Saturday, February 02, 2013



PARA TODO HAY QUE VALER

En cierto instituto castellano donde trabajé hace dos décadas, se dio un incidente en el aula del que guardo memoria: una profesora de Física y Química expulsó de clase a un alumno por su conducta disruptiva, éste, en el momento de abandonar la estancia la miró a los ojos y le espetó un sonoro "¡So puta!", a lo que aquélla contestó sin descomponerse en lo más mínimo ante el improperio: "Para todo hay que valer", y siguió escribiendo fórmulas en la pizarra. No era una profesional del amor, como el alumno parecía creer, sólo era una profesora de instituto, que tiene menos prestigio social, pero su réplica al oprobio, además de gran aplomo, demuestra un conocimiento de la vida comparable al que uno supone al de las antiguas meretrices que hicieron grande al Ducado de Venecia. Para todo hay que valer, ésta es la cuestión.


En algunas ocasiones he soñado con entregarme a una vida de saco y bandidaje: seduzco a las damas insinuándoles cosas muy guarras desde el exterior de un balcón oculto tras capa y antifaz, y me hago de oro con toda suerte de audaces planes de pillaje y filisbusterismo. El problema es que para todo hay que valer, y yo no valgo. Podría tratar hipócritamente ante ustedes de obtener los beneficios de pasarme con armas y bagajes al lado santurrón y decirles que pago cumplidamente mis impuestos y no desvalijo haciendas y colmados porque considero un deber estar del lado de la ley, pero creo más honesto reconocer que no hago según qué cosas simplemente porque no me atrevo.

Un joven alumno que molestaba bastante en clase me intentó convencer en una ocasión de que aspiraba a vivir dedicándose al comercio de narcóticos. Le contesté que no me parecía un tipo lo suficientemente duro para ello, y le enseñé la foto de un caballero dedicado a esa noble profesión y que había aparecido en un solar una mañana con dos tiros en la cabeza y con las falanges amputadas para que la policía no pudiera averiguar su identidad por las huellas dactilares. El pie de foto hablaba de "ajuste de cuentas". Le expliqué al alumno en cuestión que si alguna vez yo le prestaba dinero -cosa que le puntualicé de inmediato que no pensaba hacer, era sólo un suponer- y él tardaba en devolvérmelo, yo le miraría con mala cara y con el tiempo llegaría incluso al extremo de negarle el saludo, pero no le cortaría las falanges tras meterle dos tiros en la boca. ¿Por qué? Porque para todo hay que valer. Y a mí no termina de hacerme gracia el mundo de la mafia básicamente por dos razones: la primera es que no me gusta cortarle las falanges a nadie, la segunda es que tampoco quiero que me las corten a mí.

Vienen a cuento estos gratos recuerdos profesionales  por el asunto de la corrupción con el que nos ametrallan los medios en estos días. Quienes insisten tanto en que los ciudadanos no sucumbamos a la tentación de afirmar que "todos los políticos son unos sinvergüenzas" cargan con la loable tarea de recordarnos que necesitamos instituciones y legisladores, pero parecen esquivar la evidencia de que tenemos un problema con los partidos políticos y sus miembros que va mucho más allá de depurar a unos cuantos culpables. Asuntos como el de Bárcenas -y otros muchos de similar factura- justifican la presunción de que la podredumbre impregna el árbol de la política hasta las raíces, de tal manera que por acción o por omisión, cualquiera que forma parte de una estructura corrupta termina siendo partícipe del mal. Si no queremos darnos cuenta de lo que significa que en la opinión pública extranjera se hable de España como una nación dirigida por una oligarquía de bandidos, entonces no me extraña que con frecuencia nos insistan nuestros políticos en aquello de "no somos Grecia"; lo dicen tanto porque resulta que sí somos Grecia. No deja de tener gracia en cualquier caso que hayan sido algunos de nuestros líderes empresariales los que han insistido en las últimas horas en el riesgo de que el asunto Bárcenas deteriore aún más eso que llaman "la marca España", pues resulta que los compañeros del viaje de la corrupción que los europeos encuentran para nuestros políticos son nada menos que nuestros banqueros, algunos de los cuales, junto a otros grandes empresarios, se han dedicado a financiar oscuramente a los políticos para obtener prebendas igualmente siniestras.


¿Nos escandalizamos? No, sé en qué país vivo, y ya hace mucho que entendí que España se ha abierto a la modernidad de una manera muy sui generis. Para que nos entendamos, que el caciquismo, el nepotismo, el arribismo o el pesebrismo no menguaron ni mucho menos se extinguieron con el fin de la Dictadura y los antiguos regímenes que le precedieron, simplemente se adaptaron a los nuevos tiempos. ¿Cinismo? Quizá, pero prefiero que se me llame cínico antes que imbécil. Sobre todo porque entiendo la corriente de profunda aversión hacia los padres de la patria que crece en estas horas entre la gente cuando, mientras se nos recortan servicios básicos y se nos insinúa que merecemos ser pobres porque hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, resulta que los que gobiernan la tarta se la comen a bocados.

No me escandalizo ni me sorprendo, pero sí hay algo que me produce una profunda irritación, y es entonces cuando me acuerdo de aquella frase de la profesora de Física. Da la impresión de que en España los bandidos no saben que lo son. No me dedico a la delincuencia porque es lo que he elegido, pero siempre he sabido perfectamente dónde está la frontera entre la legalidad y el fraude, me lo dejaron muy claro en casa de pequeño. Si robaba un examen debía intentar que no me pillaran los curas porque me caería encima la mundial, si me pegaba con un compañero debía cuidar que el duelo se celebrara fuera del recinto del colegio para que los curas no nos sancionaran, si fumaba debía evitar que mi madre me oliera el aliento porque tendría bronca en casa... Este era el juego y siempre lo entendí. Hice las mías, pero siempre supe muy bien que las estaba haciendo. No era indigno violar las normas, lo indigno era lloriquear como una nenaza cuando te pillaban, negándose a reconocer de manera honrosa lo que se había hecho o demandado una irrisoria impunidad.

Lo que me cuesta entender de esta lógica plastosa de la corrupción que nos rodea es esa sensación de que los que delinquen parecen no ser muy conscientes de que lo que están haciendo es golfear, y de que el destino de los golfos cuando son pillados es el castigo. Cuando el Dioni salió disparado con la furgoneta del dinero y se la pulió en Brasil en putas de alto standing y botellas de don Perignon sabía muy bien que si le pillaban iría a la trena de cabeza, sin olvidarnos de la somanta de hostias que le arrearon en Brasil tras detenerle. Él lo hizo, yo no, pero no hay irritación alguna, es un juego noble, y lo sería aunque él siguiera en Brasil y jamás le hubieran encontrado. La vida debe ser un juego donde se sepa cuáles son las cartas y dónde acecha la carta del ahorcado. Lo que no entiendo es esta lógica cotidiana de la venalidad cotidiana en la que parece que los bandidos no asuman que lo son, lo cual no les hace menos bandidos, solo les hace más pueriles, más estúpidos, más irresponsables... Piensen en el Caso Noos. Crear una fundación dedicada a obras sociales y culturales para, aprovechando el prestigio de la institución monárquica, llevarse -supuestamente- la pasta de la gente, qué cochinada... Se me ocurre pensar en qué mueve a unos tipos que lo tienen todo a entregarse a tal maquinación de bandidaje.


Pienso en la cara de inocente que pone el más célebre de los imputados. ¿Qué diría en su casa a medida que se iba engrosando la cuenta corriente? ¿Se creería a salvo de cualquier riesgo? Me lo imagino ahora gimoteando por las noches y maldiciendo las cabezas coronadas que le han abandonado... Para todo hay que valer, también para robar.



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