Una singular novela de Philip K.Dick, "Sueñan los androides con ovejas eléctricas", se convierte en leyenda con su versión cinematográfica, dirigida por Ridley Scott, "Blade runner". Pero la de la genialidad de sus creadores es una pista insuficiente para explicar la inagotable influencia sobre la cultura posmoderna del relato situado en el distópico Los Ángeles de 2019. Un detective, Deckard -que parece un trasunto en clave de ciencia ficción de Phil Marlowe-, recibe la instrucción de "retirar" a un grupo de replicantes que se han lanzado a la desobediencia y el crimen bajo la dirección de su líder, Roy o, si lo prefieren, Nexus 4.
Podemos definir la modernidad como el proyecto burgués de sistematizar racionalmente a las multitudes. El sueño decimonónico del orden, alimentado por el dogma tecno-científico, termina de descarrilar en las megalópolis del siglo XXI. Todo parece haber quedado fuera de control en la distopía de Ridley: la tecnología, los desechos, la contaminación, la publicidad... Es ese fracaso lo que, acaso sin saberlo, nos aguarda tras las brumas tóxicas del paisaje urbano cuya confusión nos muestra magistralmente Blade runner. Nada puede ya permitirse el lujo de ser coherente, ni siquiera el bien y el mal lo son.
El trabajo de Deckard consiste en distinguir robots y replicantes; su función no es otra que alimentar, siquiera fugazmente, la expectativa de un mundo donde las instituciones aún puedan garantizar algún régimen de verdad. Deckard fracasa. Los replicantes son los verdaderos héroes porque tienen el coraje de rebelarse contra su caducidad programada. "Soy dueño de mí mismo, puedo saltarme el programa". Por eso, buscando a su creador, ponen patas arriba la estructura de poder de esa sociedad que les ha destinado a la servidumbre y la obsolescencia. El célebre final del film prueba la existencia de una genuina subjetividad en el androide. Cuando inesperadamente decide salvar la vida de su perseguidor, Roy nos impide saber quién es el verdadero criminal. La respuesta de Deckard es enamorarse de la replicante Rachel... Quizá sea esta la verdadera razón del supremo acto de magnanimidad que Roy lleva a cabo en los instantes postreros de su vida: Deckard debe vivir para seguir amando a Rachel.
En las ficciones de anticipación a las que nos habituamos antes de Blade runner, el futuro era homogéneo, cerrado, perfectamente definible. Y lo era tanto en sus versiones utópicas como en las distópicas, pues en ambas lo que triunfaba era la razón. En ambos casos nos encontramos una racionalidad de conjunto que se impone globalmente. En LA 2019 los gadgets se han acumulado hasta convertirse en un paisaje que los humanos ya no dominan. La historia ha dejado tras su estela tanta basura que lo que reina ya no es la razón sino el caos.
Hoy vivimos en una sociedad mediática. Adorno y otros maestros pensadores de las tragedias del siglo XX temían que la universalización de ese modelo de la comunicación de masas, que él ya detectaba con horror en los discursos nazis transmitidos a toda la nación, generaría una homologación general de la sociedad. No niego que el control sobre los ciudadanos viene siendo ambicionado por las élites desde Stalin y Hitler hasta nuestros días. ... Pero ese efecto termina siendo superado por otro: la multiplicación de las visiones del mundo. Podemos imaginar una imposición ideológica totalitaria, podemos -como en 1984, de Orwell- especular con la imagen de un líder que emite sus consignas de la mañana a la noche... O -como en El cuento de la criada- con una oración de devotos medievales sometidos al temor de Dios y la mirada inquisitorial. Pero sólo podemos imaginarlo -resulta atractivo para el espectador-, porque la realidad es que las subjetividades han explosionado, la multiplicidad es irreversible y los juegos de lenguaje se multiplican ad infinitum.
El planteamiento de Handmaid es falso porque es orwellista, y debemos desembarazarnos de la obsesión orwellista porque nos distrae respecto a los verdaderos problemas de este tiempo. Nos dicen que el paisaje totalitario y el estremecedor sistema punitivo de Gilead son la consecuencia natural de la radicalización reaccionaria propiciada por la xenofobia, el racismo, el machismo...Trump sería entonces producto de una involución debida a la resistencia a aceptar la erosión de los privilegios que dominaron el mundo o, lo que es lo mismo, al temor a asumir con todas sus consecuencias el avance de la democracia.
El estalinismo, los nazis, los mormones, los Amish, los talibanes, el Ku kux klan... en realidad no importa demasiado, lo que hace la ciencia-ficción del corte orwelliano es dibujar sistemas de dominación perfectamente cerrados sobre sí mismos y donde el látigo y la horca son correlativos de una empresa de inmersión ideológica inspirada en las tiranías del lavado de cerebro del siglo XX tanto como en los inquisidores medievales.
Hay un error de partida en la distopía de Handmaid. El mundo -al menos el mundo occidental, y muy especialmente los USA- no está hoy dominado por los integristas religiosos ni por los mojigatos, sino por el capitalismo de las macrocorporaciones y el consumo. No es el adoctrinamiento ni la violencia intimidatoria del Gran Hermano de Orwell lo que define las jaulas contemporáneas. No niego que se vigile y castigue, que los ciudadanos estemos bajo observación y que, si pudieran, algunos lobbies de mojigatos prohibirían el sexo, mandarían a la hoguera a las libertinas y recuperarían los cinturones de castidad. El problema es que a estos, afortunadamente, ya no les hace caso ni el Santo Job y todos los miramos como a friquis. ¿Y Trump? Es un enemigo de la democracia, desde luego... Detesta a la prensa libre y a las mujeres no serviles. Si le dejaran, acabaría con los servicios públicos y los derechos civiles, no tengo ninguna duda. Pero no nos engañemos: el mundo de Trump no es la República de Gilead, su mundo es el dinero, los reality-shows, los combates de catch, las putas, la ostentación hortera, la más absoluta arbitrariedad en el ejercicio del poder.. Por todo esto me extraña tanto que algunos expliquen el éxito de la serie por el impacto de la llegada al poder de Donald Trump.
No temo a Gilead porque la tendencia del Poder no pasa hoy por reprimir opiniones o deseos... no es decir "No" a nuestros deseos ni hacernos cargar con mantras bíblicos que hoy no se creen más que los talibanes. No temo a Gilead porque en Gilead no hay ni sombra del capitalismo, que es el verdadero productor de pobreza, violencia y exclusión de nuestro tiempo. No se nos viene encima una dictadura puritana, no hace falta, por más que tenga mucho morbo en las novelas o en las teleseries. Todo es en realidad mucho más prosaico: a nadie le molesta que yo me exprese libremente y que disienta porque nadie va a hacerme caso. No les molesta que forniquemos, que seamos gays o que sustituyas las misas por el budismo o el reiki... siempre y cuando -claro está- lo que hagas se pueda traducir en mercancía vendible, es decir, en dólares.
No, amigos, el mal son la exclusión, la desigualdad, la ruptura de los vínculos comunitarios, la indiferencia o la impotencia política. No temo un Estado que me reprima o me vigile, lo que temo es ser abandonado, quedar viejo y enfermo sin seguro social...
No, no vamos a Gilead, vamos en todo caso a algo que se parece más a LA 19. Como le pasa a Roy, en nuestra mano está, siempre lo estuvo, la posibilidad de resistirnos:
"todos esos recuerdos se perderán, como lágrimas en la lluvia."
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