"Buff, ¡los árabes!", he oído ese suspiro escéptico más de una vez cuando aparece el tema. O más crudo y explícito: "Donde hay moros hay problemas". Se diría que el tema árabe no tiene solución, que el Islam es un ciclópeo proyecto histórico de civilización que ha fracasado y que, incapaz de adaptarse a la modernidad, arrastra con sus rigideces y su inoperancia a cientos de millones de habitantes de este planeta.
Regreso, como tantas otras veces, a Amin Maalouf, de quien leí hace ya años El desajuste del mundo. Cuando nuestras civilizaciones se agotan. Publicado en los primeros tiempos de la Recesión, es anterior a la Primavera Árabe, quizá por eso me ha resultado especialmente útil su revisión. Hay otro motivo, Maalouf es un libanés que ha vivido la mayor parte de su vida en Francia. Esta perspectiva mestiza de la cuestión Oriente-Occidente, si es que tenemos derecho a plantearla en esos términos, le otorga una visión que no debemos desaprovechar, sobre todo si se trata de un tipo tan inteligente y bienientencionado como el autor de León el Africano y tantas otras obras maestras de la novela y el ensayo.
Explica Maalouf que los árabes viven cada vez más hundidos en un pozo de rencor, rencor hacia Occidente y hacia otros pueblos, pero rencor, sobre todo, hacia sí mismos. La actual hegemonía cultural del radicalismo religioso o, lo que viene a ser lo mismo, el desplazamiento de la controversia ideológica izquierda-derecha hacia la cuestión identitaria, es para el autor un fenómeno catastrófico, un auténtico fracaso de civilización.
¿Por qué la hostilidad hacia Occidente? Casos como el de las dos guerras de Irak propician interpretaciones perfectamente opuestas: la democracia no puede prender entre los árabes para unos y, según los otros, el impulso de extender la democracia por parte de EEUU es un infame caso de hipocresía. Maalouf afirma que las dos visiones son igualmente verdaderas y falsas.
El pecado secular de las potencias europeas no ha sido el de querer imponer sus valores al resto del mundo, sino precisamente lo contrario: el haber renunciado continuamente a respetar sus propios valores en sus relaciones con los pueblos dominados.
Seamos sensatos, la ocupación norteamericana de Irak ha desencadenado el caos en la relación entre las comunidades locales, pero tampoco es justificable que en sectores nada cándidos se llame "mártires" o "héroes" a descerebrados que lanzan una bomba en un mercado repleto de mujeres y niños de una comunidad árabe rival. De lo primero tiene la culpa una potencia occidental, de lo segundo no.
No siempre el mundo árabo-islámico se resignó a la impotencia. En sus distintas ciclos históricos, el nacionalismo árabe tiene un papel significativo. Algo como lo que logró Ataturk en Turquía, es decir, construir una nación para el pueblo otomano, intentó el egipcio Nasser con los pueblos árabes. La emergencia de esta figura despertó las ilusiones de muchos que llevaban tiempo soñando con una única nación árabe.
Conviene salir de la amnesia. Nada se habla entre nosotros de aquellas primeras décadas del siglo XX en que los grandes países árabes vivían en medio de una considerable efervescencia cultural y democrática. Nada podía hacer previsible la recaída en regímenes autoritarios en Egipto, Siria, Irak o Irán, aparte de, por supuesto, Turquía o Líbano. El balance no permite, sin embargo, pensar en el nasserismo como una edad de oro. No consiguió modernizar la estructura institucional egipcia, no sacó al país del subdesarrollo ni logró unir a los distintos países. Nasser consumó su fracaso con la derrota militar de la Guerra de los Seis Días. Y, sin embargo, lo que los árabes recuerdan de aquella época es que fueron protagonistas de su propia historia y tuvieron un líder. Los palestinos, por ejemplo, llegaron a ver en el triunfo del proyecto nasseriano la única esperanza sólida de vencer la dominación israelí. No es extraño que la derrota militar de Nasser haya pasado a la historia como uno de los mayores traumas de los palestinos, de los egipcios y del resto de los árabes.
Nada ha vuelto a ser lo mismo. Los árabes tienden a detestar un mundo en el que sólo se sienten humillados e impotentes, y es en cierto modo un auto-odio, el sentimiento del propio fracaso. Todo lo que ha venido después de Nasser ha sido frustrante. Amparados en el poder petrolífero y en colisión con los intereses norteamericanos, algunos como el libio Gadafi o el iraquí Sadam trataron de capturar en su favor la herencia panarabista nasseriana. Pero no funcionó. Tampoco había tenido éxito el barnizado leninista que se extendió entre muchos líderes o intelectuales árabes cuando se intensificaron las relaciones con el bloque soviético.
Una de las grandes lecciones del siglo que acaba de concluir es que las ideologías pasan y las religiones permanecen. En varias épocas de la Historia pareció que prevalecían otras solidaridades más nuevas, más "modernas": la clase, la nación. Pero, hasta ahora, la religión ha tenido siempre la última palabra.
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