Friday, November 01, 2019

FRANCISCO

En una ocasión se me ocurrió, en una mesa repleta de votantes de izquierda, elucubrar sobre la pervivencia de las bases éticas del cristianimos en las desclericalizadas sociedades posmodernas. Un ortodoxo anarquista me reprochó la iniciativa. "La religión dominante no ha hecho", decía este revolucionario de tercera, "...sino aplanar las mentes, imponer la obediencia y estrangular otras creencias mucho más valiosas y creativas". 

Sin perjuicio del interés por ciertas espiritualidades históricamente minorizadas por la ortodoxia, creo que la controversia es particularmente estéril. Podemos compartir con Marx la especie de que la religión es el opio del pueblo. O hacer caso a Nietzsche y sospechar que el cristianismo triunfa como venganza de los débiles y los resentidos, enemigos de todo aquello que en el mundo es bello y tiene auténtica vitalidad. Sin embargo, y como Nietzsche sabía mejor que nadie, la base moral de la civilización europea es tan judía como grecolatina. Queramos o no, nos abrimos al mundo desde pautas que provienen del cristianismo, lo cual es independiente de si creemos en Dios o detestamos al clero. 

Este reconocimiento no es incompatible en mí con el hecho de que el Altísimo nunca tuvo a bien deslumbrarme con su Luz. Tengo la intención, cuando llegue mi hora, de afearle la conducta reprochándole lo mucho que ha hecho para impedirme creer en Él, pero como no existe... temo que el plan es en vano. No es solo que no le creo, es que la hipótesis misma de su Existencia me parece una contradicción en los términos... Dios no puede Ser, su Presencia no se me hace dudosa, se me hace inconcebible. 

Ahora bien, que yo tenga la plena certeza de que se trata de una leyenda no cambia la evidencia: somos cultural y moralmente legatarios del Crucificado. Me creo pues en la obligación de exigir a las autoridades educativas una reeducación en el hecho religioso, pero entendido en sentido cultural y no, como hasta ahora -y como pretende ese monstruo venenoso que es la jerarquía eclesiástica- como adoctrinamiento. 

Añado la petición a ustedes de autoridad para lanzar una pregunta: ¿podría el cristianismo haber tomado unos derroteros diferentes?

En los últimos días -no sé si es que presiento la cercanía de la Navidad- me he dedicado a leer sobre los cátaros, además de recuperar una de las grandes películas de Roberto Rossellini, "Francisco, juglar de Dios". Algún día les hablo sobre los cátaros, y por cierto no desde alguna de esas novelas tan leídas y tan olvidables que escriben, por lo general, tipos tan avispados y tan complacientes para el lector como el ínclito Dan Brown, ese que tan nervioso puso al Vaticano con sus gansadas sobre María Magdalena y los Illuminatti. 

Rossellini no decepciona jamás, tampoco el Santo de Asís. Ni desde el más desaforado de los cinismos podemos ignorar que en el franciscanismo la cristiandad encuentra la fórmula del amor puro. El amor como forma revolucionaria, pues, en la medida en que "il poverello" y sus discípulos se dedican sin titubeos ni excusas a su proyecto pacífico por hacer un mundo menos inhóspito, no hay manera de encontrar reproches como los que dirigimos a quienes ocultan su condición lobuna tras la piel del cordero. No hay hipocresía en San Francisco, lo cual le convierte en una anomalía salvaje dentro de un movimiento tan repleto de hipócritas como es el cristianismo. El de Asís sabe ser generoso con todos los seres de la Creación, hasta los supuestamente más insignificantes, precisamente porque también sabría cómo hacer el Mal. Conviene saber a este respecto que Francisco fue hijo de un rico mercader y entregó su juventud a una vida disoluta y hedonista. Después halló su verdadera vocación... y se entregó a ella sin remilgos hasta su última hora, llegando incluso a la temeridad de viajar a Egipto con la intención de convertir a los musulmanes. 

Siempre he sospechado que Francisco y su Orden fueron un incordio para la jerarquía vaticana. Un grupo de hombres viviendo en la pobreza y la mendicidad para cargar en todas sus consecuencias con el mensaje evangélico, qué escándalo. En los tiempos en que Francisco y sus fieles se dispersaron por el mundo para compartir con todas las criaturas la alegría de la fe, el clero afín a Roma ya había naturalizado la corrupción y vivía a lomos de unos diezmos que constituían, además de una estafa, una humillación. La aparición de las órdenes mendicantes fue aceptada en Roma a trancas y barrancas y, como insinúa Umberto Eco en "El nombre de la rosa", anduvo cerca del estigma de lo herético. 


¿Es Francisco el verdadero, y en cierto modo el único, seguidor de aquel Yeshua condenado por el Sanedrín? No sé si, como a Toni Negri, en mi opinión el más fascinante de los marxistas actuales, Asís es el lejano inspirador del comunismo en Occidente. Tampoco si, como interpretan muchos historiógrafos, las órdenes mendicantes surgidas en la Baja Edad Media recuperaron la autoridad moral de la Iglesia en un tiempo en el que la plebe empezaba a verla, con toda razón, como un poder venal y opresivo, más empeñado en extender su poder y cobrar abusivos diezmos que en predicar la paz y la pobreza. Lo que realmente me pregunto es si lo que puede quedar del mensaje franciscano está entre quienes hoy viajan a África para luchar contra el ébola, los adolescentes que se manifiestan contra el cambio climático o los activistas que continúan reuniéndose en los aledaños de las Cumbres de los amos del mundo para reclamar, pacíficamente, un mundo más justo y habitable para todos. 

Esa huella de Francisco sigue siendo incómoda. Por eso su espíritu no deambula entre claustros ni salones de sátrapas e intrigantes con sotana. No le busquen ahí, no le encontrarán.   

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