¿Tiene la nación más poderosa del mundo legitimidad para liderar éticamente a la ciudadanía global? Además de haber ganado, tanto en la disputa con el socialismo como en la rivalidad con los valores de Oriente, ¿puede Occidente considerarse vector de democratización del planeta? La Caída del Muro de Berlín alimentó esa creencia; después -como afirma Amin Maalouf, ir de guerra en guerra se ha convertido para los EEUU más en un sistema de gobierno que en un recurso excepcional.
No somos ingenuos. Los norteamericanos han entendido que la supremacía de su nación está permanentemente amenazada, que proliferan elementos que le son profundamente hostiles y a los que no conviene dejar sueltos, o que la emergencia económica de algunas naciones no puede ser contemplada con pasividad. Ahora bien, que el modelo duro de poder que emplean los USA en sus relaciones internacionales tenga una lógica no resuelve la cuestión central: después de un tiempo en que Occidente soñaba con haber "convencido" al mundo de que su modelo era el mejor, ahora vuelven a ser la violencia y el sometimiento los argumentos principales.
¿Y si después de todo los árabes, objeto principal de la aspereza política norteamericana, no merecieran otra cosa? Ya conocemos esta especie: el mundo árabe no ha sido capaz de abrazar la ilustración y el progreso porque el islam y la política son inseparables. Aquí Maalouf es tajante frente a ese prejuicio tan extendido: todas las religiones predican una concordia en la que no creen en profundidad, su germen es la intolerancia. Tan pronto como encontramos en el Corán, la Biblia o el Evangelio un mensaje de paz, nos topamos de morros con otro que empuja a la guerra. No es Mahoma quien determinó que el mundo árabe se estancara en el teocentrismo, como no está en los apóstoles el origen de la secularización de los pueblos europeos. El dogmatismo árabe causa el encadenamiento de cientos de millones de mujeres a una comunidad identitaria y opresiva. Pero tampoco ayuda -dice Maalouf- que los países receptores de inmigrantes árabes prefieran la fragmentación multiculturalista y el gueto en vez de inclinar a los recién llegados a asumir la doble pertenencia.
¿Choque de civilizaciones? Deberíamos sospechar de tales planteamientos maximalistas en un momento dominado por la hibridación. En realidad siempre fue así, las identidades se constituyeron lentamente, siempre fueron movedizas e impuras, aunque siempre hubo quien se esforzó en negarlo, quien nos recordaba insistentemente que el destino irremediable de las culturas era no encontrarse. Podemos entonces conformarnos con creer en "tribus planetarias" permanentemente enfrentadas, o podemos, como propone Maalouf, creer en una humanidad dispuesta a compartir algunos valores de diálogo básicos sin dejar de reconocer y apreciar la diversidad.
Lo que no ofrece duda toda medida con la que un gobierno intente solucionar en profundidad un problema serio topará con problemas geopolíticos, ecológicos o económicos que están fuera de su alcance. Y sin embargo no hay más remedio que solucionar esos problemas si queremos ir a algún sitio y no al desastre. Desde el reagan-thatcherismo se nos ha intentado convencer de que la supuesta mano invisible del mercado lo solucionaría todo, pero hoy -cuando el juego de prestidigitación de los agentes financieros escapa más que nunca al poder de las instituciones estatales- sabemos que la prosperidad del mercado genera desigualdades brutales y es insostenible para el medio natural.
¿Un gobierno mundial? Yo diría más bien que una ciudadanía mundial. Y, en todo caso, antes que hablar de un gobierno para el planeta globalizado, habríamos de deliberar sobre qué tipo de gobierno global queremos. Es aquí donde, para Maalouf, es vital la perspectiva de la cultura. Estamos ante el verdadero gran desafío del siglo XXI: otorgar a la cultura y la enseñanza un lugar prioritario. Sólo tendremos una verdadera democracia en la medida en que no seamos presas fáciles de los propagandistas:
"El siglo XXI se salvará por la cultura o naufragará".
Quienes como Trump y sus ideólogos alientan los prejuicios para hacernos creer que nuestros enemigos son las otras culturas, las naciones y religiones diferentes, debemos acertar a extender la mirada para entender que los verdaderos enemigos amenazan al conjunto de la humanidad: el cáncer y otras enfermedades, el envejecimiento, la ignorancia, el hambre, la relegación de la mujer, la explotación infantil, el cambio climático... Necesitamos otro New Deal, con propósitos similares al de Franklin D. Roosvelt, pero mucho más ambicioso, porque su alcance debe ser universal. Ese plan debe diseñar nuevas reglas para establecer las relaciones entre las comunidades, lo cual habrá de servir para atajar los terribles desajustes a los que se enfrenta el planeta.
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