"Este hacerse mayor sin delicadeza", dice una canción de Sabina. En efecto, la vejez llega sin ser invitada y entra como un elefante en una cacharrería, dejando toda suerte de desperfectos a su paso. No hay manera de encontrarle abogado defensor a la vejez, aún menos en este tiempo en el cual envejecer se juzga como un acto de mala educación, sólo superado en mal gusto por quienes tienen la desfachatez de importunarnos muriéndose.
Presiento desde hace algún tiempo al anciano que en mí se prepara. Dicen que no aparento mi edad, pero no me satisface tal invitación a la estafa, pues mi alma sí es perfectamente consciente de los estragos del tiempo, se noten o no a primera vista. Creo haber tomado conciencia en toda su amplitud de este problema -"el problema" por definición- hace algo más de una década. Me asomaba al balcón después de cenar, encendía mi pipa... y lo que yo esperaba que fuera el relax total, se convertía en una misteriosa ansiedad que terminaba por robarme la calma y el sueño. Lo que en aquel momento estaba descubriendo, con todas sus implicaciones, era el hecho irremediable de la caducidad. La vida iba en serio, o, para ser más exacto, se imponía asumir sin opciones ni ridículos autoengaños que nuestro destino es la extinción.
Decidí entonces ser padre. Aquello parecía mitigar el temor a la muerte, o mejor dicho, a "mi" muerte, pero creo que al fin fue como en esos tipos que cuando no soportan más un dolor se autolesionan en otro lugar del cuerpo para olvidar el primero. La cuestión es que en vez de tener un problema pase a tener dos: mi caducidad y la de mi vástago. Una tarde, en un momento de estrés que me hizo toparme con los límites últimos de mi resistencia física y sobre todo psicológica, experimenté una repentina iluminación que lo dejó todo en absoluto suspenso: observé las edificaciones humanas, las biografías, el matrimonio, las obras de arte, los sueños... todo aquello en lo que mis congéneres se embarcan día tras día hasta que revientan. Descubrí súbitamente que todo era perfectamente inútil, y sentí perplejidad ante la absurda contumacia de los humanos que, pese a todo, porfían sin descanso, con el alma en llamas, confiados en que lo que hacen importa algo.
Aquel "insight" fue el momento más desdichado de mi vida. Les explicaré algún día cómo salí de él y por qué creo que fue bueno que ocurriera, pero lo que me interesa en este momento es transmitirles que hoy me siento más preparado para entender las películas de Paolo Sorrentino y por qué me atrevo a decir que estamos ante uno de los mayores talentos que ha dado el cine europeo en lo que va de siglo.
Hace unos años me deslumbró La gran belleza. Ahora lo ha hecho La juventud. Sorrentino nos presenta con una sutileza endemoniada la evidencia de que Europa se ha convertido en un enorme geriátrico.
En La juventud el hotel-balneario suizo donde descansan las celebridades -entre las que descubrimos a un tipo que parece ser Maradona y otro que podría ser Johnnie Depp- recuerda a aquel de Davos donde Mann hizo transcurrir su inmortal La montaña mágica. Un músico retirado -Michael Caine- y un viejo director de cine -Harvey Keytel-, que trabaja en su película testamentaria, amanecen preguntándose uno al otro si durante el día anterior la inflamada próstata les ha permitido mear con "normalidad".
Los dos son ricos y tienen reputación, pero sus almas están ensombrecidas. El músico sólo se siente reconocido por la masa por sus "canciones populares", lo que le enoja bastante, pues él siente que ha entregado su vida al arte con mayúsculas y que merece otra cosa. En cuanto al director, se cierne sobre él la amenaza de no volver a trabajar, ha sido grande, pero probablemente esté acabado.
Los dos protagonistas de La juventud saben todo lo que se puede saber sobre aquello que importa: las mujeres, el amor, la familia, el arte... Tuve la misma impresión con los brillantes diálogos de La gran belleza. Y sospecho que, al final, la conclusión siempre es la misma. Los europeos somos una raza en extinción. Hemos europeizado el mundo, y nuestro éxito es aquello de lo que vamos a morir. Al igual que el Imperio Romano, hemos entregado carta de ciudadanía a legiones de bárbaros porque ya no somos capaces de salvaguardar las fronteras. Y ahora nos agitamos inútilmente, dirimiendo si aceptamos o no a los inmigrantes, como si estuviera todavía en nuestra mano impedir un proceso de migración masiva e irreversible, como si todavía no hubiéramos entendido que estamos muriendo de viejos.
"Las emociones están sobrevaloradas", dice el músico. Me gusta especialmente esa frase del músico, el cual no se priva de advertirnos sobre lo que nos espera: desengañaos, vuestros hijos no van a saber nunca cuánto hicisteis por ellos, jamás os lo agradecerán.
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