SHAKESPEARE HA MUERTO
La web informa del fallecimiento del octogenario Shakespeare,
que por lo visto, fue el primer varón británico en vacunarse contra el covid. Se
presiente a estas horas cierta tristeza en su localidad, pues era un hombre
popular entre sus vecinos, pero no es ésta, como pueden imaginar, la verdadera
razón por la que ha trascendido la noticia. Lo relevante es el nombre del
finado, circunstancia mediáticamente agrandada porque ha circulado el fake de
que se llamaba William y que su pueblo era el mismo que el del Bardo que creó a
Hamlet. Pues resulta que no, no se llama William sino Bill -tampoco se le va
tanto- y su pueblo no era Stratford upon-Avon.
Verán: me fascina el mundo de Shakespeare desde que me conozco.
De crío me dejaron impactadas aquellas imágenes de Rey Henry, interpretadas con una solemnidad inigualable por John Gielgud, uno de los grandes actores shakespeareanos, quien además de para Orson Welles, hizo Shakespeare para Mankiewicz con “Julio César”. En realidad, se trataba de “Campanadas a medianoche”, bellísima versión cinematográfica wellesiana de “Enrique IV”, donde Orson interpretaba a Falstaff, infame compañero de correrías del joven Hal -Laurence Olivier-, que abandonará la vida ligera la mañana en que, a la muerte de su padre, le corresponderá tomar el trono.
Nada puedo decir de Shakespeare y su inmenso universo que no hayan dicho mejor otros. Cioran, ese escéptico radical que presumía de no creer en nada, dijo estar dispuesto a entregar “el mundo entero y todo Shakespeare por una brizna de ataraxia”. Observen con atención: se desprendería del mundo antes que del dramaturgo. Recuerdo también cierta anécdota personal revelada por Borges. Confesaba haber deambulado sin rumbo por barrios de Buenos Aires hasta dar, casualmente, con un pequeño teatro donde se representaba una obra del Bardo. Se animó imprudentemente a entrar. Todo era lamentable, los actores, la escenografía, el vestuario… “Aún así, salí henchido de pasión trágica… Shakespeare se había abierto camino una vez más”.
Insisto, no sé qué decir, y quizá sea mejor obedecer el mandato
de los místicos, que guardan silencio sobre Dios porque su infinitud es lo
indecible. Puedo por eso citar incluso a mi hermano, quien hace cuarenta años
me preguntó, indignado, “¿qué hace Hamlet por los suelos?”. Tenía razón, la que andaba extraviada bajo el sofá era la edición de Austral -bastante mal traducida por cierto- de la más grandiosa
tragedia jamás escrita.
Me viene a la memoria cierta parodia de Woody Allen, quien profundiza hasta el absurdo en las polémicas circunstancias relativas a la autoría de algunas de las obras atribuidas a Shakespeare. A medida que avanza en la investigación, descubrimos que no sabemos apenas nada del mejor escritor de la historia… ¿Son las obras de Shakespeare de su amigo Marlowe? ¿Era en realidad Shakespeare la mujer de Shakespeare? ¿Eran Shakespeare dos o más personas? Es aleccionador pensar que hay quien emplea su vida en resolver tan procelosos enigmas mientras yo me dedicó a disfrutar leyendo “Macbeth” y “La tempestad”, fueran de Shakespeare, de la Reina Elizabeth o de alguna prostituta de Whitechapel.
Permítanme cierta comicidad, a fin de cuentas nuestro
personaje fue tan grande en la lágrima y el espanto como en el caricato y el enredo.
Bueno, sí pondré algo de mi cosecha, aunque solo sea una
ocurrencia del momento. Creo que no entenderemos a Shakespeare mientras no
advirtamos que su condición de dramaturgo es, al menos lo es en su caso,
indisociable de su trabajo en una compañía de teatro. Esto es impensable en, pongamos por
caso, un novelista. Podemos otorgar carácter sagrado a los elementos escenográficos
incluidos en el texto original, pero se nos olvida que si aparece una cuerda
para subir a un balcón es porque, a lo mejor, la compañía no disponía en ese
momento de una escalera lo bastante alta. Me divierte por eso el papanatismo de
majaderos como Javier Marías -alias “mariconadas ni una”- a quien le pone
enfermo cualquier propuesta de representación shakespeareana que se aleje
mínimamente de la ortodoxia de los jubones, las espadas y las capas
renacentistas. Los conflictos de los personajes shakespearianos son eternos,
definen los contornos de lo trágico y lo cómico de nuestra efímera presencia en
el mundo… la grandeza de la obra de Shakespeare consiste en que vale para todas las
épocas y lugares. Las implicaciones de su literatura desbordan cualquier pretensión
de ortodoxia, Shakespeare es demasiado grande para aceptar el corsé de un academicismo
shakespeareano.
Añado otra pequeña curiosidad. ¿Se han preguntado alguna vez
que diría Shakespeare de nosotros? ¿Escribiría sobre Trump en tono de comedia o
engrandecería al personaje otorgándole la ambición autodestructiva de Ricardo
III? ¿Veríamos a una mujer cabizbaja en el metro, disertando sobre el sinsentido
de su existencia? Se me ocurre que para parecer shakespearianos lo primero que deberíamos
hacer es apagar el puto móvil, pero creo que es pedir demasiado.
Ah, por cierto, Bill Shakespeare no ha muerto de covid. Descanse en
paz.
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