciones de la izquierda en general, y de los trabajadores en particular, deben replantearse su lugar en la sociedad y el sentido de su estrategia de lucha.

Ahora bien, que el lugar de las organizaciones de trabajadores sea objeto de mi reflexión y mi preocupación en el momento histórico presente no es óbice para que detecte que la fuente de las enfermedades que aquejan a la sociedad esté en otros lugares. La sociedad no funciona mal porque haya sindicalistas. En todo caso, que haya muchos malos sindicalistas ayuda muy poco, pero esto no se corrige eliminando a los sindicatos, como pretende cada vez más explícitamente la derecha: no necesitamos menos sindicalismo, necesitamos más y mejor sindicalismo. Y la razón es sencilla: las relaciones laborales son asimétricas, sin organizaciones representativas que refuercen los intereses de los trabajadores, la cohesión social y la justicia son simplemente imposibles, los débiles quedan en situación de indefensión y el capital puede realizar el más antiguo de sus sueños, convertir a sus empleados en siervos a los que puede explotar sin contraprestaciones ni resistencias y de los que puede desprenderse sin pagar peajes. Dijo Tony Judt que si hay algo peor que un Estado que funciona mal es un Estado que no existe. Análogamente, si hay algo peor que unos malos sindicatos es que no haya sindicatos. ¿Alguna alternativa? Sí, la barbarie.

Esa barbarie se presiente en el ambiente tan tóxico que hemos respirado en las últimas horas a vueltas con la convocatoria de la jornada de huelga del pasado miércoles. Veamos. Unas horas antes del evento, la ex-presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, declaró a los medios que la adoran que "la huelga general debería estar prohibida", toda una exhibición de talante democrático, aunque la señora Aguirre ya ha dado pruebas a lo largo de su carrera política de no creer demasiado en los derechos civiles. Hablando de su prensa amiga, algunos medios se lanzaron en los días anteriores a una campaña declarada como de "antihuelga", una estrategia implementada en dos fases, la primera es conseguir que la huelga fracase, la segunda es informar, pasara lo que pasara, que dicha movilización habría sido un fracaso y que, en cualquier caso, la mínima repercusión que hubiera de tener sería consecuencia de la presión violenta de los antisistema que, por lo visto, inspiran actualmente a las organizaciones de izquierda. Recuerdo que Rajoy y otros muchos conservadores respiraron de forma completamente contraria cuando los sindicatos le montaron un pifostio similar al gobierno de ZP. La incomodidad que exhibe últimamente en relación a cualquier tipo de movilización en las calles contrasta con la cantidad ingente de manifestaciones que durante los años de gobierno socialista lideró y secundó el Partido Popular para protestar por asuntos relacionados con el aborto, la familia o el terrorismo.

En casos como el del pasado miércoles, la carga de inquina de la derecha suele concentrarse en los piquetes sindicales. Yo vi uno por mi barrio esa mañana. Eran ocho o nueve personas que iban por la calle gritando "hoy no se trabaja, hoy no se consume". Algunas personas salieron a la acera para observar, lo hacían con cierto aire atemorizado, como si en vez de lo que a mí me pareció aquel grupo de personas tan poco adecuadas para intimidar a nadie lo que vi fuera poco menos que una banda de terroristas armados con cocteles molotov y dispuestos a apalizar al primero al que le vieran pinta de menchevique. ¿Hace falta decirlo? Los piquetes salen a la calle durante las huelgas porque de lo contrario sería imposible la huelga, no tanto porque la gente decidiera cabalmente no sumarse a ella, sino porque el capital, y más en estos tiempos de fuerte inseguridad laboral, dispone del arma de disuasión más eficaz para cualquier trabajador: el miedo. No simpatizo en lo más mínimo con quienes aprovechan este tipo de situaciones para quemar contenedores y provocar a las fuerzas del orden. Por mi parte, participé en la manifestación que se celebró en Valencia por la tarde: fue masiva y pacífica, los únicos "conatos de violencia" consistieron en abuchear al helicóptero que pasaba cada poco gastando combustible a cascoporro y al que le faltaba el fondo musical de la Cabalgata de las Walkirias para imponer el terror de Apocalypse now. El único acto de violencia realmente atroz que presencié el miércoles fue el de aquel niño con la cabeza abierta por la intervención de un mosso d´esquadra en Barcelona.

Miren, los sindicatos son imprescindibles, y el arma de la huelga f está unida de forma indisoluble a la historia de la lucha de los pueblos por una sociedad más justa e igualitaria. Podemos discutir sobre la oportunidad de tal o cual estrategia de lucha, pero en una situación de abuso del capital y las administraciones tan evidente, la única alternativa a la resistencia es la frustración y la melancolía. La crítica de que los sindicalistas cobran del erario público es simplemente ridícula. Mis impuestos pagan organizaciones solidarias como las ONGS, y pagan también -absolutamente en contra de mi voluntad- a la iglesia católica o a los colegios concertados. Lo que exijo a los sindicalistas es que me representen adecuadamente y que defiendan mis intereses, que es justo lo contrario a que desaparezcan, como pretende la derecha, en algunos casos porque les conviene -me refiero a las clases acomodadas- y en otros porque, como dijo Jesús, no saben lo que hacen, pues el electorado de derecha está repleto de personas que se han beneficiado de la lucha sindical de décadas que les ha permitido gozar de derechos laborales esenciales para el bienestar de la gente.

El gran peligro de nuestras sociedades es la individualización en la que se van tramando cada vez más  los problemas que afectan a nuestras vidas. No hay estrategia de poder más mortífera. En otros tiempos, el individualismo era una respuesta necesaria a las formas del control, la dominación y la heteronomía característica de las sociedades autoritarias. Hoy es una patología terrible. Dice Zygmunt Bauman: "El rasgo característico de las historias narradas en nuestra época es que articulan las vidas individuales de una manera que excluye u oculta la posibilidad de localizar los enlaces que vinculan el destino individual a los modos mediante los cuales funciona la sociedad en su conjunto; más aún, excluye el cuestionamiento de estos modos. " (La sociedad individualizada)

El temor que debería generarnos esta realidad es, se lo aseguro, incomparable al que a mí me crean los piquetes.

6 comments:

Joaquín Huguet said...

1. Me contaba un liberado sindical que él prefería continuar trabajando en el instituto para no desvincularse del gremio. Por experiencia sabía que algunos de sus compañeros sindicalistas, una vez habían dejado la enseñanza, habían cambiado sus intereses por los de su organización sindical.
2. El problema de los sindicatos es que están financiados por el Estado. En Alemania están mantenidos por los afiliados y, cuando los trabajadores hacen una huelga, te retribuyen el salario que la administración te ha descontado. Por desgracia aquí no tenemos unos sindicatos independientes, como los Trade Unions británicos o los alemanes.

Anonymous said...

Supuse en otro tiempo que sabía expresar mis convicciones o describir la sociedad, pero, al leer tus comentarios sobre los sindicatos y la carcoma que corroe infatigablemente la única defensa de los trabajadores, me he dicho que hay infinitos motivos para que tu escribas y publiques. Sigue haciendolo con la ecuanimidad y fiereza de este artículo.
Solo me perturba el final pues no entiendo a Bauman. ¿Quieres decir que hay un poder que nos dirige sin que sepamos dónde está y no podremos eliminarlo?
Detella

David P.Montesinos said...

Me temo, querido Joaquín, que con los sindicalistas pasa lo mismo que con los políticos, que en el mejor de los casos están hechos de la misma pasta que cualquiera, es decir, velan por encima de todo por sus propios intereses, y en el peor, resulta que se dedican a tales menesteres algunos tipos con muy pocas ganas de trabajar, con mucha desfachatez y con un pánico bestial por salir de un despacho y regresar a la mina, al aula o la obra.

Ahora bien, lo de la financiación estatal me parece matizable. Si el dinero que pago en cargo a erario público se destina a labores de negociación de convenios y consecución de derechos para los trabajadores, no solo no estoy en desacuerdo con pagar sino que me parece imprescindible hacerlo para evitar un capitalismo salvaje donde los mandarines deambulen por ahí sin contrapesos.

Los países del norte de Europa, con una tradición de revolución industrial y estado del bienestar muy densa, sostienen una trama sindical más sólida que la de los meridionales, pero el nivel de desafección de los ciudadanos no se le va en exceso. Es más, con frecuencia se subraya su pragmatismo y su carácter no ideológico, lo cual supone, como en toda lógica tecnocrática, que en cuanto, como ahora sucede por las desregulaciones masivas, dejan de ser eficaces para incrementar sueldos o reducir cargas horarias, directamente la gente los abandona sin más.

Habría que estudiar el modelo de financiación. Yo me quejo sobre todo de la escasa transparencia, que permite a las grandes organizaciones sindicales mantener la opacidad respecto a lo que reciben y respecto a cómo lo asignan, al menos es esa la sensación que tengo como ciudadano. Me parece que necesitan mayor transparencia. En cualquier caso ni siquiera estoy seguro de que la mayor parte de su financiación corra directamente a cargo de impuestos, y no sé si serían capaces de sobrevivir sin ese cargo, cosa que me preocupa de veras.

Por lo demás, no estaría mal que la derecha, que ha convertido este tema en una obsesión, se plantee por qué yo he de sufragar la superviviencia y los negocios de nuestra querida iglesia católica, por no hablar del ejército, toda suerte de oscuras fundaciones y empresas financiadas con dinero público, etc...

David P.Montesinos said...

Hola, Detella, gracias por tu generosidad, aunque yo no creo haber sido "fiero"; quizá haya sido duro, pero es que no miento cuando digo que mi vida está plagada de malos encuentros con sindicalistas. Quizá, como antes le decía a Joaquín Huguet, el problema está en creer que un representante de los intereses de los débiles ha de poseer una integridad que acaso no nos exijamos a nosotros mismos, los supuestos representados. Un organismo encargado de la defensa y la representación debe poseer una estructura y velar por su autorreproducción, cuando lo segundo se convierte en lo básico, es decir, cuando detectamos que lo único que preocupa al sindicato es la supervivencia y el crecimiento de la organización, entonces entramos en una lógica perversa de la que somos víctimas. He visto a muchos sindicalistas a lo largo de mi vida profesional saltarse a la torera la ética con tal de proteger los supuestos intereses de la organización en la que militaban. Y eso es en los disciplinados, pues también los he conocido que utilizaban la organización en la que militaban como un trampolín para su carrera personal.

Insisto en todo esto para clarificar las cosas y esquivar el mareo al que pretende someternos la prensa más reaccionaria. No podemos vivir sin sindicatos, por la misma razón que no debemos prescindir de las asociaciones de vecinos o de consumidores, ni siquiera de los partidos políticos. Si no hacen bien su trabajo hay que denunciarlo, pero sospecho que el sueño de los mandarines es que tramitemos nuestros asuntos -por ejemplo nuestros contratos laborales, si es que se acepta que tal cosa siga existiendo- sin ningún tipo de mediación, cara a cara con el capataz, sin más opción que tragarse lo que a uno le den. Y a esto hay que oponerse enérgicamente.

La cita de Zygmunt Bauman va por ahí. Se van definiendo cada vez más los confines de un modelo de sociedad en el cual la deriva de cada relato biográfico se pretende que quede aislada de lo colectivo, sin engarces con aquellos que padecen similares condiciones, de manera que así quede arruinada la posibilidad de establecer acciones solidarias. La trampa es mortífera, no solo porque nos reduce a la impotencia, sino porque arranca además de una mentira: no es que los problemas sean "individuales", es que se nos intenta convencer de que lo son y de que, por tanto, cualquier visión cooperativa de las situaciones que vivimos queda proscrita.

Francisco Fuster Garcia said...

Amigo Montesinos: yo también hice huelga (en mi facultad nadie dio clases) con el mismo convencimiento de que no iba a servir para otra cosa que no fuera el desahogo personal. Me convencí más de ello cuando vi que en mi pueblo todo el mundo estaba trabajando bajo la misma consigna. Cuando les decía que al final solo iban a hacerla los denostados funcionarios, me respondían con el discurso habitual: que la hagan ellos que se lo pueden permitir...

No creo que se deba prohibir ni la huelga general ni ningún tipo de huelga, pero sí creo que se debería gestionar mejor el uso de ese derecho. Si cada seis meses se hace una huelga general se corre el riesgo de que la gente no te tome en serio (me refiero a los sindicatos). Que la situación es cada vez peor es tan evidente, pero por esa regla de tres cada mes haríamos una. Entiendo que una huelga general se hace para colapsar el país; si no es para eso no tiene sentido.

Hace unas semanas, mis alumnos (no todos, pero si la mayoría) no vinieron a una de mis clases porque "estaban de huelga". Sin entrar a valorar lo que muchos de ellos entienden por esa actitud, sí me parece absurdo hacer una huelga de estudiantes que dura 3 días. Faltar tres días a clase (con lo que cuesta la matrícula) no creo que sea la forma de mejorar los problemas derivados de los recortes en la educación, teniendo en cuenta además que no se hace de forma unánime, sino a título individual y según el día.

Y luego está el asunto sindical, que es tema aparte. Si tienes ocasión date una vuelta por tu antigua facultad y te reiras un rato (yo ya lo hice ayer). Estamos en precampaña para que lo estudiantes elijan a sus representantes en el claustro y todos los "sindicatos" (o como se llamen estos grupos: el BEA, Campus Jove, etc.) exponen sus "programas" e intentan captar la atención y el voto de los jóvenes y desorientados estudiantes. Produce un risa difícil de controlar ver los eslóganes que usan para atacarse entre ellos.

David P.Montesinos said...

Hola, querido Paco Fuster, un honor verte por aquí. Puedo imaginar lo que nos refieres de las elecciones a claustrales porque lo viví en su momento como espectador interesado, y te aseguro que recuerdo situaciones esperpénticas. No me sorprende el escenario caótico que describes, sin embargo -y no creo que discrepes de mí en esto- sospecho que parte de la desorientación de los estudiantes -el supuesto electorado- se debe a su propia abulia. No sé si es bueno que tal o cuál grupo o partido se haga mayoritario en el claustro o en el rectorado, lo que sí sé es que es en ámbitos de la política donde se decide poner unas tasas prohibitivas o aplicar Bolonia de tal o de cual manera, lo cual repercute directísimamente en la vida de los estudiantes.

Respecto a la huelga, tengo reticencias similares a las tuyas. Los sindicatos convocaron esta huelga para perderla, y lo sabían muy bien. Echan mano de aquellos que todavía podemos permitirnos el lujo de hacerla -aunque a mí se me va acabando la mecha, ya ves- porque creen que ante el enemigo es mejor gastar balas de poco calibre que no llegar ni siquiera a disparar, lo cual supone exprimir hasta el fin a colectivos que tienen buena voluntad y cierta mala conciencia, como los empleados públicos. Además siempre pueden decir que las manifestaciones fueron multitudinarias, cosa que es cierta. No sé si tienen otra opción, pero ésta -la de la huelga general- se les empieza a pudrir entre las manos.

Respecto a lo de las huelgas-fiesta de tus alumnos, ay, si yo te contara. Creo que en los centros privados universitarios o de secundaria, deben estar encantados viendo cómo sus competidores de la pública desprestigian así su titulación. En los institutos este es un viejo tema. He conocido épocas en que bastaba un mail de no sé qué sindicato de estudiantes para que mis queridos alumnos se largaran, coincidiendo sorprendentemente tales "jornadas de lucha" con las vísperas de un examen difícil. Una huelga es una cosa seria y dolorosa, esta banalización me parece un mal síntoma de los tiempos.