Saturday, January 17, 2015

LOS LÍMITES

Todo tiene su límite. Quizá la escuela no tenga otra misión que enseñar a los niños que los dones no son eternos; que los placeres deben vivirse con intensidad precisamente porque tienen fecha de caducidad; que sus mayores no estarán siempre para protegerles; que la salud de la que disfrutan no es un tesoro inagotable; que podemos amar a otros pero no acosarles ni vengarnos cuando no nos corresponden; que podemos decir lo que sentimos pero no controlar los efectos -a veces peligrosos- que nuestras intervenciones tienen sobre nuestros prójimos... 

Asumido hasta sus últimas consecuencias que nuestro destino y el de todo lo que tiene que ver con nosotros es la desaparición, y habiendo entendido tras cuatro décadas en el mundo que así debe ser, que sólo desde la radical finitud tiene sentido nuestra presencia en el cosmos, se me hace especialmente irreconocible la figura de Dios. Mi falta de fe no es consecuencia de mis antipatías por los sacerdotes y monjas -a fin de cuentas sólo son seres humanos-, ni tampoco por la facilidad con la que las grandes confesiones del mundo riegan de sangre con su intolerancia los libros de historia. Lo que me ocurre es no sé de qué manera -como limitado, finito y caduco que soy- comunicarme con lo que nada tiene que ver conmigo. No es que Dios no exista, es que me resulta inconcebible. Es esa pretensión de omnipotencia, tan ajena a todo lo que para mí tiene sentido, que otorgan los fieles a sus divinidades lo que tan risible hace a Dios ante mis ojos. 


Algunos, creo que con buena intención, nos recuerdan en estas horas que la libertad de expresión, y muy en especial la de los humoristas, tiene sus límites. . Lo que no entiendo es por qué burlarse de Moisés, Mahoma o Cristo habría de traspasar dichos límites. Si cada vez que un diario satírico caricaturizara a un santo poniéndolo en situaciones humanas -demasiado humanas- como defecar, emborracharse o camelarse a una mujer, no se generara en los fieles a dichos personajes ni un asomo de enojo, si no se les dedicara más atención que la que dedicamos a los lunáticos que gritan barbaridades sobre nuestras madres desde las ventanas blindadas de los manicomios, entonces ni siquiera estaríamos ahora debatiendo sobre la libertad de expresión. En otras palabras, que si te molesta no lo mires, demonios. 

Escucho a quienes nos recuerdan que las caricaturas de Charlie Hebdo pueden herir a cientos de millones de musulmanes y que hay comunidades cristianas en distintos lugares del mundo -a lo mejor en países de mayorías islámicas- que sufren las consecuencias de la irreverencia de las sátiras que todos celebramos ahora como la epifanía más deslumbrante de la libertad de expresión. Les escucho atentamente. Y no, no tienen razón, porque sus advertencias contienen la llamada a la autocensura: guardad silencio, guardad silencio, los bárbaros se enfadan y nos matan. 


Tampoco la tiene Francisco I, el jesuita anteriormente conocido como Jorge Bergoglio, cuando intenta hacer pedagogía sobre los límites de la libertad de expresión explicando que si el vecino se mete con su madre él le arrea un bofetón. Llevo semanas defendiendo la libertad de expresión humorística, pero si ya me suelen hacer poca gracia los diarios satíricos, no voy a explicarles lo desternillante que me resulto la campechana ocurrencia pontificia.

Bergoglio no solo se equivoca, además es especialmente artero en esta intervención tan comentada, pues aprovecha la coyuntura, es decir, la corriente de miedo que se ha extendido entre los ciudadanos europeos tras las últimas barbaridades yihadistas, para intentar blindar contra la sátira los símbolos y las creencias de los fieles a su trono. A mí no me hace especial gracia la caricatura de un trío entre Dios, Jesús y el Espíritu Santo que hizo El Jueves en portada, pero me la hacen menos las corruptelas vaticanas, la infamia de tener que mantener con mis impuestos un entramado de curas y colegios que nada tiene que ver conmigo, o que cada vez que el PP gobierna haya que aguantar que una organización tan siniestra como el Opus Dei nos coloque a sus numerarios en consejos de ministros como ya sucedía durante el franquismo. 


Sí, señores de piel fina, yo también me ofendo. Me ofendo por ejemplo cuando esta semana se ha denunciado una oferta de trabajo que, por nueve horas diarias en un horno, siete días semanales y sin derecho a vacaciones, ofrecía quinientos euros, generoso sueldo del que se le descontarían al empleado las barras de pan que no lograra vender. El autor del anuncio -que no es un bromista- sí merecería el bofetón de Bergoglio... Y también la cárcel, claro, pero sospecho que la reforma laboral de Rajoy, o mejor dicho, de Frau Merkel, permite hacer estas cosas.


...Y eso que he dicho que todo tiene sus límites. 
   

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