Monday, August 20, 2018

HASTA EL CULO

Hay temas de los que no se habla demasiado y que a uno le seducen, de manera que busco la mínima oportunidad para referirme a ellos, a menudo sin despertar gran interés. Hay otros que obtienen una atención rápida, generan actitudes levantiscas y excitan toda suerte de instintos, especialmente los viscerales, pero a que a mí provocan a menudo el tedio de lo repetitivo y lo inútil. Me ocurre con el nacionalismo, especialmente en todo lo relacionado con el conflicto catalán, pero creo que el sentimiento me asalta todavía más en relación a toda esa cháchara que desde los años noventa llamaron corrección política. 

Alerta. Digo "corrección política"... No me refiero a los discursos que proponen la emancipación de las multitudes frente a las formas de dominación que hacen de este planeta un lugar inhóspito. Me relaciono a diario con homosexuales, con personas transgenéricas, con inmigrantes de toda suerte de procedencia. No tengo dudas respecto a que parte esencial de mi trabajo en la escuela pública consiste en ayudar a personas en apuros a paliar los efectos de las malas cartas que la fortuna o la injusticia les han deparado. Y las mujeres, claro... la mitad de la humanidad como mínimo. El pensamiento feminista es parte esencial de mi formación; tomo cada curso la decisión de investigar con mis alumnos la filosofía de Simone de Beuvoir, a pesar de que las leyes educativas instauradas por la derecha española lo dificultan. Creo que lo hago bien, mis alumnos y alumnas me lo han dicho, y creo que, al menos en esto, no me mienten.

La corrección política va asociada al feminismo, no hay duda. Pero no es la misma cosa, o mejor, no necesito pasarme el día dándole la murga a mis conciudadanos con que eviten ciertas prácticas lingüísticas o del tipo que sean supuestamente ofensivas para luchar contra el patriarcado. 

Llevo años investigando la influyente obra de la periodista canadiense Naomi Klein, azote del neoliberalismo e inspiradora máxima de los movimientos altermundistas. A vueltas con sus ataques a las nuevas formas del capitalismo globalizado, Klein reconoce haberse empantanado en los años noventa con una obsesión por las "políticas de la identidad" que llevó a muchos a obsesionarse con fiscalizar lo que aparecía escrito en las paredes sin pensar que esas paredes -las de las universidades- estaban siendo vendidas a manos privadas. No se equivoquen, no se trata de diluir la singularidad de la lucha de las mujeres en la supuesta causa mayor del proletariado, el comunismo o cosas por el estilo. No, de lo que se trata es de entender que la corrección política, entendida como un ejercicio de censura sistemática puede no ser sino un síntoma de impotencia política. Klein estima, y lo comparto plenamente, que el neoliberalismo, la liberación de la mujer, la lucha contra el cambio climático y otras muchas formas de resistencia constituyen focos de la misma guerra, y lo que hay que hacer es buscar la cohesión entre ellas. 

¿Es Trump un machista? Desde luego, y también un protector de las élites financieras y corporativas, un negacionista climático, un fustigador de la inmigración, un enamorado de la guerra y el armamentismo. 

No sé si ve a donde quiero ir a parar. Javier Marías -es, creo, el mejor ejemplo- se refiere un día sí y otro también a las nuevas formas de opresión y censura auspiciadas por la corrección política. Parece una especie de cazavampiros que detecta por todas partes los rastros de una infección que, si pudiera, prohibiría el noventa por cien de las películas y las novelas, nos obligaría a todos a hablar de forma ridícula y llenaría los ministerios y los periódicos de torquemadas destinados a estrangular toda expresión de vitalidad o pensamiento díscolo. Antes era Franco, y ahora son las feministas y los demás profetas del discurso de la decencia, el victimismo y la susceptibilidad histérica. ¿Tiene razón? A veces la tiene, a veces no. Hay feministas estúpidas, intolerantes, incultas y fanáticas. Hay también mojigatas disfrazadas que han encontrado en el feminismo el territorio desde el que continuar su persecución a eso que Foucault llamó "el cuerpo y sus placeres". 

Lo que me pregunto es si el fenómeno es tan invasivo y totalitario como pretenden Marías y otros muchos que piensan como él. Si el alcalde de una ciudad mediana pone dibujos de mujeres en un semáforo y nos da para hablar de ello durante meses, entonces lo que hay no es imposición ideológica, lo que hay es un exceso de sugestión y, sospecho, pocos temas serios de los que hablar. 

¿Van ustedes al supermercado? ¿Cogen el metro? ¿Pasan horas en una oficina? Yo veo formas de censura ideológica del tipo que irrita a Marías, pero veo infinitas más formas de violencia sobre las mujeres, sobre los inmigrantes, sobre los gays. Pero, entiéndanme, creo que hay algo en el transfondo que está en las prácticas cotidianas, algo sistémico que no aparece en los discursos más mojigatos contra la incorrección política. Es machismo y es violencia, pero no es objeto de denuncia porque se presiente pero no se sabe identificar. Está en la competencia más despiadada por la riqueza, en la precarización, en el desprecio a quienes ejercen labores de cuidado de ancianos, en los ruidos de las motos trucadas, en los escupitajos, en la descortesía, en la incomunicación, en los estadios, en las barras de los bares... La ejercen muchos varones y, por desgracia, cada vez más mujeres. 

Déjenme que les cuente algo. Soy un conductor poco asertivo, no me gustan los automóviles y uso el mío para que me lleve a mí y a mi familia. Cumplo las reglas y procuro quitarme de encima las prisas cuando enciendo el motor. Mi peor pesadilla es atropellar a un niño, cosa que estuvo a punto de pasarme en la realidad, de ahí que coja poco el coche por la ciudad. Soy, entiéndame, un conductor "femenino". En caso de duda, me ralentizo y espero. Esta actitud me ha generado problemas en diversas ocasiones, si les cuento algún episodio no van a creerme. Siempre es la misma historia, "vas pisando huevos", "métete ya"... y todas esas cosas. He visto cosas tremendas incluso en personas allegadas a cuya conducción he cometido el error de encomendarme, error que me perdono la primera vez, porque les aseguro que en sus vidas de peatones son personas razonables. 

"Estamos hasta el culo/ de tanto tío chulo", coreaban en el último ocho de marzo. Yo también estoy harto. Hoy mismo he estado a punto de pegarme con un tipejo que me increpaba por no ir todo lo rápido que su prisa merecía. 

¿De pegarme, he dicho? Sí, a ver si se han creído que soy un tipo pacífico.