No debería hacer falta explicar a la gente por qué pagamos impuestos. Entiendo que, de entrada, la palabra nos ponga a todos a la defensiva. “Imponer” implica coaccionar, tomar algo a la fuerza que no se concedería de buen grado. Esta precisión semántica invita a pensar en la famosa definición de estado como “aquel al que se atribuye el monopolio de la fuerza”, que debemos al imprescindible Max Weber. Existen sin embargo sinónimos que no arrastran las mismas connotaciones, como “tributar”, o el medieval “diezmo”. En uno u otro caso, entendemos que hay una administración que recauda en capital o especies de sus súbditos, y que es perfectamente humano desear que al jinete uniformado y su séquito se les olvide este año pasar por nuestra hacienda y llevarse una parte, que siempre nos parece excesiva, del grano que hemos obtenido agachando el lomo como mulas de carga.
Ahora
bien, desde que el mundo es mundo, o mejor dicho, desde que existe la
civilización, siempre ha hecho falta sufragar una administración. Con el tesoro
público resultante se financian cosas tan buenas como la construcción de
caminos, escuelas y torres de vigilancia, o tan malas como mazmorras, cañones o
patíbulos. Supongo que un anarquista profundo recordará aquello de “no le deseo
un estado a nadie” y contestará que las grandes estructuras burocráticas se
crearon no para liberar a los ciudadanos sino más bien para garantizar su
esclavitud. Sugerente principio, pero hay un pequeño problema: sin
instituciones no podríamos vivir, y, como dice Tony Judt, “de momento no hemos
inventado nada mejor que los estados”.
Hablando
del monopolio de la fuerza y de las atribuciones de la res pública, recuerdo de
la universidad a un radical que afirmaba de forma concluyente la necesidad de
acabar con el ejército. Yo simpatizaba con su convicción pacifista, pero cuando
una anciana le preguntó lo típico en estos casos -“y si no hay soldados, ¿qué
hacemos si nos invade el Rey de Marruecos?-, yo no terminé de ver clara su
respuesta, aunque me eché unas risas:
“Pues
que entren las tropas de Hassan II... a mí me la sopla”
Supongo
que ven por donde voy. No me gustan demasiado las fuerzas armadas, de hecho
hice en su momento lo que pude por librarme de la mili, pero lo que no soy es
gilipollas. Hablando de radicales, también recuerdo el caso de un pequeño
terrateniente para el que trabajé en una ocasión, y al cual yo definiría como
un “anarquista reaccionario”. Era un activo defraudador fiscal. Decía que si
venían “los moros, yo los espero en mi casa con la escopeta cargada”. Alguien
podría pensar que si todos actuáramos así no harían falta ejércitos, pero yo
más bien creo que harían falta legiones armadas hasta los dientes para evitar
que nos matáramos unos a otros.
Siento
haberme hecho mayor y, por consiguiente, escéptico en relación a ciertos
excesos pueriles del radicalismo. Pero, verán, a menudo me malicio que a los
amos del mundo les encanta oír que lo público no funciona y que el Estado nos
oprime, pues lo que desean es justamente eso, debilitar hasta sus últimos
extremos su poder garante de la justicia y el derecho para que triunfe de una
vez por todas y sin trabas la ley del más fuerte.
A
ver. El País, al que por primera vez en mucho tiempo estoy dispuesto a elogiar,
ha sacado a luz una trama de empresas off shore en paraísos fiscales que, lejos
del caso puntual, parecen corresponder a un problema sistémico. No voy a
explicar qué es un paraíso fiscal ni cuáles son las monstruosas dimensiones del
fraude que propician, pero tengo claro desde hace mucho que constituyen uno de
los grandes cánceres de la comunidad planetaria y que deben ser perseguidos
porque ocasionan desigualdad, injusticia, violencia terrorista, criminalidad…
¿No hablaba Bush jr, de “El eje del Mal”? Pues ahí lo tienes, majadero, por
ejemplo en unas islitas a unas pocas millas de tus costas.
Un
neoliberal me dijo que lo que hay que hacer con los paraísos fiscales es
“competir con ellos”. Supongo que el odioso dumping fiscal que con respecto a
otras comunidades españolas ejerce actualmente Madrid debe parecerle estupendo.
Lo que a mí me parece es que a los tramposos hay que sancionarlos, pues jugar
dopado es jugar sucio. El problema no es solo nacional, obviamente. A lo mejor
soy un racista, pero no creo que haya en el mundo un país más odioso que Suiza,
aunque en el pack podríamos meter a otros, y no solo a los ya reconocidos como
Luxemburgo, Mónaco o Liechtenstein, que parecen haber sido creados para que los
amos del viejo continente custodien sus tesoros de la supuesta codicia de los
burócratas.
Las
autojustificaciones son conocidas. Enumero, algunas son muy divertidas.
1. Mis impuestos
sufragan a funcionarios vagos y políticos corruptos.
2. Todo lo que se
gestiona desde la administración pública y no desde las leyes del mercado es
ineficaz.
3. No es ilegal
buscar salidas menos gravosas para mis bienes.
Podríamos
seguir. Hasta llegar a declarar que la fiscalidad es un robo y que viviríamos
mejor sin impuestos no va demasiado trecho. A mí, que soy malicioso, todos
estos mantras de los think tanks liberales me huelen un poco a chamusquina. Yo
también me desgravo mis cosillas, e incluso he llegado a acceder a los deseos
del fontanero que me arregló el wc y me dijo que no me haría recibo. No soy un
santo. Pero la realidad es que pago unos impuestos bestiales al consumo, a
través de las facturas de agua o luz y, por supuesto, a través del IRPF, que me
resta un tanto por cien altísimo de mi sueldo bruto. Me ponen enfermo la
corrupción y las puertas giratorias, pero sospecho que quienes más hacen por
untar a los políticos o meterlos en sus consejos consultivos cuando salen de
los partidos son precisamente los amos financieros del país.
Si
por ellos fuera, el papel del estado no sería otro que el de hacer de policía
vigilante de sus negocios y sus propiedades. Por fortuna no estamos en el
Antiguo Egipto, no pagamos impuestos para construirle mausoleos a cuatro magnates.
Hay Estado porque necesitamos hospitales, carreteras, escuelas, policía…
existen las instituciones porque si lo dejáramos todo en manos de los
“emprendedores”, los usureros, el Ibex y demás próceres del mal llamado
“mercado libre”, entonces viviríamos en un mundo hobbesiano, una especie de
selva donde toda sombra de justicia se asfixiaría bajo los gruñidos de los
depredadores.
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