Hará
un par de décadas leí un artículo de un compañero titulado
“Devuélvanme mi cero”. No he sido capaz de encontrarlo en
internet, pese a que he rastreado con ganas, pero recuerdo que ya
entonces llamó mi atención. En aquel tiempo, y a modo de coletazo
de la célebre logse, el gobierno del psoe había transmitido a
escuelas e institutos la ordenanza de eliminar de los currícula la
calificación mínima vigente hasta entonces, el cero. Podrían
ustedes maliciarse que aquel caballero era un fanático de los ceros
y que le encantaba arruinar las ilusiones académicas de sus tiernos
pupilos a golpe de suspensos. Yo, personalmente, no creo que fueran
por ahí los tiros. No hará falta que yo les explique que hay una
diferencia entre un examen en el que el examinando contesta
correctamente una pregunta de diez -un “uno”- y otro que deja en
blanco o contesta inventándose todas sus respuestas, que también lo
hay.
Se
supone que el cero resultaba humillante y podía hundir la autoestima
del alumno… algo así como un acto de violencia del docente
opresor. Se me ocurre pensar que acaso el uno también constituía
una agresión, más si pasaba a figurar como la peor nota posible. Y
eso sin olvidarnos del dos, que en mi tiempo era un “muy
deficiente”, o el tres y el cuatro –“insuficiente”- que
también jodían bastante, entre otras cosas porque suponían que
tenías que hacer recuperaciones. Imagínense el Auschwitz en que se
convertían los exámenes de septiembre.
Pues
bien, a aquel señor no le devolvieron su cero, es más, vamos camino
de que a los docentes no nos otorguen ni tan siquiera la posibilidad
de decidir que un alumno es apto para aprobar una asignatura y, por
lo tanto, pasar de curso.
Me
explico.
Cuando
debuté en esta profesión -concretamente en La Mancha, en lo que
entonces denominaban Territorio MEC- una compañera veterana, ante
mis dudas, me dijo algo claro como el agua y que he comprobado
durante décadas: “Si no suspendes, no puedes trabajar”
Les
cuento otra. En cierta localidad alicantina donde trabajé y habité,
felizmente, durante casi una década, la directora planteó un día
al claustro la necesidad de “reflexionar seriamente sobre la gran
cantidad de suspensos que registramos en la ESO”. Un compañero de
Ciencias algo silvestre le contestó que la solución era fácil,
“les pongo a todos un 10, como hace el de Religión, y asunto
solucionado”. La intervención generó una carcajada masiva en el
claustro. Hoy ya no tiene ninguna gracia, pues ya no es una broma:
las directrices, o si ustedes lo prefieren, los aires que nos van
viniendo cada vez con más fuerza -y el Gobierno ha terminado
convirtiéndolos en ley- se resumen en una consigna: “apruébelos a
todos”. O, si ustedes lo prefieren: “si te atreves a poner
suspensos, atente a las consecuencias”
No
voy a aburrirles citando todo el andamiaje legal que nos va cayendo
encima, normalmente con mucha verborrea tecno-pedagógica orientada a
eliminar el fracaso escolar por la vía del café para todos. Habrán
oído hablar de los “ámbitos”, que consisten básicamente en
acabar con las asignaturas y con la enseñanza por especialistas, más
o menos lo que siempre se ha hecho en primaria y se ha implantado ya
en la secundaria. También sabrán algo respecto a la convicción de
los expertos del gobierno de que la repetición de curso no da
resultado, ante lo cual tienen una solución, que es eliminarla. Lo
que en la práctica eso supone es que nuestros alumnos empiezan cada
curso sabiendo que sin estudiar ni atender en clase, simplemente no
ausentándose por sistema ni arrancándole la cabeza al compañero,
pasarán holgadamente al siguiente nivel.
¿Y
los padres de los niños que podrían suspender? Pues por lo general,
contentos, pues el instituto termina siendo como El Corte Inglés,
cuyo objetivo es la satisfacción del cliente. ¿Y los niños que,
por algún milagro, tienen vocación de estudio? ¿y sus padres?
Bueno, alguno se plantea si sirve para algo el esfuerzo de lograr un
título que se puede lograr también tocándose los huevos en clase,
pero si se le ocurre decirlo igual se convierte en el friki de la
clase y le cae alguna que otra hostia.
Soy
algo viejuno, sí, hablo como un viejo profe autoritario y todo eso.
Pero, permítanme. A medida que avanzo en mi madurez profesional, me
voy convenciendo más que la idea con la que María Ángeles,
Ricardo, Jordi o yo vamos al aula -que los alumnos aprendan algo de
Geografía, Literatura, Latín o Filosofía y Ética- es una manía
absurda y una ridiculez obsoleta. No me pagan para que los alumnos
aprendan mi materia, sino para cuidar niños unas horas al día, a
ser posible evitando que los más insumisos se conviertan en
delincuentes o, si ya lo son, vayan por la calle cometiendo
fechorías. No sé a ustedes, pero me pregunto si a mí me enseñaron
a Kant para esto.
Les
lanzo una pregunta. Si yo envío alumnos prácticamente analfabetos,
acostumbrados a no exigirse esfuerzos ni a pasar momentos de estrés,
¿confiarán en ellos cuando tengan que trasplantarles un hígado en
un quirófano? Si un chico llega a la carrera de Arquitectura sin
saber ni quién fue Brunelleschi, ¿soy inocente de que después se
le hundan los puentes que construya?
Voy
a ser concluyente y sórdido, pero realista, porque a mi edad ya no
me está permitido vivir en los mundos de Yuppi. Este es un planeta
inhóspito como la puta madre que lo parió. En nuestro querido
estado del bienestar, si eres un niño, tienes un tercio de
posibilidades de ser pobre y, por tanto, víctima de toda suerte de
abusos, desigualdades y exclusiones. Conseguir un puesto de trabajo
es poco menos que un milagro, pues el capitalismo crea más
precariedad laboral que nunca. Nunca a lo largo de los últimos
setenta años, ha habido tan poca movilidad social como ahora, lo
cual significa que si uno nace pobre, al contrario de lo que sucedía
en los años gloriosos de la social-democracia, es casi imposible que
mueras siendo otra cosa que pobre. Puedo hablarles de la catástrofe
eco-climática que les dejamos a nuestros herederos o de las
perspectivas sanitarias, que empiezan a no ser tan halagüeñas como
hace décadas, cuando no sabíamos demasiado ni de pandemias ni de
redes de salud privatizadas.
¿Ven
a donde voy a parar? Cabe preguntarse si esta supuesta blandura
investida de tecnocracia pedagógica por la que, no dejándonos
calificar libremente, no viene ocultamente asociada a una trama más
perversa que la de proteger a los chicos del sadismo docente. Yo mas
bien creo que detrás hay un propósito de degradación de la
enseñanza pública que se asocia a la lógica de la mercantilización
general de los servicios educativos. O lo que es lo mismo, si se
deteriora y abarata la calidad de la escuela pública, quien quiera
realmente consumir servicios educativos que le sitúen favorablemente
en el mercado laboral, tendrá que invertir dinero, mucho dinero, lo
que hará ricos a unos cuantos españoles avispados. Si un título se
regala y si no hace falta saber multiplicar para aprobar la ESO,
entonces el título no vale nada, lo que evidentemente perjudica a
quienes sí se han esforzado en conseguirlo. Con ello, lo que se
logra además es extender la especie de lo que pasa en un aula no
vale para nada y que lo mejor que podríamos hacer en ellas es
dejarles jugar con el móvil. Para finalizar, todo esto epercute
además en la autoridad intelectual y ética del profesor, que pasa
a ser una especie de guía, un poquito animador cultural y un poquito
carcelero.
Bien
pensado, yo no quiero que me devuelvan mi cero. Me conformaría con
que me devolvieran mi cuatro. O la posibilidad de hacer lo que me
gusta, que es enseñar filosofía. Claro que esa, la de enseñar
cosas e invitar a los alumnos a esforzarse en pos del conocimiento,
parece cada vez más una manía funesta de profesores viejunos y con
mentalidad de inquisidores. Menos mal que en unos cuantos años me
jubilan.
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