Thursday, September 29, 2011








LA GLORIA


A Ricardo Signes, al que entrometí en mis incertidumbres



El amigo al que dedico esta entrada, profesor de Literatura para más señas, va a maldecirme eternamente por esto, pero ya hace años que, cuando pienso en los héroes del inmortal relato homérico, me asaltan las imágenes del guaperas de Brad Pitt -si digo "Aquiles"- y de Eric Bana -cuando digo "Héctor"-. No voy a nombrar a Orlando Bloom, que construye un Paris cercano al ridículo, pero es evidente que estoy tan abducido por los espectáculos hollywoodienses como cualquiera. Para colmo de males y abyecciones -qué poca vergüenza tengo- no pasé la noche de ayer leyendo el Tractatus de Wittgenstein ni escuchando a Wagner como ustedes seguramente se imaginan, sino en un estadio, viendo un partido de la Champions. Y lo peor es que además me lo pasé estupendamente, sumándome al corifeo enfervorizado que gritaba el nombre de los héroes locales.

No discuto que una sola línea de la Iliada -aunque yo soy más de la Odisea- contenga mucha más riqueza estética y moral que cincuenta mil partidos de la Copa de Europa, pero creo que las dos experiencias, la del relato literario y la de la competición deportiva, tienen algo en común: ambas hablan de la gloria. Al inicio del film, un chico enviado por Agamenón para buscar al más díscolo de sus guerreros expresa a Aquiles el temor que a él le produciría tener que enfrentarse a Boagrius, el cíclopeo combatiente que los tesalios han designado para batirse en duelo singular con el mejor de los griegos. "Por eso nadie recordará tu nombre", le contesta un irritante Aquiles antes de subir a su caballo para destruir a su rival en apenas unos segundos de batalla. Cuando el rey de Tesalia le entrega su cetro para que Aquiles se lo lleve a Agamenón el pélida se niega, haciendo ver a su enemigo que no es servir a un estúpido rey lo que pretende, sino obtener la gloria. "Nunca olvidaré tu nombre, Aquiles", le dice el tesalio.





Importa poco que la guerra de Troya sea solo un mito o que, siguiendo la senda iniciada por las excavaciones de Schlieman en 1870, exista una base de verdad en la leyenda. Lo que expresa el relato homérico es un imaginario que se repite obsesivamente en todas las culturas conocidas. Alcanzar la fama, ser recordado, proteger el honor, hacerse un nombre... Soy, no sé si a mi pesar, judeocristiano, de ahí que me produzca un misterioso pudor escarbar en mi alma y encontrar pasiones tan antiguas, aunque sea en forma de escombros, pecios surgidos del naufragio del héroe que, sin ninguna vergüenza, estaba convencido de ser en mi niñez. No soy un héroe. O quizá sí, a veces, seguramente en aquellos momentos en que menos me lo parece. Es algo que advierto en otras personas, que me seducen por aquello de lo que raramente presumen, con lo que es posible que también pase conmigo, es decir, que mis hazañas dignas de mención se den allá donde a mí todo me parece más tedioso y cotidiano. En cualquier caso, también a veces soy un miserable cobarde y un traidor, hecha sea la confesión sin que necesariamente implique la más mínima tentación de arrepentirme.

Da la impresión de que el ansia de gloria es cosa de pueblos bárbaros o preilustrados. Los cristianos, por ejemplo, suelen ser bastante hipócritas en este tema, como en tantos otros. El ínclito y astuto Ratzinger, por ejemplo, el hombre más influyente en las altas esferas vaticanas ya desde el reinado de Wojtyla, sucumbió a la vanidad el día que decidió ocupar el trono de Pedro y abandonar su antiguo reinado entre las sombras. ¿Pretendía con ello asegurar la salvación de su alma? En ningún caso, porque si hay algo que no puede decirse del teólogo alemán es que sea tonto, y sabe perfectamente que quien tampoco tiene un pelo de tonto es Dios, el cual necesita pocos oropeles y fanfarrias para distinguir a los suyos, que, por cierto, y siguiendo la propia doctrina evangélica, se hallan más fácilmente en estancias recogidas y silenciosas que en los espacios reservados a loas y homenajes. Ratzinger, como los santos, incapaces de soportar el horizonte de la extinción y el olvido, decidió que era hora de triunfar.




"Triunfar", parece que es esto lo que secretamente perseguimos. Hay personas que tienen perfectamente asumida su condena al anonimato y viven felices así. Pero he conocido otras muchas -muchísimas, infinidad de ellas- que vivían permanentemente entregadas a la pasión de obtener una gloria que creían merecer. Los guerreros medievales buscaban un escriba -"¿sabes dibujar las palabras, juglar?"- que pudiera dar cuenta para la eternidad de sus conquistas y aventuras. No de otra cosa hablan las novelas de caballerías, y no parece haber tras el trágico deambular de los caballeros de los cantares de gesta otra ambición que la de rescatar el honor de su linaje.

Nada es más ingenuo que pensar que esto es cosa de tiempos muy pretéritos. Pueden decirme ustedes que no es gloria, sino una notoriedad bobalicona lo que buscan quienes, por ejemplo en los reality shows, son capaces de soportar cualquier humillación con tal de que les conozcan, con tal de aparecer. En este caso se me ocurre que la notoriedad es la deformación paródica del viejo ansia de gloria, pero responde, por ridícula que resulte, al mismo impulso -tan antiguo como la cultura- de resistirse al anonimato. Detecto no obstante en personas mucho más valiosas que los Belén Esteban de turno una tensión peculiar con este tema. En los círculos intelectuales, por ejemplo, tiene cierto toque de tabú, se presiente por todas partes pero nadie lo llama por su nombre. Conozco personas que se pasan el día removiendo Roma con Santiago o tirando de todas las levitas imaginables para figurar en el programa de algún congreso, publicar un artículo o ser citados por alguien en cualquier escrito que se tercie. Me consta que algunos llegan a ser espantosamente desgraciadas por la imposibilidad de saciar a ese demonio que llevan dentro y que les hace sentir que si no alcanzan el "éxito" es porque no lo han peleado lo bastante.

Por todas partes veo a jóvenes que agarran una guitarra eléctrica y antes de aprender el segundo compás ya imaginan que el mundo les venera y las fans les acosan sexualmente en los hoteles. He escuchado a pintores absolutamente grises decir que habían encontrado la solución para sacar a la vanguardia artística de su colapso creativo. He visto a chicas muy normalitas y corrientes maldecir al mundo porque no fueron seleccionadas para un concurso de belleza... Es un error y un acto de hipocresía negar a ese idiota vanidoso que habita entre las sombras del Ello, pero creo que es sumamente peligroso sucumbir a él. No hay peor manera de equivocarse con respecto a uno mismo que creerse destinado a toda suerte de glorias y renegar del mundo por su tozudez en no reconocérnoslas. Y hay algo más sutil y acaso más interesante, algo que nos hace sentir fuertes como osos cuando alguien como Cristiano Ronaldo -más guapo, rico y admirado que nosotros-pasa por nuestro lado pensando que somos unos fracasados: sólo cuando escapamos a la tiranía de la vanidad entendemos que, como mortales y condenados a la desaparición, debemos vivir cada minuto como si fuera el último, ajenos a ese demonio que nos exige darle un sentido a nuestros actos, convertir cada empresa en un jalón más en nuestro itinerario hacia la gloria, hacer cada cosa pensando que es parte de un proyecto para eso que llaman "ser alguien".


La mañana en que descubrimos con todas las consecuencias nuestra condena a la caducidad empezamos a entender que ese golpe de aire que llega cargado de humedad y anuncia el otoño es el único verdadero sortilegio al que debemos entregarnos. Lo demás es vanidad. Y por cierto, Aquiles era bastante imbécil: cuando pienso en aquella escena del inicio de Troya solo me acuerdo del niño que le avisa, ese al que aquel presuntoso insoportable cree condenar al olvido.



Friday, September 23, 2011


















LOS QUE ODIAN A ZAPATERO











Seguro que les ha pasado alguna vez. Me subo a un taxi, y el caballero no me concede ni medio minuto de tanteo -no dispone de él- para calibrar si voy a comulgar con sus soflamas políticas. En el ratito que dura la carrera hasta mi casa despliega una batería de insultos, descalificaciones y teorías de la conspiración que -con el gobierno socialista, los sindicatos, los inmigrantes, los catalanes y el grupo Prisa como destinatarios- contribuyen decisivamente a incrementar mi sensación de que la salud democrática de la nación no atraviesa por uno de sus momentos más boyantes. Me viene a la memoria una escena similar que presencié hace dos décadas, cuando estudiaba en la Universidad. En aquel momento, el objetivo de las invectivas, desafíos y amenazas del taxista de turno era el gobierno de Felipe González, el cual sin duda tenía tanta culpa de la duras condiciones de vida del caballero como el de ZP las tiene de los problemas que tenemos todos actualmente, incluyendo el de lo mucho que se nos encogen las pelotas cuando el agua de la ducha sale fría. Ahí entra todo, lo cual mola mucho, pues puedo echarle la culpa al señor de la ceja de la crisis económica, de que no haya manera de vender los pisos que uno compró con propósitos especulativos o de que las adolescentes exhiban el tanga encima del pantalón -a dónde vamos a llegar-. Por increíble que parezca, he llegado a oír decir muy en serio que el gobierno de Rguez Zapatero es responsable de que el Real Madrid lleve años sin ganar la liga, lo cual por lo visto es causa de múltiples depresiones. Teniendo en cuenta lo mucho que a Mourinho le gusta echar la culpa a cualquiera menos a él de lo mal que juega su equipo, no es despreciable clavo ardiente para que se agarre el portugués.



Recuerdo que en aquel taxi de mi juventud un buen amigo dijo al abandonar el vehículo algo que se me ha quedado grabado: "Lo que ha dicho son barbaridades, pero esas barbaridades las dice gente que está muy jodida". Quizá tuviera parte de razón mi amigo, pero no estoy seguro de que llevar una vida dura le dé a uno el derecho a expresarse como un fascista, y eso sin entrar a dirimir si de verdad las personas que se pasan el día echando espumarajos por la boca son las que tienen más motivos para quejarse.




Otro pequeño ejemplo, éste muy reciente porque lo presencié esta misma semana. Junto a mi casa una señora mayor grita y llora espantosamente. Su ataque de nervios es consecuencia de que, según nos dice entre sollozos, acaban de robarle un colgante para ella muy valioso, provocándole además una pequeña erosión en el cuello. Algunas personas pasan de largo, otras se limitan a observar la escena... Los que intervenimos tratamos de tranquilizar a la señora y convencerla de que interponga una denuncia. En ese momento, cuando, preguntada por el aspecto del ladrón, la señora nos dice que se trataba de un extranjero, aparece una individua de unos sesenta años y que, sin llegar a prestar su ayuda, se limita a repetir varias veces la frase: "El culpable de esto es el que decidió un día que había que dar papeles para todos".












Bien. José Luis Rodríguez Zapatero acaba de abandonar, puede que definitivamente, el Parlamento. Barrunto que no volverá a tener un gran protagonismo en la vida pública española. Podría hacer aquí una exposición de razones a favor y en contra de su labor como estadista en estos ocho años, y sospecho que no saldría especialmente favorecido, aunque sería una mezquindad no reconocer que algunas medidas de signo progresista en sus primeros años de gobierno me hicieron pensar que -saliendo como de la nada y sin grandes soberbias ni aspavientos- España había encontrado por fin al dirigente idóneo, algo que jamás llegué a pensar de sus antecesores, José María Aznar o Felipe González, dos personajes peligrosamente instalados en la lógica de la mayoría absoluta, la estúpida leyenda del carisma y los excesos cesaristas de quienes se complacen sintiéndose elegidos de los dioses.



En todo caso, cualquier discurso que yo pueda articular sobre las contradicciones, debilidades y cobardías del zapaterismo se me cae de las manos cada vez que lo inicio porque pasan muy poquitos ratos antes de que, de aquí o allá, me llegué algún insulto, alguna calumnia, alguna teoría que responsabilice a Zp y sus ministros de cualquier cosa. Jamás he visto nada como lo que ha ocurrido en estos ocho años. Durante la primera legislatura asistí con el cacho de perplejidad que aún me queda a la repugnante sarta de mentiras que, con la pretensión de deslegitimar el triunfo electoral socialista, hizo recaer sobre el gobierno la sospecha de que poco menos que había sido connivente con la barbaridad del 11-M. Solo un sector de la prensa muy amoral, muy cínico y muy encanallado puede tramar algo tan odioso con la intención de vender más periódicos o desacreditar al enemigo ideológico, pero esto habría tenido poco valor de no ser porque el partido que lidera la oposición hizo mucho por dar pábulo a aquella trama venenosa.














Nada me ha sorprendido de todo lo que ha venido después, se cruzaron las líneas rojas el día que Rajoy aceptó que su agenda ideológica fuera marcada por el director del diario El Mundo y desde entonces valió todo. Podría dar media docena de razones profundas por las cuales creo que la social-democracia española debe dejar atrás a Zapatero y olvidarle o, en todo caso, recordar su doble legislatura sólo para no recaer en sus errores. Ahora bien, si por algo recordaré estos ocho años no es por la supuesta ineptitud del gobierno socialista -materia sobre la que habrá tiempo para discutir, a ser posible con escasos maximalismos- sino porque creo que, durante este periodo, la derecha española ha salido definitivamente del armario, y las desnudeces que hemos visto son muy inquietantes.



Con frecuencia leo a filósofos, politólogos o economistas calificados de liberales, conservadores o incluso reaccionarios. Se trata de un ejercicio intelectualmente sano y recomendable, pues creo firmemente que el intercambio de ideas y la controversia son la sustancia del movimiento democrático. Ahora bien, me cuesta encontrar la sombra de los textos de Hayek, Popper, Bell, Friedman, ni siquiera de dos intelectuales tan discutibles y sobrevalorados como Fukuyama o Huntington, en los conservadores españoles. Todo lo más podemos esperar las banalidades ya muy oídas de FAES y algún toque de apoyo a los mensajes vaticanos contra el "vacío moral y el relativismo". No parece que la cosa dé para mucho más que para poner los piececitos sobre la mesa del despacho de George W.Bush en el rancho de Texas, todo un hito en la historia de nuestras relaciones internacionales.













Por todas partes veo gentes que gritan, personas rabiosas que han decidido consolarse entregándose a una visión del mundo de una simpleza aterradora. Pagar menos impuestos, cortar la subvención a los sindicalistas, echar a los inmigrantes, endurecer el código penal, castigar a las autonomías díscolas... Me pregunto si la derecha se está holiganizando a la carrera o si es que siempre ha sido así pero le daba vergüenza exhibirlo. Esperemos que regresar al poder les siente bien, pero temo que Carlos Boyero tenga parte de razón, aunque sea a trazo grueso, con lo que dijo el jueves en la habitual entrevista de El País con los lectores: "se van los tontos y vienen los malos". Que no nos pase nada.

Saturday, September 17, 2011















MI CORAZÓN PERTENECE A LA DOCTORA ZIRA








Regreso al Planeta de los Simios a través de la "precuela" -vaya palabro- recientemente estrenada, por cierto con un despliegue publicitario de esos que, pretendiendo atraernos a las salas, consiguen generar la impresión de que uno ya ha visto la película sin verla, y que todo lo que ocurra en la pantalla resultará altamente previsible.





Alguien dijo que es mejor no volver al lugar donde uno fue feliz. Pero creo que es una advertencia vana, pues tratamos con una tentación humana irresistible. Yo vi la película de crío, obviamente la de Franklin J.Schaffner, y de inmediato leí la novela del francés Pierre Boulle en que se basaba aquel film maravilloso. Desde entonces he regresado a través de sus múltiples secuelas cinematográficas, de tebeos e incluso de una serie de televisión. No consigo acercarme ni remotamente a aquella plenitud, y creo que no es solo culpa mía por tener la poca delicadeza de haberme hecho mayor.







El origen del Planeta de los Simios es un producto cinematográfico francamente recomendable. Se alista en esa serie de relatos que, poniendo al día el mito de Prometeo, ven en el científico moderno al aprendiz de brujo que, con la misma y genial fórmula explosiva, puede salvar el mundo tanto como destruirlo. Frustrado por la imparable degeneración neuronal de su padre, el protagonista de la película consigue una vacuna que puede no solo detener el avance del Alzheimer sino incluso regenerar las células muertas. La intención del joven sabio tiene bases éticas, desde luego, pero cuando, como suele suceder, se cruzan por el camino espúreas ambiciones de poder y de lucro, todos los protocolos de la prudencia científica saltan por los aires. El fantasma de la experimentación científica con animales aparece también para conformar el cóctel de culpabilidad que terminará por suscitar en el espectador la convicción de que, después de todo, merecemos ser sustituidos por aquellos simios que el astronauta Taylor encontró en su primer viaje.





Bien, muy bien, pero la seducción en el cine no la proporciona un guión plausible, hace falta algo más, algo que no sé si soy capaz de explicar pero que tiene que ver con variables poco explícitas, no sé... el ritmo, la intensidad interpretativa, la fuerza hipnótica de los escenarios... Eso me falta aquí como me faltó en la versión de Tim Burton.



Dos pistas para entenderlo.






Una, los ordenadores pueden ser muy útiles, pero no hacen buena una película, y cuando se abusa de ellos, incluso la hacen mala. Seré un retrógrado, pero prefiero maquillajes de mono y casas y puentes de cartón piedra que simulaciones electrónicas. El cine de masas se ha entregado irremediablemente a esta tiranía tecnológica y el público se ha dejado adiestrar en ella con total sumisión, de manera que, cuando vemos una película de este tipo, ya sabemos que los diálogos van a ser tópicos, la dirección de actores inane, y el drama que da pie a la historia va a ir difuminándose en favor de una trama de acción que convertirá la pantalla en la escena de un circo. Todo lo que se nos muestra es más perfecto, más aséptico, más milimétrico que en el viejo cine... y terriblemente más insulso.




Segunda pista, la sombra del film fundacional es demasiado alargada, y nunca mejor dicho por aquello de la sombra de la Estatua de la Libertad, que se proyecta sobre Taylor cuando por fin, y como le ha indicado el Doctor Zaius, encuentra su destino. No es casualidad que en la de Tim Burton aparezca un viejo simio moribundo asistiendo a la huida de los protagonistas: es nada menos que Charlton Heston, de quien se diría que optó por convertirse en simio después de maldecir a su propia especie, esa tribu de "maniáticos" que terminó por destruir su propio mundo. Más sutil es el guiño del nuevo film: cuando uno de los guardianes es apresado por César exclama: "¡Quita tus garra de encima, mono asqueroso!". ¿Les suena? Es la misma frase que pronuncia Taylor en el momento en que, curado de su herida en la garganta, desencadena el terror en el mundo simio al demostrarles que puede hablar, algo impensable para esos animales salvajes y despreciables que son los humanos. Pero hay algo más, ese grito precede a la primera palabra inteligible que pronuncia César en el film: "¡No!". Se trata del líder de un motín universal, su negativa es en realidad el verbo fundacional de una nueva sociedad, una civilización que surgirá de las cenizas de la vieja, la cual no va a necesitar a los monos para destruirse: se inmolará a sí misma por la codicia de los hombres.







Después de todo, el Doctor Zaius, una genial e irónica revisitación del apoltronado sabio decimonónico que censuraba el darwinismo, terminaría teniendo razón: la humana es la criatura más inmunda que pulula por la Tierra, la única que mata por placer y destruye a sus semejantes. Aunque Taylor y Zira estén en lo cierto y la civilización simia sea una resultante de la humana, es mejor que los propios simios no sepan nunca que provienen de una estirpe maldita. Sólo porque los humanos volvieron a los bosques pudo salvarse el planeta.



¿Se dan cuenta? No puedo desembarazarme de aquella sombra tan larga del film del film de 1968. A un chaval adiestrado en las formas cinematográficas dominantes en la actualidad le sería, temo, casi imposible interpretar las claves de aquel relato: le resulta "lenta". Habituado al lenguaje del 3-D y las simulaciones electrónicas, le parecen intolerables aquellas casas de cartón piedra del film del 68 o el ejercicio de maquillaje con el que los actores eran caracterizados como simios.




Alguien me dijo que lo que le resultaba especialmente intolerable de aquel film eran los minutos iniciales, ese desfile de los tres astronautas por tierras desérticas donde "no pasa nada y se te hace interminable". Ese tramo tan irritante para mi joven interlocutor es justamente el que a mí me dejó seducido para siempre. El camino hacia no se sabe dónde por tierras inhóspitas y desconocidas, las señales que una extraña civilización va dejando sin que ni los personajes ni el público sepan muy bien cómo interpretarlas , las manos humanas que les roban la ropa cuando se bañan en un lago, los inquietantes ""espantapájaros"... Todo ello con el fondo de la música de Jerry Goldsmith.







Es justamente esa demora, esos minutos en los que nada pasa lo que verdaderamente acredita la maestría del relato. Nada que ver con esa obsesión -tan obscena en el fondo- de enseñarnos desde el primer momento a los monstruos que caracteriza al cine heredado de aquellos reyes Midas del cine de los setenta, Spielberg y Lucas. Desde estos dos autores, sin duda talentosos, el cine de masas ha dejado de ser inteligente, por eso hay que llenarlos de efectos, de persecuciones, de explosiones, de bichos feos... Los efectos informáticos y la exasperante velocidad constituyen el destino que el cine se marcó desde Tiburón y Star wars, quizá incluso contra la propia voluntad del propio Spielberg, quien a pesar de todo, jamás ha sido capaz de entender que la seducción no está en lo que se nos muestra, sino más bien en lo que se nos sugiere desde su ausencia. Ese misterioso vacío, esos tiempos muertos, ese momento para la reflexión e incluso para la perplejidad, es lo que se nos ha escomoteado en el cine contemporáneo, por eso casi todas las películas hechas para el gran público saben a lo mismo, como pasa con la comida rápida.


Inútil tratar de encontrar un efecto tan hipnótico como el de Taylor en la playa, maldiciendo a la humanidad bajo la estatua semienterrada en la arena de la playa. Inútil preguntar qué fue de aquel erotismo del beso a Zira, la doctora simia que amaba a los animales y creía que la ciencia podía mejorar el mundo. No quiero ver más secuelas, me quedaré con Taylor dando vueltas sin sentido por la Zona Prohibida.






Friday, September 09, 2011








11 DE SEPTIEMBRE





1. Lo que queda del 11 de septiembre es un miedo global y difuso, un "miedo líquido" diría Zygmunt Bauman, en tanto que no sabemos muy bien cuál es la naturaleza de aquello que nos amenaza. Conocemos su modus operandi, que tiene mucho de bestial, no sólo por las muertes que causa, sino porque corresponde a personas que parecen haber perdido toda esperanza de salvación en este mundo, hasta el punto de que, al contrario que las bandas terroristas tradicionales, no tienen siquiera la intención de esperar para el disfrute del nuevo orden que pretenden instituir con sus actos. Todo lo demás nos es ajeno porque resulta infernal.

Y como todo lo que se inscribe en el orden de lo diabólico, mezcla astutamente la barbarie del destructor con la misteriosa sofisticación de quien se las arregla para concitar al mundo entero delante del telediario con el primer avión, y proporcionarle después el gigantesco espectáculo de un segundo avión estrellándose en directo contra la segunda torre. El efecto psicológico de esta mediática danza de la muerte resulta tan devastador como lo era para el alma medieval el azote de la Peste Negra.






Todos recordamos lo que estábamos haciendo en aquel momento precisamente porque, desde entonces, vivimos más encogidos, como a la expectativa del desastre que habrá de sobrevenirnos. Recuperamos las imágenes de aquella mañana: esto en realidad ya lo habíamos vivido antes mil veces en el cine. Es ese peculiar aire de trama espectacular, de cine de catástrofes, lo que, incluso hoy, cuando han pasado diez años, continúa confiriéndole al acontecimiento una misteriosa atmósfera de irrealidad. No podemos comprender el 11-S, no entendemos las razones del terrorista, no somos capaces de descifrar sus códigos morales por más películas mediocres que Hollywood cree sobre asesinos de masas y psicópatas. Ya han aparecido teorías paranoicas que encuentran en el 11-S una trama conspirativa de la CIA, el Pentágono o los especuladores financieros. Quizá antes de un siglo ya haya crecido una corriente de negacionistas en torno al asunto, gente que aporte todo tipo de pruebas para demostrar que el 11-S, como el aterrizaje en la Luna o los campos de exterminio de los nazis, es una mentira gigantesca.





2. ¿Qué harías tú? Esta pregunta me la hizo hace diez años un amigo cuando Bush anunció que arrasaría los escondrijos de los terroristas, o lo que es lo mismo, que atacaría a los países sospechosos de proteger a Al Qaeda. Mi interlocutor había quedado fuertemente impresionado por el primer ataque sufrido por los Estados Unidos de América en su propio territorio, de manera que le parecía lógico que el Gobierno Federal defendiera preventivamente a sus ciudadanos atacando...Pero ¿a quien y por qué? Se me ocurrió contestarle que un atentado de ETA en Madrid no sería una razón para bombardear Vitoria, pero no sé si entendió el símil. Aún más estúpida me parece la posición de un compañero, viejo militante de la extrema izquierda, que advertía en aquellos actos de violencia el gesto desesperado de una conciencia colectiva oprimida por Occidente, ante lo cual reconocía a los terroristas la condición de héroes. Aquel feroz revolucionario, secretamente seducido desde la universidad por la alargada sombra del camarada Stalin, debía considerar culpables de toda suerte de perversiones a quienes murieron en las torres -los limpiaventanas incluidos- y, por ende, a quienes lo hicieron algún tiempo después en los metros de Londres o Madrid.

Me gusta citar a Richard J.Bernstein para hablar de este asunto. Su ensayo El abuso del mal es de lo mejor que he leído en torno al mapa ideológico creado a partir del 11-S:



"La batalla que se desarrolla actualmente no es entre creyentes religiosos con firmes compromisos morales y relativistas seculares que carecen de convicciones. Es una lucha entre los que se sienten atraídos por los absolutos morales rígidos, los que creen que la sutileza y los matices encubren la falta de decisión, los que adornan sus prejuicios ideológicos con el lenguaje de la piedad religiosa; y lo que enfocan la vida con una mentalidad falibilista y más abierta, que se abstienen de buscar la certeza absoluta. Hoy en día no nos enfrentamos con un choque de civilizaciones, sino con un choque de mentalidades."


No sé si hemos extraído alguna lección adecuada del 11 de Septiembre. Me pregunto si el éxito electoral de algunos partidos xenófobos -por ejemplo en Catalunya, donde el PP coquetea con corrientes de opinión particularmente inquietantes- no es una consecuencia de ese "abuso del Mal"de cuyos peligros advierte Bernstein. Quizá sea un buen momento para girar la mirada hacia la Primavera Árabe y que a lo mejor las cosas no son como se las imaginan quienes necesitan vivir instalados en visiones simplistas de la vida.


3. No me resisto a referirme, hablando de simplismos, a la polémica que se ha montado esta semana en torno a la entrevista que el presentador del programa de Catalunya Radio El Matí realizó a Vicenç Navarro en torno a la reforma constitucional que acaba de aprobar el parlamento español. Yo les recomendaría que escucharan la entrevista, después de lo cual, estarán en condiciones de opinar. No les será difícil encontrarla en la Red.

¿La han escuchado? Bien. Lo que yo piense del señor Fuentes sería completamente irrelevante de no ser porque resulta que entrevista a un catedrático de la Pompeu I Fabra -un intelectual enormemente influyente, con un curriculum excepcional y una valía que se corrobora en textos
tan imprescindibles como Bienestar insuficiente, democracia incompleta- y que no tiene el más mínimo pudor en valorar de forma insoportablemente prepotente los méritos y la claridad expositiva del entrevistado. No sé qué criterios está aplicando actualmente la radiotelevisión pública catalana para elegir a sus estrellas, y tengo entendido que al señor Fuentes se le considera un locutor de éxito. Habiendo cobrado popularidad desde la factoría de Tele Cinco, y más en concreto desde la de Crónicas marcianas, parece difícil que uno quiera resultar serio y creíble, pero ¿quién sabe? a lo mejor un día nos encontramos a Jorge Javier Vázquez presentando la tertulia nocturna de la Ser. No sería extraño teniendo en cuenta que, como a Fuentes, ya le han dado un Premio Ondas.


En fin, supongo que en las horas libres que le dejaban sus apariciones en el programa se sacó el doctorado en Económicas. Por cierto, no soporto a los presentadores de la tele que salen más maquillados que una puerta; me ponen enfermo los que se pasan el día diciendo que Bruce Springsteen es Dios; no me hacen gracia sus imitaciones de Stoickov ni del Rey; trató de imitar a Wyoming con Caiga quien caiga e hizo un ridículo espantoso; y lo peor de todo, popularizó ese género televisivo de supuestas entrevistas en el que el personaje de turno es una excusa para que el presentador y su troupe de graciosos se dediquen a hacer mamarrachadas durante todo el programa. El día de la entrevista a Vicenç Navarro debió creer que seguía en Tele Cinco.

Saturday, September 03, 2011











EN EL PARITORIO



Antes de ser padre escuché mucha poesía respecto a la magia de presenciar el parto. Yo era poco receptivo, no encontraba más motivo para participar como espectador de tan delicado momento que el de la pura solidaridad -a fin de cuentas soy el padre, joder- y la necesidad de presencia afectiva que las personas tienen en los trances más dolorosos -nunca mejor dicho lo de dolorosos, por cierto-. Ese, el de que mi pareja prefería que yo estuviera, fue mi único motivo, y resulta sobrado, pero no acudí con la sensación de ir a presenciar un momento "emocionante y bonito", fui más bien como un torero que salta al ruedo por hambre y espera que el morlaco pase sin fijarse demasiado, fui con miedo a la sangre, al instrumental médico, a las complicaciones clínicas, y, sobre todo, fui con miedo al dolor.

Me impresionó mucho hace tiempo un film titulado El gran momento, dirigido por Preston Sturges y protagonizado por Joel McCrea. Recuerdo el inicio de la película en que, siendo un estudiante de medicina, el joven William Morton empieza a obsesionarse con la maldición del dolor. Asiste a una intervención en la que las explicaciones del doctor a los aspirantes se confunden con los gritos del infortunado paciente. Morton, especialista en odontología, entrega el resto de su vida al encuentro de una sustancia que le permita intervenir sobre el cuerpo esquivando el dolor. ¿Saben? A mí estos tipos del siglo XIX que se dejaron la vida en encontrar remedios universales contra los males humanos me parecen auténticos colosos. Morton -como cualquier otro de los que trabajaron sobre el éter o el cloroformo para llegar a ese milagro que nunca ponderaremos lo bastante: la anestesia epidural- debería tener avenidas dedicadas en todas las ciudades del mundo, pero ya ven, los santos a los que rezan los beatos son tipos que se ganaron la gloria por buscar los dolores más atroces, no por luchar contra ellos.

La primera sensación que una tiene cuando está a punto de parir no debe ser del todo diferente de la que sobreviene a un condenado a muerte cuando le comunican que, por fin, ha llegado el momento. Una sabe que antes o después va a entrar en el paritorio, pero eso ocurre sólo cuando ocurre, no antes, en esas ocasiones sucesivas en que has temido quedarte y te han dicho que no, que esas contracciones que vas teniendo no son de parto inmediato. Cuando por fin te dicen eso de "tú te quedas ya", te viene a la cabeza aquello de los dos pistoleros de los western que han pasado toda la película desafiándose a muerte y, de pronto, en medio de un páramo, se miran y uno de los dos dice que "este es un momento tan bueno como cualquier otro", y que no hay por que posponer lo que, de todas formas, tiene que terminar llegando.

Cuando la inminente madre entra, debe desprenderse de su ropa y cualquiera de los abalorios que adornan su cuerpo. La función de este tipo de protocolos médicos, como la de la depilación, es perfectamente justificable, pero el que la sufre no puede evitar pensar que lo que se pretende es convertirla en un paciente dócil, alguien que, desde que entra, ya es sólo el objeto de un procedimiento clínico perfectamente instituido, alguien a quien de alguna forma hay que robarle algo de su condición de persona y de su identidad para que los técnicos puedan trabajar sobre ella sin estorbos.


Todas sus pertenencias van a parar a una bolsa verde enorme que le entregan al acompañante. A partir de ahí vas a la Sala de Dilatación, que termina siendo el verdadero paritorio, y pasas por ese trance del que hablan muchas mujeres en el cual puedes llegar a sentirte espantosamente sola y abandonada por el mundo durante tramos de tiempo que parecen interminables. En el momento oportuno, una enfermera comunica al acompañante que ya puede entrar, pues va a comenzar el "extractivo", también definido por los ginecólogos como "finalización del proceso gestante".

Cuando un absoluto inexperto entra en un paritorio, no es raro que tenga la sensación de meterse en la boca del lobo, más si no se trata de uno de esos hospitales privados donde ya tienen cuidado de que te parezca que estás en un hotel. Es mentira, claro, un hospital es siempre un lugar atravesado por el olor de la asepsia, el dolor, la incertidumbre y, a veces, el desconsuelo y la desesperanza, pero en lo que los seguros privados ganan a la Seguridad Social es justamente en sugestión para los clientes, lo cual no significa que funcionen mejor ni que traten mejor a la paciente en lo que verdaderamente le importa a ésta, que es que le ayuden a parir.

Durante los primeros minutos no paré de acordarme de una película que vi hace tiempo sobre los horrores de la dictadura argentina, Garaje Olimpo, se llamaba. Cada poco uno escucha gritos femeninos de dolor, un dolor que, a tenor de los gritos, se te antoja insoportable.

-"¿Vols que et posem la epidural?", pregunta la matrona.
La parturienta contesta que no...
-"Una dona valenta...", concluye la matrona.



Hay un momento, un momento muy largo, en que la comunión entre las tres personas que habitan la sala -la paciente, la matrona y el acompañante- es tan perfecta, que sí empiezo a pensar en esa magia del parto de la que me han hablado tanto sin que yo llegara a entenderlo. Vuelven los gritos de los otros partos, "No puedo, coño", "sí puedes, vamos guapa, está muy cerca"



Más gritos cuyos ecos se cuelan por los pasillos, el llanto de un niño...

Mi parto se complica, el misterioso pudor de la madre le impide sacar fuera su dolor, pero está empezando a pasarlo muy mal. Nada que no ocurra continuamente, pero tras la autopista que le ha abierto una dilatación muy rápida, la niña ha decidido que prefiere quedarse dentro. Lo entiendo, con la que está cayendo con la recesión económica y lo que se encuentra uno en Tele Cinco: éste no acaba de ser el sitio ideal para venir, pero qué vamos a hacerle...

La paciente está agotada... Epidural al fin, es la única manera de que pueda volver a empujar, pues con el dolor no puede seguir. El proceso se detiene durante más de una hora, cuando la paciente se recupera y el final de los dolores le permiten volver a empujar. Empiezo a entender, por primera vez en mi vida, qué es la Naturaleza. Pueden llenar las salas con ordenadores, artefactos de última generación que señalan electrónicamente el ritmo de las contracciones y los latidos del bebé, pero parir es la misma cosa bestial que ha sido siempre. Uno piensa en tempestades, en volcanes, se acuerda de que somos un mamífero... Ya hay varias matronas en la sala. Hay una que trabaja con hábiles dedos sobre la criatura por debajo, otra que lo hace desde arriba empujándola para que baje desde la zona vertebral. Aquí no valen la palabrería barata, ni las promesas de los políticos, ni las ambiciones personales, ni las requisitorias de los burócratas, ni la pedantería de los sabios... Es la vida en estado puro, la vida y nada más.

Me viene a la cabeza una música que hiciera de fondo al trabajo tremendo de esa infantería que forman matronas y enfermeras. Ahora entiendo por qué Sócrates -alma mater de la filosofía europea- presumía de ser hijo de una "mayéutica" -comadrona-, alegando que su escuela no tenía más objetivo que el de sacar a la luz -al modo mayéutico- al alumno que habitaba las tinieblas de la ignorancia.

Cuando entra el médico y la sala empieza a llenarse de personas uno entiende que se acerca el final. Te concentras en el dolor, en cómo hacer para intentar paliarlo, en soportar que te aprieten la mano con una rabia incontenible como si la parturienta pudiera traspasarte algo de su agonía. Alguna de las enfermeras me dirige miradas furtivas, como esperando captar los signos de una emoción incontrolada. Debe pensar que estoy rezando cuando me ve hablar sólo, nunca sabrá a qué Dios me dirijo. De pronto alguien dice algo del cordón umbilical. Mi posición me impide ver nada. Hasta que ves, y hasta que oyes. El llanto del recién nacido produce un estallido de lágrimas en la madre. Entonces te dan a Carmen y se la muestras a su madre.

Inútil continuar, esta historia no tiene nada de original, sólo es valiosa en la medida en que es la tuya.

El sortilegio de la vida. Dijo Joseph Conrad que no le interesaba lo sobrenatural porque la vida de por sí le parecía ya el mayor de los misterios. "Empeñarse en vivir o empeñarse en morir, esa es la cuestión", dice Red al final de Cadena perpetua, cuando, tras el suicidio de un compañero de presidio, decide seguir en el mundo hasta el final. Cuando Carmen vino acababa de morir Amy Winehouse y había toreado en la plaza de Valencia José Tomás. Creo que por eso me vino a la cabeza la frase de Red. "Empeñarse en vivir o empeñarse en morir", así de sencillo.