Tuesday, March 22, 2022

A PROPÓSITO DE "EUPHORIA"



No creo valer para crítico y no tengo mayores razones para promocionar una serie televisiva... Ni siquiera una de la HBO, pese a que la existencia de esta plataforma continúa pareciéndome una de las mejoras cosas que le han pasado a mis noches desde que empezó el dichoso siglo XXI.  La cuestión es que hay que ver "Euphoria". Perdérsela no es problemático por la calidad del producto, que -con los debidos matices- la tiene, vaya que sí. Es que creo que estamos ante un fenómeno audiovisual importante. Euphoria, como en su momento Friends, Sexo en Nueva York y Avatar, o, por qué no, Cristiano Ronaldo, Rosalía o Lady Ga Ga, son artefactos de la cultura de masas que proporcionan claves de inteligibilidad sumamente útiles para descifrar algunas de las pautas más relevantes de la marcha del mundo. Lo creo sinceramente desde que empecé a entender a ese maestro de maestros que fue Umberto Eco. 

De entrada, Euphoria es un mainstream en el sentido en el que lo son los buques insignia de la HBO. No es la típica serie que ha visto todo el mundo, un artículo de consumo rápido tan efectista como rápidamente olvidable, que es lo que podríamos decir, para que ustedes me entiendan, de El juego del calamar o La casa de papel. Se puede y se debe discutir la calidad de Euphoria, pero formalmente es una auténtica virguería -quizá, incluso demasiado- y la potencia visual de muchos de sus momentos llega a ser como poco deslumbrante.




Adolescentes, drogas, violencia, sexo, corrupción moral... Vale, ya sabemos como funcionan estos cócteles. Pero me parece relevante subrayar que Euphoria, aun siendo una serie "de" teenagers, no está hecha "para" teenagers. Eso valdrá para Sensación de vivir, Élite o Crónicas vampíricas, pero Euphoria es otra cosa. 

¿Y de qué va? Pues miren, podría decir que de la amistad, las drogas o la identidad sexual, pero creo que estos son simples recursos o pretextos narrativos. Lo que de verdad detecto en el trasfondo de Euphoria son dos ideas-fuerza. La primera es que la clave del temperamento depresivo es la desorientación y, su resultado, la indiferencia. La segunda es que, más allá de la adicción a las drogas que asociamos con la juventud contemporánea -como si fuera una cosa nueva de este tiempo-, los seres humanos somos incapaces de vivir ajenos a la ficción: la pura prosa de la cotidianidad se nos hace insoportable.





No es mentira lo que seguramente ya han leído: a Euphoria la amas o la odias. Prueba de ello es que algunos la han tildado de "abyecta", "dañina" y "repugnante", mientras que otros hablan de su creador, Barry Levinson, como de un visionario de vanguardia, en el mismo sentido en que lo fueron Duchamp o Picasso. 

Yo seré menos maximalista. Euphoria me interesa como síntoma. Ni siquiera creo que se instale, como también he oído, en la cima de una revolución feminista cuyo alcance aún no hemos sido capaces de evaluar. Lo que Euphoria capta a la perfección es el lenguaje de la posmodernidad. No digo que sea posmoderna, pues todos lo somos. Y lo somos incluso cuando proclamamos solemnemente resistirnos a ella. Lo posmoderno, como explicó hace más de cuatro décadas Lyotard, no es una opción que uno elige o desecha, es una condición, casi un estado de ánimo generalizado. La posmodernidad, como Matrix, está en todas partes; cuando más externa nos parece, más dentro la tenemos. 

Sin el rigor conceptual de Lyotard, yo definiría lo posmoderno como la circunstancia en la cual, tras habernos rebelado ferozmente contra los valores tradicionales, descubrimos que no somos capaces de erigir un modelo moral alternativo. Todo lo que parecía haberse extinguido regresa, y lo hace a bajo precio. Los principios supuestamente derrotados regresan, son reciclados. Las viejas identidades no desaparecen, más bien se refractan y multiplican ad infinitum. El mundo se hace pedazos, pero como no somos capaces de recomponerlo, nos aferramos a los pecios del naufragio para no ahogarnos.


¿Es feminista Euphoria? Quizá lo impertinente sea creer que esa pregunta aún tenga sentido, pues no se advierte un verdadero discurso emancipador. Todo relato relevante de la actualidad cuestiona, de alguna manera, la lógica del patriarcado. La cuestiona Rue, una depresiva -magníficamente interpretada por Zendaya- que desarrolla comportamientos adictivos y auto-destructivos para no sucumbir a su catástrofe. La cuestiona Jules, una transexual que afirma su feminidad transitando entre la relación con machos dominantes y una oscura pugna por empoderarse y, al fin, sentirse libre. La cuestiona Kat, una obesa que sufre mobbing escolar y se convierte en prostituta internáutica para explotar la fragilidad de una libido masculina enfermiza. Pero que la posmodernidad reconozca la caída de una vieja imagen del mundo no pone a sus criaturas en el trance de crear biografías liberadas y comunidades saludables. 

Quizá haya rastros de moralismo mojigato en quienes detestan Euphoria porque no se recata en mostrar pollas erectas y relaciones sexuales tóxicas. Pero tienen parte de razón quienes la acusan de hipócrita, pues mostrando los supuestos efectos negativos de las drogas, nos hacen deslizarnos hacia la convicción de que son cool, que las vidas salvajes son las que merecen ser noveladas y que, de alguna manera, mola arrimarse al desastre. 

Rue, Jules o Kat son víctimas de una certeza que las supera: no tiene sentido incorporarse a la condición adulta. La prueba es la patológica conducta de sus mayores, abotargados por el alcoholismo, las parafilias sexuales y la incapacidad para entrar en diálogo con sus hijos. Estos, desorientados, parecen necesitar para vivir con algún sentido explorar los límites de la moral, de la salud, de la supervivencia misma. 



Conviene ver Euphoria, no porque nos cuente la verdad -casi ningún relato lo hace- sino porque mas bien nos muestra un imaginario generacional del que los adultos debemos hacernos cargo, pues somos en gran medida sus responsables. Pueden no gustarles los adolescentes, pero no digan que no les entienden si antes no han visto esta serie. Aunque solo sea para vislumbrar la dirección que toma la civilización que nuestros hijos se disponen a heredar. 




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