“Este es un programa de rojos y maricones. Y al que no
le guste, lo siento”. Este el contenido textual del “Jorge Javier estalla” con
el cual portadas de toda índole llamaban a gritos nuestra atención la pasada
semana. Uno de los colaboradores de Vázquez, el “periodista” Fernando Montero,
sacó en “Sálvame” los pies de tiesto al recordar la maldad de Pablo Iglesias y
su célebre casoplón de Galapagar. Por lo visto el tema de debate era el affaire
de cierto comentarista con pretensiones de cuñado facha y moralista al cual, en
un speech televisivo ante el ordenador y en pleno confinamiento, se le coló a
las espaldas la imagen de una bella y semidesnuda joven. El “escándalo” se
extiende como la pólvora debido a que el personaje es -mejor dicho, era- novio
de otra señora por lo visto célebre. Este asunto tan trascendente ha tenido en
vilo al país durante un par de semanas, en cierto modo la pareja rota es una
víctima más del coronavirus, pues si el cuñado en cuestión no hubiera tenido
que comparecer en la tele para soltar sus filípicas desde el ordenador no se le
habría cruzado por detrás la amante en bragas.
Tiene su gracia
que a estas alturas Telecinco tenga el cuajo de presentarse como campeona de
las libertades y el progresismo. Y, sin embargo, hay algo en la desfachatez de
Vázquez que me suscita una reflexión preocupada. No sé cuál es su ideología, o
mejor, sí lo sé porque él lo da a entender, pero, como hace miles de años los
educadores griegos ya advertían a los niños, “no os precipitéis a juzgar a un
hombre por sus palabras sino por sus hechos”. Y lo que hace Vázquez, desde hace
muchos años, es pura basura. El hecho mismo de que el nombre “telebasura”, tan
recurrente en los años noventa, haya perdido valor de uso, da a pensar que todo
el medio televisivo, y yo diría que los medios en general, están tan invadidos
por su lógica, que ya no somos capaces de distinguirla y, por consiguiente,
denunciarla.
Hubo un tiempo en que el modelo de televisión con
vísceras se encastillaba en la libertad nocturna. Las guarradas del Mississippi
dejaron lugar a una especie de obscenidad algo más astuta que lideró Xavier
Sardà y más rica a Telecinco. Sardà es un mal tipo, no tengo ninguna duda, pero
él al menos sabía que era un camello y sus adictos un hatajo de yonquis capaces
de comerse cualquier mercancía que les sirviera, aunque fuera pura mierda. Era
tan cínico que llegó a permitirse el lujo de decirles a la cara a los
televidentes que eran un hatajo de idiotas que le estaban haciendo millonario.
Lo de ahora es más inquietante, pues, aunque Vázquez
también me parece un cínico, la autoridad moral con la que se permite humillar
públicamente a un majadero reaccionario me invita a preguntarme si es realmente
consciente de qué mercancía está vendiendo. También se me ocurre que si no le
gustan los racistas ni los homófobos no sé por qué mantiene entre sus
colaboradores a un tipo insignificante ideológicamente afín a Vox. “Rojos y
maricones”, dice el tío. Hostia. ¿Se le ha ocurrido investigar cuál es el
perfil de los millones de españoles que le siguen? Hubo un tiempo en que para
poder decir algo así uno tenía que jugarse el pellejo o, cuanto menos, aportar
a la comunidad algo valioso. ¿Han visto alguna vez “Sálvame”? Un par de vueltas de tuerca y el plató que dirige
Jorge Javier se me figura un escenario ubuesco, una especie de desfile
delirante de miserias humanas, mezquindades y vergüenzas privadas que se
exhiben obscenamente al público.
“Habrá un momento en que lo que ahora te parece
extraño llegue a ser natural”, le dice la criada torturadora de los oligarcas
de Gilead a la protagonista de “El relato de la criada”. A veces me pregunto si
la normalización de ciertos espectáculos que denigran la condición humana no
son un epítome del mundo que habríamos tenido si Hitler hubiera ganado la
Guerra Mundial. Tras una cruenta etapa de posguerra en que se habría
institucionalizado el exterminio, las aguas se habrían relajado y un
capitalismo sin derechos humanos ni disidencia habría convertido en norma la
monstruosidad cotidiana.
“Los ciudadanos no deciden conscientemente ver la
televisión. Lo hacen por una especie de atracción, de hipnosis aturdida”, dijo
Jean Baudrillard. Se dice que la sociedad se ha quedado sin valores. No estoy
seguro de que sea un diagnóstico certero. Se nos inyectan valores a cada
momento, otra cosa es que sean los que hacen explícitos los ideólogos, como se
advierte con el caso de Vázquez. Se nos transmite -de forma opaca, claro- el
principio de la impotencia política, se nos transmite el odio y la violencia en
unas dosis que no pongan el peligro el sistema y que lanzamos contra los
responsables políticos o las celebridades televisivas… Se nos atenaza, en suma,
con una lógica viscosa que nos hace creer que todo, hasta los sentimientos más
vocacionalmente destinados al secreto y la privacidad, son asunto mercantil.
Todo, el amor, la amistad, el dolor, el sexo… todo es susceptible de
convertirse en espectáculo y, por tanto, en mercancía. La mayor promesa de la
modernidad burguesa, la autonomía del sujeto, queda convertida en parodia de sí
misma ante la conversión de la vida pública en una escena vomitiva de
personajes insultándose y revelando intimidades, que es a fin de cuentas lo
que, con mucha más honradez, hace la pornografía.
Nunca la insignificancia alcanzó tanta autoridad,
nunca fue tan influyente. Por fortuna, la vida siempre va en serio. Toda esta
escoria se extinguirá y sus próceres serán olvidados para siempre. “Rojos y
maricones”… hay que tener cuajo, macho.
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