Wednesday, October 31, 2018

BOLSONARO

 Analizamos con frialdad el comportamiento de las masas, y concluimos que, después de todo, incluso las decisiones colectivas más esperpénticas y dañinas tienen un sentido o, al menos, una excusa, la cual  suele descargar la responsabilidad sobre los políticos, las élites o los intelectuales... Está muy bien, pero el diagnóstico, por preciso que sea, no puede esquivar la evidencia última: es malo para el mundo que triunfen tipos como Bolsonaro... Y además no son una solución para nada, sólo son una involución, y los efectos de lo que le dejen hacer durante su mandato se pagarán durante mucho tiempo. 

A trazo grueso, la emergencia de líderes populistas de corte reaccionario -aunque no es imposible que ocurra algo así con supuestos izquierdistas- corresponde a un arrebato nacionalista que reacciona contra una globalización incontrolada. Los efectos de ésta se encuentran a años luz del paraíso democrático de tecnología, paz, prosperidad y librecambismo en que, según la doctrina neoliberal, iba a convertirse el planeta. Cuando no se reacciona desde el derecho -sea porque las organizaciones de izquierda han sido cómplices de la desigualdad y la corrupción, sea porque a las multitudes planetarias les falta formación para asumir sutilezas- se reacciona desde la barbarie. En otras palabras: lo que expresa la mayoría que ha votado a Bolsonaro, como la que sustenta a Trump, a Le Pen y a otros tantos que van apareciendo, es la nostalgia del viejo estado social y autoritario. En nuestro país este fenómeno puede muy bien asociarse a las nuevas -y aún minoritarias- fuerzas de ultraderecha, y explica en gran medida la crudeza de la polémica respecto a los restos del dictador. 

Como advertirán, no pienso sólo en Brasil, ni siquiera pienso sólo en Occidente, cuando detecto algunas condiciones de posibilidad comunes al fenómeno. 

Una de ellas, extendida urbi et orbe, supone la asunción generalizada de que la política profesional está invadida por una casta corrupta. No es saludable tal estado de opinión en un mundo donde no ha mucho que -a raíz de los procesos de descolonización y de la Caída del Muro de Berlín- se había hecho hegemónica la imagen de una democracia global, triunfante y sin alternativas. Es una candidez defender la fortaleza de las instituciones de representación si creemos -si sospechamos siquiera- que están gestionadas por grupos de bandidos, aunque vayan trajeados y tramen sus crímenes en elegantes consejos de administración. 

Ahora bien, sin ignorar que ese estado de desconfianza tiene algunas bases razonables, conviene recordar que ningún líder populista reaccionario proviene de una prístina sociedad civil, inocentemente ajena a la toxicidad de la política. Marine Le Pen es hija de un parlamentario y líder político francés, Trump se ha pasado la vida tratando con "la gente esa de Washington" para obtener bulas, indulgencias y privilegios para sus empresas, Jair Bolsonaro, pese a su condición de militar, lleva treinta años en la política profesional... Y, sin embargo, se vota a tales personajes -como aquí algunos votaron en su momento a Ruiz-Mateos o a Gil- como una forma de castigo a la casta política... La inconsecuencia es manifiesta, pero hay momentos en que la gente parece desear que la engañen. 

Ese estado de guerra entre políticos y ciudadanos no es en cualquier caso la causa del problema, más bien es uno más entre otros síntomas. Sucede lo mismo con respecto a un asunto que deberíamos dejar de considerar propio de naciones opulentas: la xenofobia. Antes el chivo expiatorio podían ser los judíos o los comunistas, ahora el elemento "viscoso" es el inmigrante y, muy especialmente, los árabes. Diferentes objetos de odio, la misma barbarie.

Se dice de Bolsonaro que, además de rechazar a los inmigrantes, se pronuncia en términos homófobos y machistas. Si no conociera a la gente de derechas me extrañaría que en su ideario se aleasen tendencias tan heterogéneas como el rechazo a los menesterosos, el clericalismo, el neoliberalismo, el negacionismo ecológico o el machismo y la homofobia. Tan dispares componendas ideológicas van juntas no por razones de coherencia, sino porque unas compensan las insuficiencias de las otras. En última instancia, se advierte en cientos de millones de habitantes del mundo un profundo temor hacia la rápida evolución que en los últimos decenios han venido experimentando los usos culturales y morales. Simplemente la gente tiene miedo porque los antiguos parias van por el mundo queriendo "vivir como nosotros"... Es un planteamiento pueril y propio de simios, pero es que somos bastante simios, y conviene olvidar que, como a todo mamífero, el miedo puede enloquecernos. 

No estamos en cualquier caso ante un simple problema cultural o de formas de conciencia más o menos erráticas. En el viejo continente, por ejemplo, se urdió con enorme esfuerzo tras la posguerra un tejido social, económico y político que ahora parece estar deshilachándose. El precariado parece estar convirtiéndose en la nueva clase proletaria del planeta, y no es previsible en esas condiciones otra cosa que un mundo inhóspito y hobbesiano. Directamente vinculada a la inseguridad económica hallamos la desafiliación social, cuyo efecto destructivo se advierte en la quiebra de las instituciones del bienestar y la protección, pero también en las relaciones personales y familiares, una combinación de deterioros cuyas consecuencias se me antojan pavorosas. 

Añado las cuestiones de la inseguridad y la delincuencia. Afectan especialmente al caso brasileño, y creo que es acaso la razón fundamental del triunfo de Bolsonaro, quien se presenta a sí mismo como macho alfa y azote de forajidos. Pocas veces nos hacemos esta componenda: pensamos que el problema es la pobreza, la búsqueda desesperada de una fuente de subsistencia.  Resulta no obstante que la exposición a la delincuencia es una de las primeras causas de la inmigración hacia Europa, donde todavía nos parece natural e innegociable tomar un café en una terraza en medio de una avenida sin pensar que en cualquier momento van a ponernos una navaja en el cuello. 
  
El fenómeno neofascista -llámemos a las cosas por su nombre- tiene causas, desde luego. Pero, insisto, no hará sino incrementar los problemas que dice poder solucionar. No se engañen, las élites financieras responden bien a cambios como el que acaba de producirse en Brasil. Sospechan que Bolsonaro protegerá sus beneficios, reprimirá con dureza a los que protesten, será obediente con las instrucciones de la OMC, venderá servicios públicos, esquilmará sin piedad los recursos naturales y, en definitiva, fomentará lo que Lula anunció que intentaría corregir: la desigualdad. 

Ante todo ello, y salvo que optemos por la melancolía, sólo cabe seguir luchando por la reinserción social de las capas precarizadas de la sociedad. Esto supone, entre otras cosas, crear empleos dignos para recuperar la seguridad profesional, reforzar las instituciones públicas que Bolsonaro quiere vender al mejor postor, combatir la corrupción, reforzar la cohesión mediante una fiscalidad justa... Se trata en suma de alimentar la esperanza de una vida digna sin pasar por el filtro del odio, el miedo y el autoritarismo, esos factores que han llevado a Bolsonaro al Gobierno de la nación más grande de Hispanoamérica. 



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