Sunday, January 07, 2018

QUIERO UNA MONSTER HIGH



Todos los años cometo el mismo error: busco motivos para esperar e incluso amar la Navidad, pero acabo deseando fervientemente que se acabe y vuelva la normalidad. La gente organiza festines en los que se come, se cuentan chistes y se intercambian presentes... Hay quien dice temer a las Navidades por el recuerdo de los que ya no están, pero a mí lo que de verdad me afecta es la saturación. ¿De qué? De todo... objetos, envoltorios, afectos, felicidad, Pedroche desnuda, las campanadas y los cuartos, dulces y cava a cascoporro, el centro de la ciudad atestado... La Navidad se ha convertido en una especie de potlach donde parece que el único sentido es abarrotar el planeta con más gadgets y fetiches inútiles que los que ya soporta sin saber cómo deshacerse de ellos una vez se convierten en deshechos. 

 Está bien, parezco un viejo cascarrabias, la Navidad se acaba y debe regresar... Pero por fortuna aún falta un año, je, je, je. Ya ven, siempre me gustó Mister Scrooge, quizá el único personaje realmente grato que aún puedo asociar a la Navidad... Aunque al final del relato de Dickens se raja, volviéndose bueno y reencontrando el espíritu de la Navidad... vaya mierda, macho. 

Hay un juguete, de entre la locura absurda de regalos de Santa Claus y los Reyes, que me tiene fascinado: las Monster High. 

Surgidas en 2010, desataron durante años tal locura entre las niñas, que cuando ibas a comprarle una a tu sobrina, el encargado te decía que tal y como las colocaba en el estante las clientas se lo vaciaban. La fiebre ha pasado, pero no se engañen, las muñecas Monster High continúan vendiéndose y la empresa Mattel, cuyos productos son fabricados en China e Indonesia, gana monstruosas cantidades de dinero con un producto que se ha convertido en símbolo de la globalización. 

En mi tierna infancia lo que se estilaba eran las Nancys. Nancy era una rubia tonta en la que las niñas volcaban un mezclijo emocional de cuidado maternal y deseo de convertirse en una adulta al gusto norteamericano. Luego llegó Barbie, cuyo marketing no dejaba lugar a dudas: "En unos años más como Barbie seré, y mientras jugaré con Barbie Superstar". Esta especie de engendro, que ya era un mito en la nación que nos ha colonizado culturalmente a todos, fue genialmente parodiado en Los Simpsons, donde crearon el personaje de Stacy Malibú, que contestaba a cualquier pregunta diciendo: "No lo sé, soy una chica". 

Con Monster High la casa Mattel se ha superado a sí misma. Las High son hijas de viejos monstruos como Drácula, Frankenstein, el Hombre-Lobo, la Medusa o los Zombis. Deberían ser feas y hediondas, preguntaría un infeliz teniendo en cuenta que son monstruosas. Pues no: son guapas, delgadas hasta el límite de lo anoréxico y cabezonas... ni siquiera son malas de verdad, sólo lo parecen. Al contrario que Nancy y otras muñecas convencionales y socialmente integradas, las High están altamente sexualizadas, más incluso que Barbie, como se advierte por sus delirantes componentes de vestido, peinado y complementos. 

Las Monster High triunfan porque el producto rompe con la tendencia homogeneizadora de sus predecesoras. Barbie aparecía en distintas versiones, pero siempre era Barbie, mientras que Highs hay muchas, y cada una tiene un origen y unos fetiches distintos, aunque, si se fijan ustedes bien, son todas iguales. Es un producto magistral porque inclina a las preadolescentes a seguir consumiendo muñecas cuando lo normal sería haber dejado de hacerlo. En cualquier caso no son niñas de 11 años las que más la piden, los vendedores de juguetes saben muy bien que la clientela actual del producto son mayoritariamente niñas de seis años. 

El Mal ejerce una fascinación que traspasa los límites de la inocencia infantil. El fenómeno lo comprobamos anualmente con la locura que estalla con Halloween, otro ejemplo del peso de los elementos culturales norteamericanos en la construcción de un lenguaje de consumo eficaz para la globalización. Hoy el Bien, encarnado en las viejas muñecas, ya no seduce porque la sociedad no sabe qué futuro prometerle a los jóvenes. Como siempre ocurrió, hay que ser guapa, delgada, estilosa y, sobre todo, popular en el Instituto, pero ahora ya no se puede ser inocente y casta porque los signos de la sumisión al patriarcado han dejado de ser cool en las sociedades desarrolladas. 

Las niñas -como cantó Joaquín Sabina- ya no quieren ser princesas. ... ahora quieren ser Draculauras.  

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