Saturday, January 31, 2009












HISTORIA



Me persigue cierto desafío lanzado por Michel Foucault en Nietzsche, la genealogía, la historia: "¿Creemos en la perennidad de los sentimientos? Pues todos, y sobre todo los que no parecen más nobles y desinteresados, tienen su historia." Me persigue igualmente -nos persigue a todos acaso sin saberlo- el grito indignado del sangriento mercenario de las guerras de religión del XVII que interpreta Michael Caine en The last valley. Cuando el sacerdote de la aldea perdida trata, una vez más, de amedrentar a las gentes recordandoles el temor de Dios y la amenaza del infierno, el capitán se revuelve furioso; "No iremos al infierno, maldito idiota, porque no hay infierno, y no hay infierno porque tampoco hay cielo... Sólo es una leyenda".







Lo que Nietzsche y otros nos han hecho descubrir es que nada se sustrae al tiempo, que todo, más en tanto que más solemnemente proclama su intemporalidad, cuaja a través de la cocción lenta de la historia. Creemos que el cuerpo está determinado por puras leyes fisiológicas, pero es la impureza de los azares, devenires y vaivenes de la experiencia -una experiencia de milenios- la que lo ha ido construyendo. Bien lo sabían los estoicos y otros sectarios de la Grecia helenística, empeñados en enseñar el cuidado de sí a través de la higiene, el placer erótico o la disciplina, capaces en definitiva de asumir que el cuerpo era un libro sobre cuyas páginas había que escribir largamente. Esa omnipresencia del devenir vale para todo, para la propia identidad, para los sentimientos -cuyo mapa tan presuntamente privado e irracional se forja en la cultura a través de los siglos- para las creencias, para las instituciones...



Pero nos cuesta asumirlo, por lo visto. Ví esto muchas veces en la pequeña localidad donde ejercí mi profesión durante casi una década: forasteros insolentes, llegamos a un escenario en el que somos completamente nuevos y creemos conocerlo y dominarlo a los dos días, confundiendo la aparente complicidad con que se nos recibe -complicidad que asociamos equivocadamente con blandura-. No advertimos la profundidad de los lazos que han ido otorgando su misteriosa densidad a la red de relaciones, de equilibrios y contrapesos que conforman el paisaje. Este se muestra a primera vista casi vacío y transparente, como abriéndose indolente a nuestra decidida condición de conquistadores. No interpretamos adecuadamente la sonrisa tenue o la mirada sutil de unos ojos que se ocultan tras la penumbra de una cortina. El calor y el frío, los olores, el valor de las exclamaciones, el misterioso respeto con que un hombre sobrio escucha las bravuconadas de otro que anda borracho... todo tiene su historia, todo está configurado a partir de un pasado a veces glorioso, a veces mísero. Quizá en su origen nada fuera puro. Pero las solidaridades y los odios contenidos que hechizan secretamente el escenario con sus alianzas y erotismos o con sus venganzas eternamente aplazadas... todo eso se inició en el pasado en situaciones de peligro, en momentos en que la amenaza o el dolor provocó insospechadas emociones compartidas.




Todo está cargado de pasado. Ha de estarlo, porque si no, no merece la pena. Solo paseo con respeto religioso por los barrios antiguos de la ciudad. No puedo concebir que alguien acuda entusiasta a tomar copas a un local hermoso, nuevo y aséptico como un hospital privado en medio de una de esas tierras de nadie prefabricadas que extienden el radio de los núcleos urbanos y pretenden crear zonas de moda. Es el espesor del tiempo el que cae sobre mí cuando deambulo por la zona vieja, a riesgo de que una cornisa podrida se desplome sobre mi cabeza. Experimento la misma sensación -dolorosamente- cuando descubro en medio del campo una de esas viejas casas solariegas abandonadas cuyos muros aún aguantan a duras penas las tempestades. Al fondo de una pared aún en pie, una ventana con los restos de algún adorno, signo inquietante de que hubo alguien allá dentro con las mismas esperanzas que yo, con la misma capacidad para alegrarse por un nuevo día. ¿Cuántos hijos tuvieron aquel hombre y aquella mujer que habitaron la casa? ¿Cómo pasaron la noche en vela cuando llegaron los bandidos o los alguaciles? ¿Qué pasó con el mundo que levantaron? Sólo un bárbaro ignora que sus almas aún vagabundean por los campos y las estancias deshabitadas. Como los fantasmas de los castillos escoceses, debemos acostumbrarnos a su compañía, no nos aterran por ser extraños, sino porque su presencia en nuestros sueños es prueba de lo semejantes que son a nosotros los vivos.



Como en aquella película tan enigmática de Orson Welles, Mr Arkadin, si solo sabemos lo que se nos revela en la primera escena, que hay una avioneta sin nadie dentro surcando el aire y a punto de empezar a pegar vueltas y estrellarse, no entendemos absolutamente nada de la vida. si no atendemos respetuosamente al relato de lo sucedido, no seremos más que unos simios que, con sus ordenadores, sus automóviles y sus televisiones de plasma solo serán pese a todo dignos de volver a los árboles. Así, dudamos presuntuosamente de las fidelidades de nuestro vecino, quizá porque ni siquiera acertamos al decidir cuáles son. Confundimos el sentido de las miradas y los gestos, pero sobre todo confundimos las palabras. No entendemos la historia que tienen detrás. Hay quienes presumen de saber por qué estoy con mis amigos y mis amantes o qué es lo que me hace sonreír por las mañanas.





He aprendido a marcar los tiempos de la única manera que me permite encontrarle un sentido a la vida. Miro al nuevo con extrema desconfianza porque ya he sido abandonado muchas veces. Mis pocos allegados no imaginan lo poco que me gustaron al principio, no imaginan lo poco que, probablemente, seguirían gustándome de no ser porque ya forman parte de mí. En un episodio de House, el Doctor Wilson recuerda "lo que dice la gente, que uno no elige a su familia pero sí a los amigos... pero empiezo a creer que tampoco elige a los amigos". Hay un momento en mi relación con alguien, más tardío que temprano, en que de pronto entiendo que esa persona ya, de alguna manera, me pertenece. Ese es el momento en que su pérdida empieza a ser el mayor de mis temores. Insignificante como creíste ser durante años, de pronto te sorprendes de que te diga lo que Ayax dice a Aquiles al desembarcar en Troya: "Es un honor luchar a tu lado". Pero nada está más lejos de mi vida amorosa que la experiencia del flechazo... valiente estupidez.





No hay vida eterna, no hará falta que evitemos correr hacia la luz porque no hay luz tras el último suspiro. Por eso solo somos tiempo, historia sin "ardid de Dios", como copos de nieve que caen poco a poco todos nos precipitamos hacia el final por un camino inexorable. ¿Su sentido? No lo tiene. Solo sé que vas a quedarte también esta noche. Y el Viejo Padre, como decían los guerreros vikingos, sigue haciendo girar la débil madeja de nuestras vidas.

Saturday, January 24, 2009








LA CLASE







La clase es una película excelente. Corresponde a la versión cinematográfica de una obra literaria exitosa que desconozco, pero no me cabe duda de que el film debe ser visto. A quienes conocemos el mundo de la escuela nos suena todo a tremendamente cercano. El mismo aspecto de instituto de suburbio, unos cuantos inmigrantes africanos menos y unos cuantos hispanoamericanos o eslavos más, el mismo profesor que entra gritando desesperado "no puedo con estos, no merece la pena" en la sala de profesores, las mismas lágrimas de alguien que se siente perseguido, la misma extraña pasión por conseguir un orden civilizatorio -un paisaje ético- en un aula llena de jóvenes que arrastran mochilas cargadas de indiferencia y aburrimiento, la misma extraña fascinación por tratar con personas que no tienen ni la más remota idea de qué deben hacer con sus vidas... Nada nuevo para mí. Pero creo que quienes son ajenos a ese mundo pueden entenderlo mejor viendo La clase. Al contrario de films tan conocidos del tipo Rebelión en las aulas, Mentes peligrosas o El club de los poetas muertos, lo que aquí van a descubrir ustedes es que no hay dos tipos de profesionales de la docencia: los héroes que primero doman a sus alumnos convirtiéndoles en angelitos y luego tienen que enfrentarse al mundo entero para defenderlos, y, por otro lado, los cabrones tiránicos y autoritarios que solo saben castigar y reprimir. Ni siquiera el director del centro, encargado de llevar a cabo procedimientos sancionadores -a veces tan dramáticos que pueden suponer expulsión del centro y, de rebote, expulsión del país para extranjeros sin papeles- puede pasar como malo de la historia. En cuanto al profesor protagonista, me atrevo a decir que es un hombre bueno, pero lo que desencadena los acontecimientos en el film es, ciertamente, una debilidad, un momento de desesperación en que, tras una conducta vil y desleal de dos de sus alumnas, les acusa en público de "reíros como rameras".

Conozco esta historia sobradamente. La primera vez que vi a un padre de alumno agredir a un profesor fue precisamente al que tenía la mayor nobleza, generosidad y dedicación que yo he conocido. Curiosamente, quienes -que también los hay entre nosotros, aunque les aseguro que no son mayoría- viven su profesión como un ejercicio de astuto escaqueo, suelen arreglárselas siempre para estar a cubierto en cuanto empiezan a llover las piedras.

Si este film ha dejado en mí una huella indeleble es, no obstante, por una escena en los segundos finales que probablemente pueda pasar desapercibida y que me a mí me parece que, ocultamente, contiene las verdaderas claves de inteligibilidad de lo que se nos narra. Durante toda la película, el profesor tiene que lidiar con varios alumnos conflictivos, pero en especial con un africano -Souleymane- que se sienta al final del aula y que se niega sistemáticamente a seguir el ritmo académico. Souleymane -catalogable como "lider negativo"- no es exactamente odioso, en todo caso rebelde, pero es capaz de exhibir actitudes y ofrecer respuestas verdaderamente sugerentes a las situaciones en las que el profesor le intenta dar protagonismo. Al final, por un incidente violento, el profesor lo expulsa del aula, lo cual desencadena todo el conflicto con el grupo que atraviesa la segunda parte del film. El final del film coincide con el final del curso. El profesor despide a sus alumnos, feliz por haber cumplido su trabajo aunque con la pesadumbre por su papel en la expulsión del chico africano. "Espero que hayáis aprendido muchas cosas y que el curso haya sido de provecho para vosotros."








Cuando todos abandonan el aula, una alumna se acerca al profesor. No sabemos su nombre, no nos habíamos fijado en ella, hasta ahora solo había hecho de fondo de escena en las apariciones estelares de Khoumba, Esmeralda o Souleymane. No es conflictiva, nadie se ha preocupado de darle protagonismo durante el curso... Habla respetuosamente y en voz baja, no lleva piercings ni banderas de orgullo africano, no es especialmente guapa ni fea:







-"Profesor, yo no he entendido nada, no he aprovechado el curso, no sé porque estoy aquí. El curso que viene no me matricularé. No le veo sentido a nada de lo que hago aquí."






François queda perplejo, le contesta con tópicos, "qué tontería", "sí lo has aprovechado", "piensátelo mejor", pero hay una irreparable incomprensión en él respecto a lo que la chica le está diciendo. No puede concebir que alguien no le vea sentido a estar en la escuela. No es conflictiva, no se dejaba notar, es educada... Y resulta que es precisamente esa persona insignificante para el espectador la que plantea el único interrogante realmente profundo y revolucionario del film. ¿Para qué sirve la escuela? ¿Por qué estamos aquí?


Algunos profesores, y en especial algunos pedagogos se equivocan. Insisten en darle un enorme valor a cierto tipo de alumno conflictivo. Ese tipo de alumno llega a provocar reuniones del equipo educativo. Como un héroe trágico, sus compañeros esperan a saber si va a ser expulsado, si "le van a hacer algo", si "vamos a montarla como le echen", si "a ver la que monta hoy en el aula", si "ha quedado con no sé quien para pegarse a la salida"... Ese tipo de personaje suscita todo tipo de debates. Hay maestros que exhiben su rencor y exigen que se le sancione -les aseguro que hay alumnos que no merecen otra cosa y que gozan sádicamente cuando hacen llorar a una joven profesora-; hay otros que esperan a esas situaciones para hacer valer su talento como pedagogos y explican que la solución no es excluir sino integrar, no enviar a la gente a la calle sino crear programas de socialización...





Con frecuencia, ante este tipo de situaciones, me asalta una duda. El alumno disruptivo se ha convertido en una especie de caballo de batalla, de una manera u otra, es una estrella dentro de la escuela. ¿No estamos haciendo con él lo mismo pero al revés que con los estudiantes brillantes? Con frecuencia, el lider negativo al que pretendemos redimir dispone de la suficiencia para encontrar los resortes que le permitan andar por la vida en el futuro sin grandes apuros. Hay un tipo de alumno medio y anónimo que sí queda indefenso, pero que no suscita reuniones de padres ni de profesores ni de pedagogos. Ese alumno, a los ojos adultos, solo llena una silla, solo hace de fondo a la escena de los que son verdadero objeto de nuestro interés. Quizá ese sea el alumno que verdaderamente nos necesita, pero lo ignoramos y, cuando nos relata su angustia, no le hacemos caso: "tonto, vete a jugar al futbol que me ya me he quemado bastante con tus compañeros conflictivos", parece que le contestamos.


No son Suleymane ni Khoumba ni Esmeralda los protagonistas de La clase, es esa alumna cuyo nombre no recuerdo quien verdaderamente revela la verdad oculta de este hermoso film.


La clase se inscribe dentro de una tradición reciente de cine francés que ha tenido el buen sentido de dirigirse al mundo de la escuela sin apriorismos facilones ni espectacularismo morboso. Ser y tener, documental de Nicolas Philibert, trata los problemas de una pequeña escuela rural donde un mismo maestro tiene que atender las necesidades de todos los críos de primaria, con distintas edades. El paisaje afectivo que se crea entre él y sus niños deja en ridículo todo esa odiosa retórica y tecnocrática con la que políticos y pedagogos se refieren a la escuela, olvidándose de que la enseñanza es algo que sucede entre seres humanos y que las relaciones entre material sensible como somos los humanos se escapan entre los dedos, más allá de discursos académicos y programas políticos. En Hoy empieza todo, del magnífico Bertrand Tavernier se nos muestra cómo tiene que lidiar un maestro de los suburbios de una capital francesa con concejales e inspectores para conseguir una escuela digna donde trabajar en condiciones. Bellísimo film. En los últimos tiempos, me impactó La escurridiza, o cómo evitar el amor, de Abdellatif Keniche, que reincide sobre el eje adolescentes-escuela-banlieue, con la problemática del inicio a la pareja y el sexo como transfondo.





No obstante, yo diría que el verdadero centro espiritual de toda esta loable preocupación de los franceses por la escuela de la Republique se encuentra en el premiadísimo e imprescindible ensayo Mal de escuela, de Daniel Pennac. Pennac declara haber sido un "zoquete" vocacional... Esa catalogación, tan característica de la escuela tradicional, atraviesa toda su vida, no solo su vida escolar. ¿Quién salva a un zoquete del absoluto fracaso al que está abocado? Esa pregunta es clave en la biografía del autor, dado que el libro tiene mucho de biográfico. Pero hay algo que me atrae todavía más. Pennac juega de principio a fin con una afirmación recurrente en el gremio docente: "...Pero yo no estoy preparado para ello". ¿Y qué es ese ello? Ello es en realidad el misterio de esa relación entre personas tan dispares con la que me topo cada mañana en el aula. Ese ello para el que no me han preparado -ni a mí nadie- es el gran misterio de la materia prima tan sutil, tan llena de ángulos, tan refractaria a veces con la que me encontraré mañana otra vez cuando entre por la puerta del Instituto.

Saturday, January 17, 2009








CIRUGÍA

La Preysler no es envidiada por las demás mujeres. En realidad les cae mal, pero la aceptan porque encarna el destino secreto de lo femenino: convertirse en esposa a través de un camino de perfección que, en forma paródica, lo es de santidad. Como las santas, Isabel ha pasado su vida luchando por superar sus contradicciones: el demonio en forma de arrugas, marcas en la piel y sequedades. Pese a la leyenda que le atribuye cierta técnica sexual de oscuro origen asiático, Preysler no ha enloquecido a los hombres con los que se casó por su poder de seducción. En realidad no lo tiene, no lo ha tenido nunca, no es el juego de la seducción el que domina, sino el de su escena simulada: jugar a bella y seductora sin serlo, sin seducir a nadie (¿Quién imagina una aventura con Isabel? ¿Hasta que profundos hastíos podría encaminarse mi vida al lado de Isabel?) Para las mujeres que todavía juegan la partida del poder desde la distinción drástica de los roles sexuales, Preysler es la efigie invertida de Don Juan: la obtención de su objetivo –dinero, lujo, distinción- ha ido tramándose a partir de la boda con un cantante prometedor, con estaciones de paso en el linaje aristocrático hasta llegar a la oligarquía de la política y las finanzas. Hombres patéticos convertidos en jalones de una biografía atravesada por una ambición sin límites, un proyecto calculado y estratégico, la liberación de la mujer, al fin, en forma de parodia.

Preysler es en realidad una figura extática. Éxtasis de los signos que no remiten a nada, sino a su propia forma vacía, histeria del cuidado de sí transformado en vigilancia totalitaria sobre los signos del envejecimiento corporal. Preysler es un monstruo, una figura terrorífica. Su aparición publicitaria es la de Mortycia Adams, pero sin gracia ni autocaricatura. Los gays no la aman porque no conciben un proyecto de autoconstrucción tan ensimismado y tenaz sin sombra de duda ni parodia. Los mejores travestís salen del armario en noches petardas vestidos de Celia Cruz porque su discurso es el del glamour, que en realidad solo es una burla del juego de los signos que ha constituido eternamente la seducción. El travestido es una diosa, una reina, exagera los signos de lo femenino para poner bajo interrogantes las categorías con las que el mundo serio ha separado en nosotros los roles. Todos somos secretamente travestidos, todos nos maquillamos y nos vestimos de mujer por las noches porque no sabemos lo que significa eso que nos enseñaron de que había que ser varón.

¿Y ser mujer? Ser mujer es ser Isabel Preysler. Pero su lucha oculta un destino que no solo afecta a las ya cada vez más exiguas lectoras de Hola. Preysler no es bella, es un monstruo de la belleza. Su apariencia adolescente, suspendida en el tiempo, es la de Dorian Gray, cuya imagen reflejada en el cuadro revela la verdad de que el paso del tiempo es, pese a todo, su destino cruel. Aterrados por los efectos del tiempo, la enfermedad y la muerte, Gray y Preysler convierten el propio cuerpo en fetiche autista. El diablo o la cirugía estética a la que venden el alma conjura ese destino intolerable de la vejez.

¿Por qué tanto espanto en la vejez? ¿Por qué la tememos tanto como ellos, aunque no tengamos la obscenidad con que exhiben su pírrico triunfo sobre el tiempo? Y aún peor, ¿por qué ya no queremos a los viejos, que nos echan a la cara la evidencia de lo que terminaremos siendo? En las culturas tradicionales, y la nuestra lo ha sido hasta hace muy poco, el anciano es la base simbólica del grupo. Sus achaques y la cercanía de la muerte se cobran su precio a cambio de un prestigio incuestionable, superado tan solo, claro está, por el prestigio de los muertos, únicos que gozan de autoridad absoluta sobre los individuos.

La histeria de la cirugía estética en la era del consumo es la manera patética y morbosa con que se asume la apuesta moderna de Kant, Baudelaire o Nietzsche de determinarse a uno mismo. Como todo gran moralista, el Dorian Gray actual asume la empresa histórica de acabar con el Mal, aniquilando de raíz cualquiera de los signos con que aparece una y otra vez. Mi cuerpo es irreductible, es singular, quizá vosotros me veis vulgar o me otorguéis alguna valoración de guapo o feo, pero mi cuerpo demarca el reino de mi intransferible singularidad. También mi atuendo, mis tatuajes, mis heridas, mis perforaciones, todas las muescas que deja el paso del tiempo…Sometido a la barbarie tecnológica de la cirugía, el nigromante que maneja el bisturí consigue exterminar las arrugas de mi cara, “solución final” en el Auschwitz del quirófano, genocidio de todo signo que atestigüe que he tenido una vida y que los palos me han dejado cicatrices en el cuerpo y en el alma. La uniformidad del concepto puro impuesta por el bisturí, los implantes y el botox -la nariz más pequeña los labios más carnosos, la sonrisa hierática- somete al reinado del terror todo lo que es capaz de singularizarme. Los signos del envejecimiento –que son los del dolor de vivir y de amar- pasan por la turmix del principio clínico de que soy culpable de mi propio descuido, de haber dejado crecer el Mal sobre mi dermis. En forma de corrección política de la belleza, la cirugía estética aplasta en mí la insolencia de lo que –bueno o malo, ¿qué importa?- me hace único.

No tenemos derecho a escandalizarnos de que las niñas pidan operaciones para su cumpleaños. Construyo un ideal de cómo quiero ser y exige mi derecho a realizarlo. Quiero que mi cuerpo me identifique, no quiero ser extraño respecto a mi propio cuerpo. Quiero pulverizar, estrangular a ese Otro que me muestra el espejo, esa extrañeza que me mira a los ojos y que no corresponde a lo que yo había proyectado para mí. No es la voluntad de atraer lo que está en juego, eso sobrevive a todas las estupideces de las distintas épocas, porque solo las civilizaciones agotadas pierden definitivamente la necesidad de suscitar esa tensión misteriosa de la seducción. Es más bien la voluntad pueril de convertir mi propio cuerpo en fetiche. Un fetiche autista y autorreferencial. El tiempo arrinconado y derrotado en la cirugía estética, regresará sin embargo para vengarse. Como el señor Valdemar, con su cuerpo durante años suspendido en la intemporalidad del ante mortem… Como Dorian Gray cuando aparece el cuadro, todo se vendrá abajo lastimosamente de pronto, saltarán los puntos, nuestra propia monstruosidad saldrá a la superficie.

La Preysler es un monstruo porque su criatura, creada para proclamar en su carne el triunfo de la intemporalidad, termina devorando a su madre. Constituidos por lo efímero, perderemos la batalla si no aprendemos a tiempo a entender el valor de esa sonrisa triste y cansada pero hermosa y sin botox que nos devuelve el espejo.

Friday, January 09, 2009






DIOS










El divertido affaire de la publicidad atea en los autobuses de Madrid tiene la virtud de sacarme de mis propios -y por lo general estúpidos- problemas cotidianos y de darnos una excusa para no apagar la tele o la radio después de presenciar una pequeña parte del horror de la Franja de Gaza. Quizá después de todo pueda hallarse un delgado hilo conductor. De igual manera que hay quien por aquellas infortunadas tierras se sacrifica reventándose con explosivos atados al vientre por alcanzar la beatitud, y hay también quien recurre a la condición mesiánica del Pueblo de Dios para justificar las mayores atrocidades de su ejército, se me ocurre que ya es demasiado largo el reguero de sangre que la historia deja de quienes no supieron adorar a los dioses convenientes.





No me gusta demasiado declararme ateo, ya que no tengo especial interés en cruzar tierras de demonios y tenebrosos océanos para predicar la buena nueva de que Dios no existe... No tengo en suma ningún interés en que mi prójimo se percate de que está desperdiciando su vida rezándole noche tras noche a la nada en medio de la soledad espantosa del rincón olvidado del cosmos en que se trama la aventura humana. Entre otras cosas, porque sospecho que los dioses a los que yo rezo tampoco me escuchan. Lo de "agnóstico" me parece una mariconada... En todo caso me seduce aquella fórmula del "paganismo" a la que se entregó Pessoa y que, en realidad, no se incomoda tanto por la presencia de dioses como por el aplastante imperialismo del monoteísmo. Como los viejos romanos, me gusta pensar que, cuando me levanto por las mañanas, me evito prudentemente ser señalado con cólera por el dedo de alguno de los pesos pesados del Olimpo... y entonces le saludo jovialmente pero sin postrarme tal que un siervo como manda la costumbre semítica.

A lo largo de mi vida, me han salido al paso duendes, genios engañadores, enanos que me indicaban el camino a seguir cuando estaba confundido y nobles caballeros que me hablaban desde el cuerpo de un pequeño simio del Norte de África por culpa de algún encantamiento. "Nunca será el mundo demasiado religioso", dijo Carlyle. No me interesa lo sobrenatural porque la vida de por sí me parece ya suficiente sortilegio. No me voy a la cama un solo día sin pensar en lo hechizado que a veces se presenta el paisaje, esa misteriosa electricidad en el ambiente y que me recuerda a la afirmación del viejo Tales de Mileto, siglos antes de Sócrates: "todo está lleno de dioses". Después de haber llorado ante la gigantesca obra humana de la Catedral de San Marcos o la Piedad de Miguel Angel, no necesito pensar que Dios mora en el interior de aquella o representa al cuerpo inerte que sujeta la Virgen en aquella.

Llevo tanto tiempo pensando en ese Dios en que no creo que me divierte leer la hipótesis de su existencia, tanto como la de su inexistencia, en los costados de un autobús. "Probablemente Dios no existe, disfruta de la vida". Me asalta la duda de si los autores piensan que los creyentes nunca se divierten o se pasan las noches fustigándose en modo penitente... Pero sobre todo, no dejo de preguntarme por qué alguien paga para colocar esa publicidad. "Ya va siendo hora de que los ateos hagamos proselitismo, la religión lleva toda la vida haciéndolo. " Tomarse demasiado en serio esta perspectiva me parece harto peligroso. Tan peligroso como tomarse demasiado en serio "El gen egoísta", obra que lanzó a la fama al genetista Richard Dawkins, quien a la sazón es el inspirador de la campaña de propagandas ateas en autobuses que se inició en Londres. En aquel ensayo, junto a didácticas y astutas formulaciones, se encontraba uno verdaderas fruslerías con las que, a fuerza de insistir en que los genes determinan incluso hasta las rimas de los sonetos de amor, uno llega a pensar si Dawkins no ha sustituido a Dios por los genes en la obsesión patológica por encontrar algún tipo de oráculo que nos lo explique todo, absolutamente todo. Quizá convenga en este caso recurrir a la mirada del laico antes que a la del ateo. El laicista, que no es necesariamente ateo, es el que entiende perfectamente que el problema no es la creencia, aquello que la conciencia libremente asume, sino la acción moral, esté o no vinculada a una determinada fe religiosa. No es ateísmo sino laicismo lo que nos falta.



En cualquier caso, no me parece menos gilipollez la de los creyentes de no sé qué asociación que se han apresurado a pagar publicidad de signo contrario para otros autobuses. "Dios sí existe. Disfruta de la vida en Cristo". Tengo dudas de que los creyentes vivan "en Cristo" a cada paso. La mayoría se parecen demasiado a mí, que no vivo en Cristo desde que cometí el pecado de mentirle a un cura confesor cuando me preguntó si me tocaba y yo le dije que no, y que además si lo hiciera seguro que no me gustaría, y que no miraba se-lo-juro-padre con deseo a las chicas del colegio de al lado y no sé qué marranadas más que el tipo parecía sumamente interesado en conocer... Los negocios de la Universidad Católica, la astucia con la que los colegios religiosos consiguen que se les subvencione su bonito negocio o la minusvalía moral de algunos ciudadanos de misa diaria con los que debo tratar cotidianamente, me hacen pensar que si, después de todo, resulta que el Crucificado sí era quien decía ser, no voy a ser de los primeros en chamuscarse con el fuego eterno. (De hecho, ya se equivocaron en el primer pronóstico, cuando me anunciaron que me saldrían pelos verdes en las manos si me la cascaba...Nunca me salieron)

Mi problema en realidad es que, como diría Nietzsche, la actitud de los creyentes se me antoja "humana, demasiado humana". Dijo Cioran que quienes decían sentir la presencia de Dios eran en realidad unos impostores: "Si yo creyera en Dios, correría gritando desnudo por las calles". Yo, por mi parte, sé que si creyera en Dios no iría poniéndolo por ahí en los autobuses.



Este tipo de polémicas me recuerdan a cierta pregunta de un examen de Ética: "¿Sería razonable una portada de periódico que anunciara Se descubre que Dios existe y que va a salvarnos?" También podría plantear la imaginaria portada si, después de todo, va a resultar que ciertamente existe el Supremo pero que ha decidido enviarnos a mamar y no salvarnos, -hala, os jodéis, ahora no os salvo-, en lo cual demostraría una sensatez propia de un tan consumado estadista. Tampoco parece que el actual modelo de democracia de mayorías internáuticas vuelva el momento muy propicio para decidir de forma plebiscitaria: más visitas a la web de los creyentes, gana que Dios existe; menos visitas, hala, se diluye en la nada, fastidiate, Dios. Este método para determinar la solución al viejo problema filosófico de la existencia de Dios tiene el problema de que habríamos terminado dándole la victoria -por número de visitas a la web- a la noticia de que Sharapova dice que le ponen cachonda los hombres con pasta o ese vídeo de You Tube que enseña en pelotas a la doble de Sarah Palin. También podría hacerse una votación radiofónica: "si usted piensa de que sí, pulse al uno, si piensa de que no, pulse el dos"... y al final va y sale de que no, de que no existe, y lo que es peor, no hemos de quedado sin lateral derecho para el partido del sábado.


Más allá de los deseos de expresarse libremente y proclamar públicamente la propia fe, yo creo que en este asunto nos encontramos con el mismo transfondo de casi cualquier otro que salte a los media: en la sociedad del espectáculo, la necesidad exhibicionista es voraz en proporción a la mórbida curiosidad con la que nos divertimos en nuestro papel de espectadores. Creyentes y ateos, o mejor, unos actores que han salido a escena para interpretar dichos papeles, han decidido entretenernos con esta imbecilidad durante unos días. Quizá Dios esté contemplándola desde su trono, lea el pasquín de los autobuses y se pregunte "¿Existo?" Es lo que yo haría si fuera Él, pues es incapaz de evitar que, a veces en su Nombre, la degollina de Gaza de un día sea superada por la degollina del día siguiente.





Entretanto, cambia el arzobispo de Valencia y en la jerarquía eclesiástica se mueven piezas estratégicamente como en un gigantesco tablero de ajedrez. El Poder Temporal, como se llamaba en la Edad Media a la carne de Cristo convertida en Iglesia. Pero lo realmente trascendente tiende a ocurrir entre bambalinas. No tenemos salvación.

Friday, January 02, 2009









DESDICHAS





El trago navideño tiene el fondo musical de las películas para niños, que por lo general no son otra cosa que estragantes comedias americanas del tipo Santa Claus se cura de un cáncer de páncreas, Santa Claus en el Far West y Santa Claus sale del armario -¿y de dónde demonios ha salido ese idiota gordo si aquí no ha habido nunca renos?* - Si hacemos un pequeño esfuerzo y rompemos la asociación instalada en nuestras mentes a fuerza de costumbre entre cine para niños y dibujos de Walt Disney, es posible que nos libremos de su característica moralina: un mundo ordenado que distribuye sin ambigüedades los papeles de la escena entre buenos y malos. Adultos que ven con indisimulada fascinación El Rey León o Aladdin agradecen a Disney que les ponga en imágenes la ensoñación de un mundo donde se sabe perfectamente a quien echar la culpa de los males y cuál es la senda que se debe seguir para "tener a Dios de nuestro lado", como dicen los gobiernos USA -Obama también lo dirá, ya lo verán- cada vez que suenan tambores de guerra. Y además al final te follas a Pocahontas... (que es cherokee, pero en realidad es un dibujo que copia a Naomi Campbell, que en realidad es negra, uy qué lío)





Pero el valor ejemplar del cuento no ha sido en ningún caso inventado por Disney. Siempre los relatos para niños han tenido la vocación del apólogo. En tiempos en que los críos no vivían dentro de esa especie de vigilancia neurótica y orwelliana a la que le someten actualmente sus padres, la importancia de que el niño asimilara la inconveniencia de irse a cierto lugar oscuro con un desconocido que le ofrecía golosinas tenía un valor crucial. Quizá por ello, resueltos como estaban los Grimm y Andersen de turno a no escamotear el lado siniestro de la vida, los relatos contenían la inteligente intención de inclinar al infante oyente a extraer conclusiones. Así, el cuento era toda una propuesta para la acción. Relean por ejemplo una joya como El traje nuevo del emperador y entenderán por qué aconsejo olvidarse del tonto criogenizado de Walt Disney.








Otra buena razón -y si quieren cine de Navidad para niños-: Una serie de catastróficas desdichas de Lemony Snicket. El film no ha cumplido un lustro y constituye una buena excusa para inclinar al adolescente a la lectura, pues además de que en sus imágenes se respira un invisible pero denso amor a la literatura, debo recordar que este film es solo una puesta en imágenes de un interesante serial de "literatura infantil" cuyo autor es Daniel Handler para la colección Libros Infantiles de Harper Collins. Consta de trece libros, el último de los cuales se publico en 2006, y me atrevo a sugerir que sería una lectura perfecta para un niño que se diera cuenta con la adolescencia de que Harry Potter es un poco fantasma y de que va siendo hora de pasar a materias un poquito más perversas.






A grandes rasgos, la historia que se narra es la de tres hermanos huérfanos, los Baudelaire, que caen sucesivamente en manos de distintos tutores, familiares no siempre cercanos, adultos irresponsables incapaces de protegerles del malvado Conde Olaf, dispuesto a perseguirlos por todos los confines del mundo para hacerse con la fortuna que los Baudelaire deben heredar. La impresión de que el mundo adulto ha enloquecido se va imponiendo como terrible evidencia para los niños a lo largo de la historia. Los mayores, presuntamente destinados a proteger a los niños Baudelaire, son en realidad parodias de la madurez, irresponsables o depravados... incluso el propio Olaf no es más que un payaso histriónico y sin escrúpulos entregado a toda suerte de siniestras maquinaciones con tal de satisfacer su codicia. Nada del mundo que los adultos han legado a los niños tiene solidez... Como la casa de la Tía Josephine, sujeta por frágiles troncos a un acantilado, todo parece a punto de desmoronarse sin redención posible para los niños, obligados una vez tras otra a ingeniárselas por sí mismos para escapar con vida.




Dentro de la misteriosa atmósfera donde se trama el relato, la superposición de planos temporales le da una vuelta de tuerca más al espíritu estéticamente siniestro del Romanticismo que presuntamente dirige la acción. En realidad los niños no escapan del hastío ni deambulan por un mundo sórdido en busca de aventuras... Se comportan como adultos por razones de pura sensatez: tan solo pretenden sobrevivir en un entorno hostil y que se vuelve cada vez más amenazante. El ingenio y el coraje -cualidades específicamente adultas- se convierten en el modus habitual de esta especie de familia impostada a la fuerza -el chico, la chica y el bebé permanentemente en brazos- que camina de aquí para allá por una civilización que se cae a trozos por su propia inconsistencia. No son los niños Baudelaire sino sus adultos falsamente protectores los que corren enloquecidos tras sueños pueriles e inalcanzables. Frente a la vieja lógica de los niños presa del infortunio, estos son en realidad niños convertidos a la fuerza en adultos, puesto que son los adultos mismos los que -víctima del síndrome de Peter Pan- han hecho dejación de funciones y rehúsan sus responsabilidades. Violet y Klaus Baudelaire no son ingenuos y soñadores niños del Romanticismo, en realidad -atención al aspecto de Violet, misteriosamente sexualizado- son lo que ahora llamaríamos "niños góticos"... Su lógica es la de quienes aprendieron demasiado pronto que los Reyes eran los padres y que los jadeos que se escuchan tras el tabique son lo que son y no lo que les dicen. Irremediablemente, han de crear un mundo propio en torno a las ruinas del que, a modo de herencia voladiza, les han dejado sus padres muertos. La imagen de los Baudelaire en medio de una casa en ruinas podría hacernos pensar en la Europa devastada tras la Segunda Guerra Mundial: una civilización que necesita ser reconstruida por los niños porque ya no quedan varones adultos.


Manejé esta hipótesis tan metafórica -pero tan sugerente, creo- en el libro que publiqué hace dos años -La juventud domesticada-: ¿no habría entrado en crisis la transmisión generacional que damos por supuesta, como si se administrara por sí misma naturalmente? ¿No será que el legado no está pasando de unas manos a otras, como si hubiera quedado extrañamente retenido sine die? Vivimos tan seguros de estar haciendo lo que toca con nuestros hijos, les hacemos tantos regalos, somos tan reiteradamente indulgentes con su indisciplina y su insolencia, los amamos tanto... que acaso se nos olvida que estamos escamoteandoles lo fundamental, lo único verdaderamente imprescindible: la vida misma, la necesidad de caminar sabiendo cuál es la diferencia entre el bien y el mal, la irremediable evidencia de que las hostias se las pega uno mismo contra el suelo y no saben a miel. Convertidos en instrumentos de nuestra necesidad emocional o, lo que en el fondo no está tan lejos, de nuestra propia codicia -como el Conde Olaf-, nos hemos olvidado de otorgarles una herencia moral. Nos hemos convertido en niños que exigen diversiones; por eso ellos se comportan como adultos -pequeños monstruos que visten de negro y se proclaman "góticos", deambulando por el mundo expuestos a ser cazados por el Hombre del Saco.


Algo de todo este cuadro hipotético se me sugiere en las últimas imágenes de los estudiantes griegos tomando las calles de Atenas. Hablaremos en el blog de este asunto próximamente porque creo que el caso griego -más allá de la muerte de un estudiante asesinado por la policía- tiene mucho de indicio de lo que puede estar empezando a ocurrir ya con la juventud europea. Grupos anti-sistema, antiglobalización, okupas, hooligans... ¿qué importa? Los nuevos, una vez superada la pura irresponsabilidad en que les hemos dejado tramar su adolescencia como sector dedicado simplemente a identificarse como consumidor, están descubriendo que la trama social que vamos a legarle no contiene más que incertidumbres. Con la habitación llena de objetos tecnológicamente novedosos y las Navidades con muchos regalos, empiezan a sospechar que el mundo laboral al que se abocan -donde se aprueban leyes de 65 horas semanales de trabajo- es más áspero de lo que nadie recuerda... Una Europa donde el trabajo se abarata más que nunca y que en algún momento se hizo llamar Estado del Bienestar se cierne sobre sus cabezas mientras en clase les explicamos el significado de la Constitución y lo hermoso que es vivir en democracia.

Los jóvenes están dándose cuenta de que, por primera vez, una generación, la suya, vivirá peor que sus padres. Los niños Baudelaire de Atenas, como hace un par de años los de los banlieus de París no queman coches o lanzan cócteles molotov porque estén en contra de los políticos, les moleste la especulación capitalista o exijan ayuda al Tercer Mundo: han salido a la calle porque tienen miedo. Es un toque de aviso: mira qué pretendes hacer con el mundo... porque el que se queda aquí soy yo.


En una de las últimas manifestaciones, tras gritar todo tipo de consignas y enfrentarse una vez más a la policía, tomaron el centro de Atenas y... decidieron ponerse a jugar un partido de futbol. Pese a todo, los Baudelaire son críos.

*Reno: animal imaginario con cuernos que va por la nieve y que recuerda a los utilizados como montura en El imperio contraataca, si bien el destino de aquel, decorar calcetines gordotes de esquí, resulta algo menos luminoso.