Friday, April 20, 2018

ILUSTRACIÓN O ROMANTICISMO

Ante la desidia habitual se celebró hace unos días el 14 de abril, día de la Segunda República. Déjenme que presente una pequeña aportación al octogésimo séptimo aniversario. Me baso en un artículo, Realidad y ficción en política,  publicado en la revista Pasajes por el veterano filósofo Manuel Jiménez, a quien tuve el honor de hacer formar parte en la lectura de mi tesis, hace ya quince años. 

Se refiere Jiménez al trascendente pensador Carl Schmitt, el cual sembró dudas respecto al autoconcepto de la democracia como el régimen en el cual el poder político se gestiona como consenso y los ciudadanos se convierten en legisladores. Esa visión gloriosa constituye en la crítica de Schmitt una ficción. 

Pese a que el Estado moderno surge con la Paz de Westfalia, que en 1648 pone fin a las guerras de religión que asolaron Europa, para Carl Schmitt el terreno político no deja nunca de construirse desde la confrontación amigo-enemigo. Por otro lado, el liberalismo económico conduce irremediablemente a la exclusión de muchos, lo que alimenta el eterno conflicto de clases. Finalmente, y no dejamos a Schmitt, el orden abstracto de los Estados demoliberales contará siempre con la nostalgia de "lo telúrico", es decir, todo ese conglomerado tribal de la tierra, la sangre, las tradiciones y la patria. Ante ese rumor oscuro de lo comunitario -por más que se diseñe a menudo en forma mítica- el Estado moderno será siempre experimentado como una presencia monstruosa y gélida, un cuerpo ajeno e impuesto contra los deseos de la colectividad. 

La primera constitución liberal española es, como sabemos, de 1812. Nació obligada a coexistir precariamente con estructuras premodernas aún muy consistentes. A medida que se va imponiendo el orden burgués en Occidente, emergen los tres grandes nacionalismos albergados por el Estado español. Inspirado por Donoso Cortés, nos encontramos el nacionalismo español. El segundo, basado en el discurso del obispo Torras, según el cual el liberalismo pretende la negación de Dios, sería el catalán. Finalmente, añadiendo el componente racista de Arana, tendríamos el nacionalismo vasco. Los tres guardan afinidades esenciales: perpetúan el espíritu de la Contrarreforma, son clericales y sospechan de la modernidad. 

En 1931 se proclama la constitución de la Segunda República, que se enfrenta en términos demócrata-liberales a los tres elementos perturbadores a los que se refiere Carl Schmitt: el poder religioso, el conflicto entre clases sociales y las singularidades cantonales. 

La República del 31 representa la llegada a una estación largamente deseada por los progresistas y heterodoxos españoles desde tiempos del erasmismo. Desgraciadamente ese lugar ya no existía: la República nace en medio de una colosal crisis de civilización que vería resquebrajarse el modelo liberal en Europa mientras colisionaban el universalismo proletario soviético y el fascismo liderado por Hitler y Mussolini. España no pudo evitar que esa cruenta batalla se nos cobrara como víctimas, de ahí que, sobre todo a partir del 34, el de por sí débil orden liberal fuera silenciado en el fragor del conflicto entre el impulso revolucionario y el donosismo nacional-católico. 

Jiménez declara ilusoria la pretensión de que el bando republicano defendiera el orden constitucional liberal durante la Guerra contra el fascismo. Abundan los discursos que en plena guerra, y contra el criterio de personajes como Manuel Azaña, entendían que la conflagración era la gran oportunidad para un proceso de revolución proletaria. Las potencias democráticas extranjeras tomaron nota y dieron por liquidado el liberalismo español, de ahí que, tras la derrota de Hitler, y ante el miedo a que el estalinismo pudiera introducirse por esta orilla del Mediterráneo, obviaron a España en la hoja de ruta de la normalización demo-liberal. En otras palabras, EEUU y sus aliados decidieron que lo más prudente era aceptar el resultado del conflicto español, lo que supuso más de tres décadas de una atroz dictadura apenas contestada. 

En 1978 se proclama una nueva constitución democrática. Nadie en el país quería una nueva guerra y existía un consenso masivo respecto a la conveniencia de encontrar acomodo entre las democracias europeas. 

El sentimiento generalizado que otorgó la máxima legitimidad a este nuevo proceso histórico entra en crisis -explica Jiménez- con la Gran Recesión que estalla en 2007, crisis de alcance mundial pero que toma derroteros especialmente dramáticos dentro de nuestras fronteras. 

Vuelve a emerger el malestar hispano en la modernidad política...

El Régimen del 78, como lo denominan los rupturistas, ha tenido la suerte que no tuvo el del 31, que cayó porque tras sus fronteras se hundían los liberalismos. Hoy son potencias extranjeras las que sostiene la democracia española:

Si no, hubiera caído ya, o la estaríamos viendo caer, e incluso ha caído ya para muchos.

Me gustaría pensar que son las nuevas fuerzas de izquierda, los
movimientos civiles como el 15-M o los colectivos de parados, deshauciados y excluidos de todo tipo los que han puesto en crisis las instituciones demo-liberales heredadas de los pactos de la Transición. No soy un radical, no tengo ningún deseo de que todo salte por los aires, pero me parece que estamos ante una encrucijada y que debemos hacernos preguntas muy serias sobre la viabilidad y el futuro de nuestras instituciones. 

En cualquier caso, me temo que quien de verdad está poniendo en peligro el statu quo es el independentismo catalán. Uno de sus agentes decisivos, la CUP, aplica su fino sentido de la solidaridad con los pueblos vecinos planteando que la independencia del Països Catalans inicia el desmontaje del gran opresor común, el Estado Español. Gracias. Ésta no sería sino la primera fase de una subversión aún más liberadora, la de Unión Europea, fatal imperio que quedaría disuelto ante la verdad atávica y sagrada de las "auténticas" comunidades del viejo continente. Gracias otra vez. 

Es posible que después de presentarles el texto de Manolo Jiménez, que suscribo casi en plenitud, haya quien, por problemas de vocabulario me denomine "nacionalista español". Puestos a aceptar algún insulto típico de reaccionarios, preferiría que me llamaran "afrancesado". Lo asumo gustoso. La Republique, desde 1789, proclama el Estado como una totalidad abstracta, o lo que es lo mismo, la entidad que reconocemos como contrato entre ciudadanos hace abstracción de la patria, la religión, las tradiciones o la ideología a la que cada uno siente que pertenece. 


Me quedé en el siglo XVIII, qué vamos a hacerle. Pero, ¿saben? cada vez que el XIX y sus ridículos romanticismos se imponen al setecientos, yo me pongo a temblar.  




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