Thursday, October 01, 2020

QUINO O MAFALDA


Diría que Mafalda nos ha dejado huérfanos con la muerte de su creador de no ser porque, en realidad, sus tiras cómicas dejaron de dibujarse hace más de medio siglo, cuando Quino era todavía un hombre joven. Esto no lo sabe mucha gente porque las tiras cómicas protagonizadas por esta niña argentina nos han venido acompañando después de distintas formas, sin llegar nunca a desaparecer del todo. Muchos creían, cuando se encontraban en un diario una tira que no habían visto antes, que era nueva y que Quino continuaba produciéndolas. Curiosamente, y pese a que Mafalda es considerada una de las bestias negras de la siniestra dictadura de Videla, Quino dejó de dibujarla en el 73, cuando, en cualquier caso, Argentina vivía igualmente sometida a uno más de los regímenes militares que han destruido una de las naciones potencialmente más ricas del mundo. Parece atravesar toda nuestra vida, pero, dado que empezó en el 66, puede decirse que tan solo vivió siete años. Antes y después de ese breve periodo Quino dibujó mucho, pero la mayoría solo somos capaz de reconocerle por Mafalda. 



Bien. Lo primero que se me ocurre es una pequeña maldad. Dada la epidemia de tristeza que ha causado en todas partes la desaparición del dibujante, me pregunto si no debería ir siendo hora de que los argentinos redefiniesen seriamente sus contribuciones al resto de la humanidad. La misma tierra donde se venera religiosamente a Perón o a Maradona ha dado a luz a personajes como Borges, Cortázar, Aristarain, Luppi, Darín o Quino. En cualquier caso es un problema que tienen ellos... Quino ya es universal. Y sus dibujos, por cierto, hablan español. 


Lo segundo que me interesa traer a colación es la célebre frase del citado Cortázar cuando le preguntaron qué pensaba de Mafalda: "Lo importante no es lo que pensemos de Mafalda, sino lo que Mafalda piensa de nosotros". Como mago del pensamiento a contra corriente, el autor de "Rayuela" capturó el quid de la cuestión: Mafalda es nuestra propia conciencia, el grito de asombro de aquel niño razonable que aún llevamos dentro ante lo absurdo del mundo que hemos construido como adultos. 



Mafalda mira el mundo con asombro e ironía,  filosofa, se hace preguntas, nos inquiere... También a los gobernantes, pero sin olvidar nunca que el escenario dentro del cual se mueven con tanta desfachatez lo hemos levantado entre todos. Esos gobernantes, amparados en la pueril magia del carisma, son venales, violentos, contradictorios, ciclotímicos... Más o menos igual que quienes les condujeron entre vítores al poder. Mafalda pregunta a los argentinos a qué carajo juegan, qué país quieren construir... Reconoce en su patriotismo desaforado los resortes de una sobreactuación tras la no hay sino el vacío moral, la injusticia, el fracaso colectivo, la traición de la modernidad. Mafalda no entiende a Susanita, que solo quiere ser una fémina como Dios manda y casarse, pero le perdona, no da más de sí. Pero es nuestra conciencia la que en la imagen de Quino no tiene derecho a encontrar paz. 


En cualquier caso, insisto, el país ya no está a tiempo de reclamar la propiedad de Mafalda, pues Mafalda es universal... o mejor: Mafalda encarna las contradicciones y las debilidades de las clases medias del mundo. Nos reconocemos en ella, o mejor, nos reconocemos en Dieguito, en Susanita, en los padres de Mafalda...


Tras la impertinencia, exquisitamente educada casi siempre, nos encontramos la voluntad de comprender... y acaso de perdonar. Mafalda -por contestar a Cortázar- piensa mal de nosotros, pero está dispuesta a ser condescendiente con nuestros pequeños vicios, nuestra cobardía, nuestra torpeza. Mafalda desde su "no puedo entenderos", sabe en realidad muy bien lo que se está cociendo. Su permanente perplejidad responde a que sigamos adelante con ello. 


Dijo Zygmunt Bauman que el mundo contemporáneo había sustituido el dolor de la represión por el de la esquizofrenia, mucho más acorde a la lógica de la posmodernidad. Superado el victorianismo, nuestra neurosis ya no proviene, como antes, de la represión de los instintos, sino de la desorientación, del vértigo que produce no saber quiénes somos. 



No lo saben los argentinos y no lo sabemos los españoles, aunque ambos hemos ganado mundiales de fútbol. Lanzados a una modernidad ultratecnificada, intentamos olvidar cuanto antes que somos dos pueblos de cabreros, falsos hidalgos famélicos que presumen de blasones que nunca tuvieron o que, en todo caso, se acompañaron siempre de hambre, de fanatismo y de violencia. 


Acaso es que aún no hemos aprendido a aterrizar. Es lo que Mafalda diría de nosotros. Me parece a mí, vamos. 



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