Thursday, August 31, 2006



NOTAS DESDE BERLÍN ( yII)

1. Ursi tenía siete años y su hermana ocho cuando los aliados bombardearon Kassel, su ciudad natal. Su padre las metió en un tren para llevarlas con unos familiares, en otro punto de Alemania, pero resultó que allá también bombardearon, de manera que hubo de viajar hasta allá en bicicleta y traérselas de vuelta. Atravesaron a pie todo el país durante diez días, sin apenas comida y con la bici en una mano y las niñas agarradas a la otra. Regresaron de un infierno para caer en otro. Kassel era un centro neurálgico de la industria pesada del Reich, y los aliados la devastaron sin miramientos. Ursi habla de un tramo inicial de una hora y media en la que perfectamente pudieron morir quince mil de sus conciudadanos. Dice que aquello le pareció el apocalipsis del que le había hablado en clase de religión un cura aficionado a martirios, destrucciones y penitencias. Cincuenta años después, su marido alicantino le llevó a conocer su tierra. Era la fiesta de les Fogueres de Sant Joan en la ciudad del Benacantil. Cuando empezó la mascletá sufrió un ataque de nervios. He oído hablar de una situación parecida en un colegio de Valencia donde se atiende a niños saharauis refugiados. Cuando a principios de marzo llegó la -para ellos inesperada- primera mascletá, corrieron aterrorizados a ocultarse bajo las mesas. Algunos vienen de El Aayún, y muchos de Tinduf, el campamento provisional pero eterno donde se pudren las esperanzas del Sahara.

En estos días los diarios -los sensacionalistas y los serios- hablan incesantemente del oscuro pasado adolescente de Günter Grass. El autor de El tambor de hojalata ha conseguido el psicoanálisis perfecto: medio universo preocupado con el estado de salud de su conciencia. Nos hemos pasado la vida cazando nazis, rastreando sucesos biográficos inconfesables y buscando signos que preludiaran Mein Kampf en los textos de Heidegger. Mientras Israel continúa arrasando el Líbano con material bélico suministrado por todo Occidente -no sólo por los americanos-, pedimos que se juzgue a los negacionistas -autores que niegan el genocidio de los judíos en la Alemania nazi- y nos olvidamos de como se han ninguneado los genocidios de Dresden o la propia Berlín. Preguntamos a los viejos aquello de "¿y usted no sabía lo que estaba pasando en Auschwitz o en Dachau? ¿no pensaba que los judíos que abandonaban el edificio eran deportados hacia el exterminio?"... pero no nos acordamos de como se le hizo pagar a los alemanes con cientos de miles de muertos innecesarios -tan innecesarios como los atomizados de Hiroshima- su apoyo al Maligno. Pero la historia la escriben los vencedores, aquí sabemos bien de eso, y los únicos malos son los otros.

2. Hay que ser muy necio para acusar de blando El hundimiento, donde Bruno Ganz realiza la recreación de la figura de Adolf Hitler más genial desde Chaplin. Muchos parecen esperar a Hannibal Lecter, un sádico frío y desalmado ideando a cada momento nuevas torturas. No, Hitler era un tipo educado que trataba con cariño a sus empleados, y también un resentido y un loco obsesionado por purificar el mundo a quien nadie supo parar los pies a tiempo. Conozco algunos como él -los hay que incluso hablan en la radio y tienen muchos oyentes-, y son tan patéticos como lo era Adolfo en la derrota, cuando ya todo estaba perdido y fue capaz de decir que "si Alemania no es capaz de resistir, entonces es que merece ser destruida". Lo que les separa de aquel monstruo es que, por fortuna, no tienen el poder que él alcanzó.

3. En el Ku´Damm hay una exposición de fotografías donde aparece la ciudad antes, durante y después de los bombardeos aliados. En la penúltima foto se ve a dos ancianas, dos berlinesas con cierto aspecto señorial, deambulando por una ciudad hecha pedazos, probablemente sin hogar, en busca de comida tras sobrevivir a la orgía de fuego. En la última, titulada "El final", ya no aparecen edificios agujereados por los obuses. En medio de la nieve, se levantan dos paredes sin sentido, restos miserables de una capital devastada. La mirada se detiene unos segundos sobre una nada tan absoluta, tan redonda, tan desesperanzada...

4. Hay razones para pensar que la historia se reencuentra hoy con Berlín. Paradójicamente, es bastante más pobre que los gigantes del norte industrial del país, tiene más alcohólicos, más ghettos problemáticos... Algo hay en sus edificios con patios comunitarios sombríos y bellísimos, algo en sus viejos cabarets, en sus bares, en sus viviendas de precios asequibles, que la hace atractiva para todas las heterodoxias, las simuladas y las desesperadas, las trendy y las demodé, los niños bien que quieren ser enrollados y los homosexuales que huyen de opresiones aldeanas... Si París fue hasta el canto del cisne de Mayo del 68 la capital cultural de Europa, y Londres la sustituyó durante más de dos décadas -con su Liverpool sound, sus punks y sus modernos y afters- ahora son las calles y los bares del Mittel y los nuevos gigantes de acero y cristal de Postdamer Platz los que parecen asomarse a la condición de vanguardia de tendencias en la vieja Europa. Veremos si sobrevive también a ello esta ciudad magnífica.


Friday, August 25, 2006


NOTAS DESDE BERLÍN (I)

1. "Todo el mundo está loco hoy en día". Pasa esta frase por la cabeza cuando pido una crepe en un pequeño puesto del metro en Alexander Platz. La joven extremo-oriental que lo sirve habla sola (como siempre hacían los locos y los borrachos en el barrio donde me crié) antes, durante y después de atenderme. Es rápida y eficaz, pero no entiendo nada de lo que me dice, hasta que me percato de que está hablando con un "manos libres". Pasa del chino en que habla con su amiga invisible al alemán y, cuando ve que no le entiendo, inicia conmigo un inglés de supervivencia en pura gestualidad prehistórica. Para colmo se equivoca con las monedas porque está excesivamente pendiente de la conversación con terceros; creo que me habla a mí y no al fantasma cuando me mira y me hace una señal con dos dedos, pero yo le digo que no quiero "two crepes", y ella insiste, hasta que descubro que me pide dos euros, pero es que -señorita que habla sóla- le he dejado monedas por ese valor... así hasta que las cuenta bien y me da la razón, sin acritud, con una sonrisa que es muy confucionista pero también muy berlinesa. Trabaja como un burro, pero no se le nota, parece feliz con el móvil, creo que es más feliz en ese minúsculo puesto humeante del Berliner U-Bahn que aplastada en su casa por la familia, las normas y la tradición. La crepe está buena porque es de Nutella.

2. Tras la Puerta de Brandenburgo llegamos con el coche a la rotonda donde se levanta el Ángel de la Victoria. Damos varias vueltas mientras, inútilmente, trato de ver a Bruno Ganz encaramado al hombro del gigante y observando impotente el dolor de los berlineses. Conmueve el ruido sordo que se escucha cada vez que las ruedas cruzan la delgadísima línea de adoquines que resta del Muro. Ya no es posible creer que unos centímetros separan al mundo libre, ya no es posible ilusionarse como ahora los africanos que llegan en pateras al paraíso. El ángel alza el vuelo llorando por los justos y por los equivocados.
3. El turista habitual entra en la ciudad desde sus lugares emblemáticos, por eso cae en el peor de los errores, que es el de creer entender sin entender. Atrapar la esencia de Berlín en cuatro monumentos y dos bares es un imposible. Por fortuna. No es sólo que Berlín sea algo más que el Reichstag, el check-point Charlie o los nuevos cíclopes arquitectónicos de Postdamer Platz, es eso y todos los demás fetiches, pero lo es de forma torcida, como pasa en realidad con todas las ciudades interesantes. Sólo es posible encontrar el sentido a todo esto desde la paradoja: Berlín es la menos alemana de las capitales de la nación, pero su manera de renunciar a serlo es tremendamente alemana, más que las salchichas de Turingia o las reuniones nocturnas de jóvenes aficionados al esoterismo en los profundos bosques de Baviera. Lo son los alcohólicos en creciente número que atraviesan bamboleándose las oscuras calles de los suburbios, lo es la estación de Tempelhoff tan extrañamente incrustada en el corazón de la metrópoli, lo son las placas de metal en el patio de las viejos edificios del centro que testimonian el horror de la deportación hacia la muerte de familias enteras de judíos, lo es la chinita que habla con fanstasmas mientras hace crepes...

Friday, August 04, 2006


HISTORIA DE UN CONSUMIDOR IDIOTA

Quedan lejos las apasionadas soflamas de los ilustrados del siglo XVIII en favor del ciudadano, figura sobre la que convergían todas las esperanzas de un mundo moderno y liberado, al fin, de las viejas ataduras de la servidumbre, el teocentrismo y la ignorancia. Doscientos cincuenta años después, la democracia con la que soñaban Rousseau o Montesquieu parece extenderse sin enemigos naturales por el mundo, pero lo hace con tal facilidad que resulta sospechoso, acaso porque la democracia -como cualquier otra cosa- se ha convertido en mercancía, en el nombre de un producto vendible, dotado de un valor de cambio que fluctúa en la dirección que registra el mercado. Y temo que la tendencia es la de abaratarse, de manera que quizá no tardemos en encontrar democracia en los Todo a Cien o Transiciones a Monarquía Parlamentaria pirateadas de Internet.


Banalizada la vida política, no hay obstáculo para banalizar al individuo, al cual se le recuerda su condición de ciudadano -con la habitual demanda de participación: "infórmese", "asociese", "vote"- sólo cuando las temporadas y sus consiguientes ciclos de saldos y rebajas lo requieren. Para algunos, la conversión del ciudadano en consumidor es la apoteosis de la libertad. Probablemente lo sea para quien llega en una patera proveniente de un mundo donde el stress lo provoca no saber si uno va a poder comer al día siguiente. Sin embargo, tengo bastantes dudas sobre la promesa de la libertad de opción que caracteriza a la llamada sociedad de consumo.
No sé si valgo demasiado como ciudadano, pero como consumidor soy un absoluto incompetente o, como mínimo, suelo sentirme en situación de indefensión.
Permítanme un pequeño ejemplo. Utilizo en casa un teléfono supletorio en vez de un fijo normal. Cuando compré hace apenas un año el modelo correspondiente me maravillé de la cantidad de funciones estrambóticas que incorporaba el aparatejo, incluyendo una garantía in eternum para robos, roturas y mordiscos de niño. No detecté un pequeño y simpático detalle -¿lo adivinaron?-:la batería. Se trata de un módulo de dos pilas presuntamente estandard y sin mayor sofisticación. Me dirigí al centro comercial correspondiente donde el amable encargado me miró como si yo estuviera loco: "¿baterías de dos pilas?, no, no..., me contestó mirándome como con cierta aprensión". Me encontré situaciones similares en otras tiendas, a pesar de que en varias pude comprobar que el supletorio de marras -por supuesto dotados de una batería como la mía- continuaba vendiéndose. A la desesperada, despanzurré uno para robar la batería, pero, los muy pillos de la tienda vaciaban de pilas los modelos expuestos, incorporándolas sólo si comprabas el aparato en cuestión. Nunca es descartable en estos casos la visita al mercado negro, en concreto un cuchitril del barrio viejo con un dependiente freaky que, al menos, tuvo el sentimiento cristiano de acompañarme en mi dolor: "venden teléfonos con baterías que luego retiran muy pronto del mercado para que te veas obligado a comprar uno nuevo, son muy cabrones, je, je, je."
Y entonces... me vine definitivamente abajo. Claudiqué, me acostumbré a aceptar la idea de que no podía derrotar a Darth Vader y desde entonces soy más feliz. A veces, en noches de pesadilla, me asiste la idea de que las empresas de telefonía conspiran juntas para cambiar continuamente los modelos de baterías y hacerlas todas incompatibles, de manera que así nos tienen cogidos del cuello a todos. Después, con el primer café, se me pasa la paranoia y recuerdo que vivimos en el paraíso de la libertad. Más tranquilo y más tonto, bajo a comprar el periódico.