Hace tiempo que quería referirme al ensayo de Julián Casanova, "Una violencia indómita. El siglo XX europeo". En su epílogo avisa sobre aquel peligro. "En vez de enfrentarse de verdad a los diferentes y terribles pasados, se elaboran historias para el uso y la tranquilidad de quienes quieran, o sientan la necesidad, de identificarse con ellas. No son los hechos históricos los que se investigan y discuten, sino la interpretación de esos hechos que mejor sirve a los gobernantes y grupos políticos para montar una versión oficial de la historia..."
El encarnizado esfuerzo de documentación que sostiene las casi cuatrocientas páginas del ensayo cargan de legitimidad al autor para realizar la advertencia con la que termina, en lo que constituye en realidad una defensa de la historiografía.
Pugno para que el estremecimiento no me domine a lo largo de la lectura. Nunca me pareció más cargado de sentido aquello de "el horror, el horror" del Kurz de Joseph Conrad en "El corazón de las tinieblas".
La exhaustiva crónica de la barbarie que Casanova efectúa convierte esta visión en una puerilidad. No hubo largos periodos de paz interrumpidos por dos enloquecidas contiendas alentadas por alguna misteriosa secta de vampiros. El "brutalismo" se había convertido en una forma de vida por la aventura colonial en el sur del mundo. En África, prácticas de exterminio como la perpetrada por los esbirros de Leopoldo de Bélgica en el Congo, no las hacemos equivaler a Auschwitz o el Gulag porque, en el fondo, hemos comprado el más siniestro de los boletos vendidos por el racismo: algunas vidas valen más que las otras.
Sí, la primera Gran Guerra la decidieron sátrapas y cancilleres, tipos taimados y sin escrúpulos. Algunos de ellos son magistralmente retratados por Kubrick en "Senderos de gloria", donde la instrucción de enviar millares de jóvenes a una muerte segura se emite con una espantosa frialdad. Pero no nos engañemos: el ardor patriótico que celebraba ruidosamente las declaraciones de guerra, creando colas entusiastas de reclutas voluntarios, no es solo consecuencia de la perversidad de unos cuantos oligarcas. Murieron como moscas en las trincheras. Una tecnología de la muerte ya muy sofisticada se empleaba frente a movimientos masivos de infantería no muy diferentes de las guerras napoleónicas. El precio en vidas humanas fue endemoniadamente elevado.
El estudio de Casanova nos impide caer en la candidez de entregar el monopolio de la brutalidad al fascismo, como si una ideología pudiera apropiarse de la crueldad en exclusiva. Solo es un ejemplo -quizá el "mejor" ejemplo- pero los bombardeos y la invasión de Alemania por los aliados, con especial mención a las tropas soviéticas, constituyeron un calculado programa de atrocidad y destrucción.
Prefiero no seguir, lean el libro... Casanova se explica mucho mejor que yo.
Me asalta una pregunta. Hace más de 300 años, con la Paz de Westfalia, las naciones europeas demostraron ser capaces de escarmentar. Aquel tratado sirvió para poner fin a unas guerras interminables que estuvieron cerca de destruir el continente. La Ilustración es en gran medida una consecuencia de aquel esfuerzo por pacificar tierras demasiado habituadas a ver correr la sangre. El horror nunca se fue, de acuerdo, pero hubo que esperar al siglo XIX para ver cómo una explosión tecnológica sin precedentes se ponía al servicio de las pasiones más primitivas y feroces, desencadenando un largo periodo de devastación. Si nos hemos autodestruido por completo todavía debe ser porque la suerte nos ha acompañado... Hasta el momento, claro.
No sé qué decir. Quizá Walter Benjamin, que vivió los peores momentos del novecientos, debe ser especialmente atendido cuando desmitifica el sentido de lo que entendemos por civilización, cuyo camino es siempre indisociable de la barbarie que va causando a su paso.
Soy educador, solo se me ocurre citar a Adorno, quien continuará hasta el fin de mis días iluminando mis pasos: "La exigencia de que Auschwitz no se repita es la primera de todas en la educación". Quizá, como el propio Adorno añade, la lucha corre el riesgo de volverse desesperada cuando uno intuye que en el principio mismo de la civilización está instalada la barbarie.
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