Thursday, October 24, 2019

FRANCO

Me pregunto si, en el supuesto de alcanzar la condición octogenaria, pasaré las décadas que me quedan sin poder afirmar que el virus del franquismo está, al fin, erradicado.

Cuando un ayuntamiento socialista derribó la estatua ecuestre de la Plaça de l´Ajuntament de València -hasta muy poquito antes Plaza del Caudillo-, se montó un pifostio considerable con los fachas... Eran los mismos que acudían cada veinte de noviembre a su cita con la nostalgia en el Valle, donde, después de hacer las plañideras un ratito, echaban la culpa de sus males a la democracia, a las autonomías y a las demás instituciones infernales del contubernio judeo-masónico. Dado que estoy hablando de aproximadamente el año ochenta, aquello tenía bastante lógica. En cuanto a la que se monta ahora con la tan cacareada exhumación del cadáver del dictador... hace tres décadas, la verdad, no me la habría imaginado, de manera que tampoco soy capaz de garantizar que dentro de otras tres, cuando todos los que de verdad vivieron el Régimen estén tan muertos como su líder, seguirá habiendo quien tenga ganas de homenajear al que ha sido sin duda uno de los peores asesinos de masas del siglo XX. 

Una pista buena para explicar lo que a mis ojos constituye un fenómeno sociológico es el carácter de anomalía que tiene esta península pre-africana incorporada tardíamente y a trancas y barrancas a la modernidad europea. Como sabemos aquí  hizo falta matar, exiliar y aterrorizar a millones de republicanos para apuntalar el Régimen, mientras que, por ejemplo, en Alemania, pese a la unanimidad casi total que consiguió el nacional-socialismo, la posibilidad de mantener hoy una sola estatua o el nombre de un callejón en homenaje a los nazis no llega ni a la condición de broma macabra: simplemente no se plantea, por la misma razón por la que en Londres no le dedican una calle a Jack el Destripador ni en Pamplona a la Manada. (Y sí, soy muy consciente de lo atroz de la comparación que acabo de efectuar)

No tengo dudas respecto a la exhumación del Dictador: es una buena noticia para la democracia porque abre un espacio de normalidad que puede ayudar a poner al día otras muchas singularidades de nuestra joven democracia. Podríamos empezar por investigar el patrimonio de los herederos del tirano y seguir por la aplicación efectiva de la Memoria Histórica o el procesamiento de los torturadores del Régimen. 

Este escrito no está, sin embargo, dirigido desde el rencor. No se engañen, no es que no sienta rencor, a pesar de que cuando murió el Caudillo yo era un crío que solo se alegró por la semana de vacaciones que nos dieron, lo que entre otras cosas nos libró por unos días de las hostias que nos soltaban los maestros a sueldo de los curas de mi colegio. Más allá del tedioso debate sobre si el franquismo fue un régimen autoritario o fascista, la verdadera gran diferencia con Hitler o con Mussolini radica en que aquellos perdieron su guerra, mientras que aquel ganó la suya. Y ya saben, la historia la escriben los vencedores. Durante cuarenta años, además de silenciar a los opositores a los que no había asesinado u obligado a exiliarse, Franco diseñó un feroz aparato de represión y adoctrinamiento cuyos efectos aún perduran. Eso explica por qué aún encontramos por todo el país rastros de homenaje a los bárbaros, convirtiéndose en poco menos que una temeridad cada iniciativa de sacar una estatua de una plaza pública o cambiar el nombre de una calle. ¿Se imaginan una Plaza del Fuhrer en Dusseldorf o una esvástica presidiendo el frontispicio de la Iglesia del Ku´damm de Berlín? 

Pero mi profunda aversión al franquismo no es el tema de este escrito. Lo que de verdad me vengo preguntando desde hace mucho es porque continúa conservando tantos y tan irreductibles adeptos. 

Tengo una teoría. Este país, como tantos otros, se ha caído en la modernidad a empellones y sin delicadeza. El paso de una España atávica y feudal a una sociedad abierta no ha cubiertos los pasos intermedios ni ha marcado los tiempos que la Historia -con todas las tragedias que se quiera- sí respetó en las naciones que han liderado la modernidad en Occidente. Estoy tan convencido como los republicanos de los años treinta -aunque sin el heroísmo de aquellos- de que España solo será un país digno el día que se quite de encima toda esa mugre espantosa de clérigos e hidalgos que nos han convertido, a los ojos del mundo, en un país dominado por la incompetencia y el fanatismo. 

Y sin embargo, yo, como cualquier adulto, comparto con los franquistas la tentación de la nostalgia. No es, obviamente, el Régimen lo que añoro, pero soy ya una persona con medio siglo a cuestas, y como cualquiera que peina canas, asisto con pesar y desconfianza a la devastación de muchas de las instituciones, costumbres o valores que me transmitieron las generaciones anteriores y que constituyen eso a lo que llamamos la tradición. 

Mi diferencia con esos nostálgicos que hoy lloran por la "profanación" radica en que la paz y la seguridad que ellos añoran es la de los cementerios, la de la humillación, la de los privilegios. Advierto con sensación de vértigo que muchas cosas que merece la pena conservar están hoy bajo amenaza. Temo, sin embargo, que la juventud que muchos ancianos reaccionarios de hoy en día recuerdan como un paraíso era una en la que todo parecía estar en orden, las biografías eran previsibles y la cadena de mando no era cuestionada.  Para los franquistas, la incertidumbre de la que hoy abominan es la de las mujeres que protestan airadas contra los asesinatos, los derechos que impiden que se torture y asesine a quienes perturban el orden en las calles con pancartas y huelgas, los maricas que hoy van por la calle orgullosos de lo que son y no escondiéndose como antes, los derrotados de la Guerra que exigen que se restaure el honor de sus abuelos, los inmigrantes que llenan nuestras ciudades de niños de tez oscura... El desorden es siempre inquietante, pero a menudo esa inquietud es el precio que debemos pagar por tener una sociedad abierta y no basada en el terror, el silencio y la humillación de los disidentes. 

Arias Navarro dijo algo muy importante aquella mañana en que la fanática falangista de mi abuela lloraba sin parar: "... Franco ha muerto". 

Ojalá sea verdad, ojalá lo sea de una vez.  

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