Ese "Tachán" es lo equivalente a un redoble de tambor, la manera de sorprender al público y desencadenar en él el sentimiento de que acaba de ver algo grandioso, aunque el numerito en cuestión haya sido una patraña lamentable... o precisamente porque lo ha sido.
Dalí, quizá el paradigma de la tendencia contemporánea a la sobrevaloración de lo insignificante, hacía esperar durante horas en el recibidor de su casa de Port Lligat a los meapilas que acudían con la esperanza de ver al genio, por supuesto previo pago de una cantidad considerable, algo que por lo visto siempre estaba por medio cuando se trataba del marido de Gala. En un momento determinado se descorría una cortinilla roja, irrumpía con su impostado rictus de loco y desaparecía de inmediato, invitando después sus criados a los visitantes a marcharse. Era, como todo genio del marketing, un absoluto caradura, pero la gansada con la que humillaba a aquellos caballeros era exactamente lo que estos merecían. ¡Tachán!
Yo creo que la joven creadora del Proyecto Tachán ha dado en el clavo, demuestra entender perfectamente de qué va la sociedad contemporánea.
Voy a tener que insistir: podemos despreciar todo eso de la posverdad, la sociedad líquida, la posmodernidad, el capitalismo de ficción y tantas otras categorías con las que los expertos en ciencias sociales definen la complejidad de nuestra era. Pero el problema no es si algunos venden libros designando la pura estupidez, pues entonces bastaría con ignorarles para derrotarla. "¿Por qué lo llaman posverdad? cuando es simplemente la mentira de siempre". Pues no, es que no es la mentira de siempre, es otro ciclo de la falsedad.
Y el ascenso al poder de Donald Trump es un ejemplo idóneo: la gente no votó a Trump porque decía la verdad, sino porque mentía. Y sí, los políticos siempre mienten, pero a Obama no le votaron por mentiroso, sino porque le creyeron. A Trump, por el contrario, le votan sabiendo que miente. De alguna manera, sus partidarios le agradecen que les mienta... y le piden que siga haciéndolo.
"Todo el mundo miente", decía el Doctor House. Sí, todos mentimos, desde luego, pero el mundo vuelca el día en que dejamos de investigar cuál es la verdad que hay tras las mentiras o de exigir a los políticos, a nuestro médico o a nuestra pareja que no nos mienta. Lo que ahora sucede es que la verdad ha perdido su prestigio. Hemos dejado de creer en ella, ergo ya no tenemos motivos para luchar contra la mentira.
Conspiraciones, fakes, reality-show, café sin cafeína, leche sin lactosa, blanqueamiento anal, códigos éticos empresariales, tetas de plástico... No, no estamos ante una invasión de nuevas formas de manipulación por parte de las élites. Algo de eso hay, claro, siempre lo hay... Pero esto se les ha ido de las manos a los expertos en mentiras. Las comunidades globales han decidido vivir en un mundo donde ya nada es verdadero, la verdad ya no tiene lugar, nadie la quiere. Nos escandalizamos porque hay universidades cuyo negocio consiste en venderles títulos a los políticos. Pero se nos olvida que llevamos tiempo diciéndoles a las universidades que no son rentables, que si se empeñan en ser lo que siempre fueron, es decir, instituciones para investigar y difundir lo verdadero, entonces no resultan útiles y deben ser privatizadas y barridas por el capitalismo. Bueno, pues aquí tenemos el capitalismo, quien paga manda.
Déjenme -ya que hablamos de los establecimientos educativos- que acabe esta reflexión sobre la posverdad con una pequeña historia de la que he sido testigo.
Tengo un compañero, el Profesor Calys, que viene siendo reiteradamente intimidado, acosado y maltratado por un inspector de educación. ¿Llega tarde a clase? ¿Juega al candy crash en el aula? ¿No tiene al día las reuniones de seminario? Nada de eso, es un profesional intachable. El inspector le odia porque cada dos por tres aparece un alumno o la correspondiente familia presentándole reclamaciones por suspensos. Es un profesor duro, exige y exige mucho, cosa que los alumnos saben perfectamente cuando empiezan a dar clase con él. Si cree que no llegan les suspende, si sólo suspenden su asignatura no les aprueba para que no pierdan un año ni se compadece de ellos si sus progenitores le cuentan alguna historia lacrimógena para ablandarle.
Si se hiciera un concurso de popularidad es posible que suspendiera, porque ni siquiera es simpático ni gasta bromas en el aula. Para colmo viste formalmente y no suele poner vídeos de youtube ni lleva a los alumnos de excursión a Port Aventura.
Que padres y alumnos se declaren insatisfechos con la intransigencia de Calys no me sorprende. A mí me han montado numeritos alucinantes alumnos a los que puse un seis en vez del tres que merecían porque ellos creían merecerse un ocho. Son gajes del oficio. Lo que nunca antes había visto es que desde la institución educativa misma, en la persona de un inspector, se nos inste a entender que la satisfacción del cliente es lo prioritario, y que aquello de enseñar ciencias y "forzar" a los alumnos a que las aprendan -al menos si lo que quieren es pasar de curso- es una actitud de tipos desfasados y casposos, un rasgo de intransigencia y una forma de alimentar el fracaso escolar, algo que a los políticos les pone muy nerviosos. Siempre, cuando se menta este asunto, se me ocurre la misma broma: yo acabo con el fracaso escolar en un minuto, es decir, un diez para todos mis alumnos. Con eso acabaríamos no solo con el fracaso escolar sino con la institución escolar misma. Podríamos entonces parecernos más bien al Corte Inglés, que es a fin de cuentas de lo que se trata.
Bien pensado podríamos cambiarle el nombre a mi Instituto. Eliminar el casposo homenaje a uno de los grandes genios del arte local y sustituirlo por uno más ajustado al momento que vivimos: "El proyecto Tachán".
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