No sabemos qué está pasando en Afganistán. No es extraño,
pues, a fin de cuentas, tampoco entendimos en su momento una guerra europea: la
de los Balcanes. Cuando, por ejemplo, el siniestro Rey de Bélgica, mandaba
asesinar a millones de indígenas en el Congo porque le importunaban, los
europeos vivíamos confortablemente, convencidos de que el continente negro
necesitaba nuestra presencia para “civilizarse”. Nada se nos contaba sobre las
carnicerías que allí se perpetraban. Hoy sí creemos saber lo que pasa. La hipertrofia
informativa alimenta la sensación de que el drama se nos está
transmitiendo en
directo, pero, cómo tantas veces, lo que nos llega es un relato, un relato
sesgado y accesible a nuestras mentes, tan perfectamente formateadas en la
lógica demo-liberal.
Creemos saber, pero no entendemos. No podemos imaginar en
qué mundo viven los habitantes de Afganistán. No sabemos por qué los pastunes parecen
desear el regreso talibán, no sabemos cómo le ha ido a la mayoría de las
mujeres durante la dominación extranjera… solo sabemos que con los bárbaros volverán
a ser martirizadas, excluidas, anuladas… La disidencia será perseguida… claro,
como en tantos otros sitios.
En cualquier caso ese noticiario que en los últimos días
empieza a remitir -al hilo de la DANA, el frustrado fichaje de M´Bappe o las
ridículas críticas del líder del PP- forma parte de un horror show que
encuentra su momento ideal en el verano. Los mismos que se sienten impulsores
de la revolución feminista apoyando la causa de Rociíto, nos exhortan a hacer
algo para salvar a las mujeres afganas del terror talibán. Sorprende que la
estructura de las tertulias “serias” sea análoga a la de los programas de
telebasura a los que nos ha acostumbrado Telecinco.
Si realmente creemos saber, deberíamos estar en condiciones
de contestar a ciertas preguntas.
Para empezar, y pese a que buscamos a los talibanes en las tinieblas de la prehistoria -y ciertamente sus prácticas y sus gestos parecen medievales, casi asirios-, nos cuesta entender que en su origen está la CIA. ¿Qué responsabilidad tiene el gobierno norteamericano en la emergencia histórica de los fanáticos? En la lógica de la Guerra Fría, los halcones de Washington entendieron que aquella plaza en el centro del mundo no se podía conceder a los soviéticos… Entonces se inventaron a los barbudos. Y como sucede en las películas, cuando alimentas al monstruo antes o después se vuelve contra ti.
“Geoestrategia”, lo llaman. La OTAN nos lanzó a invadir
Afganistán y se alegaron motivos humanitarios. Veinte años después abandonamos
el fortín porque el ejército regular afgano “nos ha decepcionado”. Ese problema
no lo tienen en Arabia Saudí. Allá los sátrapas controlan el petróleo, la
sharía se impone igualmente y la obscena riqueza de algunos coexiste con la
infame pobreza de los esclavos, como si una y otra cosa no tuvieran nada que
ver. Pero Afganistán es más fea porque toda ella es pobre y en vez de jeques
mandan los señores de la guerra.
Ah, claro, y está el Islam, esa cosa tan peculiar a la que
aquí nos referimos como sabiendo de qué hablamos. Miramos el mundo musulmán
como un fracaso histórico sin remedio. Como siempre, aplicamos fórmulas
simplistas para concluir que una cultura desconectada del progreso bloquea el
acceso al bienestar y la democracia. Pero no pensamos que los fanáticos siempre
han triunfado en todo el planeta allá donde se escampaban la ignorancia, el
hambre y la violencia. También fue así en Europa, sede de las mayores
degollinas hasta no hace mucho.
No dudo de la brutalidad talibán, sé qué tipo de sujeto es
un fanático. Y sé también por qué la gente desesperada se une a ellos. ¿Quién
de entre nosotros no desearía un destino menos infame para los ciudadanos de
Afganistán, especialmente para las mujeres, amenazadas por el burka, cuando no
algo peor? Ahora bien, cuando identificamos con los derechos humanos y la
democracia eso a lo que llamamos pomposamente los “valores occidentales”, se
nos olvidan dos cosas.
La primera es que, antes que progreso y libertades, lo que los
occidentales han exportado al mundo son ejércitos, armas, esclavitud y
corrupción. Cuando, no sé si por una candidez angélica o un cinismo atroz, los
liberales hablan de la necesidad de más globalización”, me pregunto si el
verdadero problema con algunas sociedades, especialmente con la árabe, no
radica en que son refractarias a la mercantilización generalizada que impone el
capitalismo contemporáneo. “Integrismo blanco”, así llamaba Baudrillard a la
gran lógica de la mundialización cuyo designio es someter a la ferocidad de la
rentabilidad corporativa cualquier lugar de la Tierra con posibilidades
extractivas. Tras ese integrismo soft, repleto de buenas palabras, se oculta un
plan siniestro: asfixiar todas las formas de singularidad comunitaria y
cultural, toda práctica generadora de cohesión social que de una u otra forma
se resista a la plantilla única de la globalización, esa que solo puede
expresarse a través del dinero y la especulación.
La otra cosa que se nos olvida, seguramente por un patético paternalismo, es que en esas sociedades a las que enviamos a los ejércitos para salvarles de sí mismos, existen personas y colectivos llenos de coraje que pelean por sacar a sus comunidades adelante. Grupos de médicos, maestros y líderes de barrio en las favelas; colectivos indigenistas que protegen las selvas de una criminal deforestación; pastores nómadas que en el Sahel plantan cara a los yihadistas; cooperativas de pequeños propietarios que resisten la presión de la agricultura intensiva y los monocultivos; estudiantes e investigadores que trabajan por encontrar en bosques y montañas nuevos remedios frente a la depredación de las farmacéuticas… La lista, por fortuna, es interminable. La expresión enferma y odiosa de esa resistencia son los terroristas y los fanáticos, pero vamos por mal camino si no entendemos que el mundo no está esperando que le salvemos con nuestros ejércitos, que solo son la prueba de que no entendemos nada.
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