Thursday, July 15, 2021

A PROPÓSITO DEL ASESINATO DE SAMUEL











Las comunidades en las que vivimos no son tan civilizadas como para sentirnos liberados de una violencia que puede llegar a ser atroz, pero sí lo son al menos para que la actividad de manadas y jaurías continúe desatando la indignación colectiva. 

No albergo dudas sobre el carácter homófobo del asesinato de Samuel. Destrozar a un pobre chico al grito de "maricón de mierda" incorpora un serio agravante -el previsto en los delitos de odio- a la ferocidad del acto. Si eres débil, estás solo o formas parte de algún colectivo vulnerable, tus posibilidades de ser víctima de los bárbaros se incrementan seriamente... por eso hay más mujeres o más homosexuales a los que se acosa, se golpea o se asesina. En cualquiera caso dudo que la brutalidad de la jauría de Riazor se hubiera detenido en caso de que Samuel hubiera sido heterosexual. En mayor o menor medida, todos estamos expuestos a esta barbarie porque, a diferencia del fascismo más institucionalizado de la ultraderecha, que sí señala con precisión a quién hay que perseguir, las jaurías no distinguen en exceso, sobre todo cuando van cargadas de alcohol a altas horas de la madrugada. 

Tampoco me extenderé sobre las causas inmediatas de esta violencia juvenil que parece haberse recrudecido, al menos en los medios, desde que empezaron a relajarse las medidas contra la pandemia. Las crisis económicas, yo lo sé bien porque trabajo en una escuela pública de un barrio humilde, no salen gratis. Alcohol, desocupación, fracaso escolar, violencia sexual, drogas... La fórmula incorpora muchos conceptos de este tipo, ya lo sabemos. 

No es un buen momento para invitar a la gente a desdramatizar esta psicosis creciente, entre otras cosas porque la violencia, y más -obviamente- cuando conduce al asesinato, es siempre dramática. Ahora bien, me niego a sucumbir a algunas conclusiones muy tentadoras en estos momentos, como las de horrorizarse ante la agresividad de la juventud actual o lanzar jeremiadas sobre lo insoportable del tiempo en que vivimos, entre otras cosas porque -afortunadamente- no soy Javier Marías. 

Lo siento por los revolucionarios más acérrimos, pero no vivimos en una sociedad sustancialmente violenta, fundamentalmente porque no formamos parte de un estado fallido. Tengo alumnos hispanoamericanos, subsaharianos, eslavos, magrebíes... Sé de lo que hablo, vivir en un país europeo supone, en términos comparativos, formar parte de comunidades pacificadas y respirables. Y no es así porque nos lo hayan regalado Franco, la Iglesia, los terratenientes o la alta burguesía -estos son más bien los que históricamente han intentado evitarlo-, es así porque la ciudadanía ha peleado por construir el estado de derecho. 

En cuanto a la violencia juvenil... Pues, verán, existe, no hay duda, y se debe neutralizar con políticas adecuadas, pero creo que a menudo mostramos cierta amnesia respecto a los viejos tiempos, esos por los que tanto suspiran los rancios como Marías. Puedo hablarles, si quieren, de la violencia que se respiraba hace cuatro décadas en las aulas o en el patio de la escuela, en las calles, incluso en los hogares. No, amigos, los chavales de ahora ni son más violentos ni son más crueles o acosadores que lo fuimos nosotros, no seamos hipócritas. 

Sí acepto que el paisaje actual integre algunos elementos novedosos. Y conviene identificarlos. 

No es éste, por muchas razones, un buen momento para la credibilidad de las instituciones, especialmente las destinadas a la representación. Si los adultos vamos por el mundo -seguramente sin que nos falten razones- acusando de sinvergüenzas y corruptos a los profesionales de la política, tampoco parece muy razonable pedir después a nuestros sucesores que se afilien a los partidos y cumplan con su "sagrado deber democrático" de ejercer la participación. 

Concurre de otro lado un grave problema generacional. Nosotros crecimos en medio de una expectativa biográfica que vinculaba el esfuerzo al éxito o, al menos, a una vida digna. Ese relato se ha ido desfondando de tal manera, sobre todo en las dos últimas décadas, que la incertidumbre parece haberse adueñado de las mentes, con los resultados imaginables: jóvenes sumisos cuando alcanzan algún bienestar digno de tal nombre, jóvenes desencantados y cínicos cuando, como la mayoría, dirimen sus días en medio de una lamentable precariedad. 

Para acabar con el diagnóstico, y ya que a los políticos y a la prensa les gusta descargar culpas sobre los docentes -no hay más que ver cómo aquellos nos ignoran sistemáticamente con cada nueva ley-, yo les lanzo una pequeña andanada a todos ellos. Es una grave inconsecuencia depositar sobre la escuela la promesa de una sociedad justa, pacificada e ilustrada, sobre todo cuando todo lo que ocurre tras los muros del aula, y que nuestros alumnos viven a diario, juega radicalmente en contra de lo que nosotros les transmitimos. Está muy bien poner alguna hora semanal de Ética o de talleres de emociones, introducir algún educador social entre los pasillos y en el patio o crear grupos de mediación y convivencia. Pero si convertimos los establecimientos educativos, en especial los públicos, en una gran red de cuidados paliativos para lo que la tribu al completo hace mal, entonces la escuela fracasará incesantemente, pues nunca se puede estar a la altura de unas demandas utópicas. ¿De verdad creen que no luchamos contra el acoso y la violencia a diario en nuestros centros? Y, por cierto, recordando el caso de Samuel, lo hacemos por ejemplo contra la discriminación a los compañeros homosexuales, por más que luego aparezcan los señores de la derecha acusándonos de "adoctrinarles en la ideología de género", que tiene cojones la cosa. 

Entiendo que todo diagnóstico respecto a una situación problemática exige tratamiento. No tengo vacunas, no al menos fáciles de explicar en este espacio. Hace quince años, en el ensayo que logré publicar, traté de explicar que la herencia generacional no estaba siendo transmitida, y que éste es un signo de los tiempos. La idea es compleja y necesité casi 300 páginas para perfilarla, pero insisto en lo esencial: los jóvenes, muy especialmente en nuestro país, no saben para qué están aquí. Los hemos educado como consumidores, pero no hemos tenido agallas para explicarles que tienen que tomar el relevo y gobernar la sociedad que les estamos dejando, lo cual es una faena titánica... precisamente por eso no puede dilatarse indefinidamente el fin de la adolescencia. Si se educa a un niño negándole sistemáticamente la mirada hacia el horizonte del universo adulto, lo que conseguiremos es que sea niño para siempre... Y lo que es peor, que quiera serlo, que tenga miedo a la emancipación y que se ampare hasta el fin en el confort de la dependencia. 

Pueden algunos asociar mis impresiones a la propuesta de un regreso de la mili o, aún peor, de los viejos valores ascéticos o religiosos en las que ya no creen ni los párrocos de aldea. No es cierto. Lo que yo planteo es desmercantilizar la vida de los jóvenes, hacerles entender que no todo es comprable y consumible, sacarles del bucle adictivo del botellón, las redes sociales y los videojuegos, todas esas formas de "soma" con los que los súbditos del Mundo Feliz de Huxley sorteaban el malestar de una sociedad destinada a la obediencia y a la previsibilidad. Podría explicarles cómo lo intentamos desde la escuela, al menos muchos de nosotros, pero no hay mucho que hacer si no conseguimos implicarles a todos ustedes en la pelea. Como dice un proverbio africano: "Educa toda la tribu". 

Descansa en paz, Samuel. 

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