Thursday, January 22, 2015

ÚLTIMAS MAÑANAS CON DESCARTES

El próximo curso empezará a aplicarse el grueso de la Ley Wert en Secundaria y Bachiller. Esto significa que en dos años los departamentos de Filosofía de escuelas e institutos quedarán en trance de extinción, destinados a dos horas semanales de Filosofía general en 1º de Bachiller y a impartir Valores cívicos a los chicos de entre 11 y quince años que decidan no dar la asignatura de Religión. Dicha asignatura, destinada a la evangelización católica e impartida por profesores directamente nominados por la jerarquía arzobispal -aunque su sueldo lo pagamos todos-, recuperará el status que tuvo en la Transición, obteniendo valor como asignatura normal, que cuenta para repetir curso e incide en la calificación media que refleja el expediente. 

Si usted estudió COU, PREU o el logsiano 2º de Bachiller, probablemente recuerde la lectura de textos como el Discurso del método. No es un mal momento para pensar en aquel escrito cuya sombra se me antoja tan alargada, hasta el punto de que, con cada nueva lectura, crece sin medida la sensación de encontrarme ante uno de los talentos más descomunales de la modernidad. Por algo Newton -padre del método científico y por tanto de la manera contemporánea de interactuar con el mundo- dijo pensando en Descartes tanto como en Galileo o Kepler aquello de "me he encaramado en hombros de gigantes".  

"Pienso, luego existo", supongo que alguna vez se han preguntado por qué los filósofos otorgamos tanta trascendencia a la frase de marras. Algún día se lo cuento, si les apetece, pero a mí siempre me ha seducido bastante más aquello de la duda metódica y el genio maligno. Antes de llegar a la verdad irrefutable -la evidencia de que siempre puedo decir que soy una cosa que piensa-, Descartes aplica un riguroso procedimiento para poner en duda todas sus creencias. 

Así, tal y como nos revela en el segundo capítulo del Discurso, sorprendido por el invierno con ocasión de un viaje por Europa, al calor de un dulce fuego, sin pasiones ni pesares que turbaran su espíritu, Descartes decidió preguntarse si realmente podía creer algo con absoluta certeza, si las creencias que sostenían su vida eran realmente tan firmes como -acaso por comodidad- había pensado siempre. Ese gesto de poner absolutamente todo en duda es furiosamente moderno, pues no cabe pensar en un monje medieval cuestionando las claves de un mundo cuyo mapa está perfectamente garantizado por la omnipresencia de Dios y sus albaceas. 

Mil años después de la caída de Roma, Colón había avistado tierras al otro lado del planeta y Copérnico afirmó que no éramos el centro del universo. Decenios de terribles guerras de religión derramaron sangre a borbotones en el continente con las armas de la intolerancia y el fanatismo. Con Descartes llega el momento de detenerse a meditar y tener el coraje de preguntarse: ¿vamos por buen camino? 

"Pese a todo hay verdades indiscutibles", le contestaríamos con arrogancia. ¿Recuerdan aquel momento en que Morfeo ofrece a Neo la posibilidad de elegir entre la pastilla azul y la roja, es decir, entre permanecer hasta el fin entre las sombras de la ilusión o atreverse a vislumbrar la verdad? ¿Recuerdan aquella mañana en que descubrieron que habían estado siendo engañados por un ser querido durante años? ¿Recuerdan cuando pensaban que la economía seguiría creciendo y que los economistas y los gobernantes lo tenían todo atado y bien atado? Y aquella mujer argentina, ¿qué sintió cuando supo que "sus padres", a los que sin duda amaba, fueron en realidad los asesinos y torturadores de sus verdaderos padres?

No se trata, como Descartes nos enseñó, de dudar por dudar, de querer jugar a escéptico irredento. Se trata de algo mucho más serio. Desde Descartes, queda definido el sentido de la modernidad: la verdad no es sino en la medida de su permanente autocuestionamiento. No llamamos verdadero a lo que un supuesto Dios dejó para nosotros en el mundo, la verdad es una construcción del entendimiento humano, que sólo elucida su sentido en la medida en que se hace preguntas, en que cada afirmación que realiza es inmediatamente puesta en duda, no para que dejen de existir verdades, sino para que éstas dejen de ser el resultado de una imposición irracional, de un texto sagrado, del arte de los demagogos...

En estos días en que resurge la exigencia de resistirse a los fanáticos, a los que se creen con derecho a asesinar a quienes no comulgan con sus verdades e incluso se burlan de ellas, no es mala idea acordarse de Descartes y su genio maligno, aquel demonio artero y engañador que me empuja a preguntarme, una y otra vez, ¿no estarás equivocado? 

No me parece casualidad que el creador de aquel escrito fascinante fuera francés.

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