Saturday, March 27, 2010











LA AMNESIA tiene mala prensa en nuestros días. En realidad la tuvo siempre. Ya Platón lanza la advertencia de que el duro esfuerzo de la rememoración -la anamnesis- es la única vía posible para acceder a las verdades elevadas. Puesto que el alma contempló en algún momento original lo esencial en toda su cegadora luminosidad, el saber habrá de consistir en arrancar a aquella del olvido en que ha caído. Medio milenio después el profeta de Belén no se sube a su espantosa máquina de tortura sino para poder gritar más fuerte: "¡Recordadme!". Ya sabemos que el Crucificado -como le llamaba Nietzsche, que pensó en Él más que ningún gañán piadoso- era judío y, de alguna manera, su empresa era la de judaizar el mundo. De ahí que la maldición que arrastramos sea la huella de una traición original, la desobediencia a Dios, el mayor de los magnicidios. Valiente impostura, odiosa manipulación traída de desiertos y que solo puede prender entre pueblos civilizados cuando están en lo peor de su decadencia.


"Te vas a acordar": esta era nuestra consigna infantil cuando la posibilidad de la venganza por la afrenta sufrida no podía ser inmediatamente administrada. Incluso las leyes se aprestan hoy a sancionar la desmemoria, como si el Mal infligido pudiera ser reparado a través del recuerdo. Noble pretensión, pese a todo... Noble, y sin embargo, me asalta la sospecha de que exigimos demasiado a la memoria.

Quizá llega el momento de reivindicar la inocencia del olvido.


He detestado con furor infinito a personas a las que he terminado perdonando; simplemente olvidé lo que me había hecho, me acostumbré a su presencia. Pasa con algunos de los tipos con peores cualidades que he tratado: terminan quedando lejos los tiempos en que conseguían sacar lo peor de mí mismo; me habitué a ellos, aprendí a sonreírme ante sus pecados, como si hubiera entendido, por fin, que de alguna manera les resultaba imposible no cometerlos; se volvieron bonachones... pude por fin olvidarlos.



¿Nace entonces la tolerancia de algo tan poco prestigioso como la costumbre? Acaso sí, si entendemos que tanto como la memoria le debe el olvido a la costumbre: "Si por costumbre amé, por costumbre olvidé, vivo con la costumbre de no quererte nunca más", dice una canción de Gabinete Caligari. Para Nietzsche, el olvido no es una debilidad, sino una elegante virtud propia de temperamentos nobles. Nada me resulta más repelente que aquel tipo con alma de plebeyo que, en previsión de que su memoria fallara, aseguraba el recuerdo de sus traumas apuntando en un papel cada una de las afrentas que sus prójimos le habíamos causado.



En innumerables ocasiones, cuando me he cruzado con personas que me hicieron daño en el pasado, lejos de enfurecerme y cerrar los puños con deseo de venganza, he experimentado más bien el deseo de olvidarles. Al contrario de lo que plantea el psicoanálisis, empeñado en escarbar en las profundidades del inconsciente, habríamos de imitar a aquellos príncipes que, acaso más por despistada magnanimidad que por escrúpulos morales, dejaban escapar vivo a aquel al que había jurado aplastar en su anterior momento de cólera.






Soy el primero en conocer los riesgos de la desmemoria. Temo como cualquier cartesiano al Alzheimer, porque nada, ni la muerte, parece tan temible como la destrucción de ese continuum que llamamos Yo y que solo está construido de recuerdos. Siempre he censurado la amnesia de los desagradecidos que abandonan a sus mujeres o a sus madres cuando ya no les son útiles, o la de aquellos que olvidan quiénes son y de dónde provienen para reclamar derechos y glorias que no se merecen de la noche a la mañana. Como convencido tributario del pasado, respeto profundamente aquellas religiones que honran a sus muertos -a su pasado en suma- y desconfío de esos flojos de corazón que se ilusionan con la aparición de un bello desconocido con la misma puerilidad con que desprecian la cercanía de aquellos que tienen el coraje de acompañarlos desde mucho tiempo atrás.





Y, sin embargo, hay algo en estas primeras horas de la primavera que deberíamos saber aprender. La primavera no regresa tras las fiestas del fuego, la primavera empieza de nuevo cada año. No me ilusiona especialmente que algo sea fresco y novedoso, lo que me interesa de la estación destinada a cambiar nuestro estado de ánimo y la dirección de nuestras nuevas aventuras es el poder que tiene para reducir a cenizas aquellas fuerzas del pasado que siguieron activas sobre el espíritu mucho más tiempo del que realmente merecían. Acabar con el rencor desde el olvido... desde aquello que Nietzsche llamó el pathos de la distancia, dejar de reprender a quienes no nos quisieron como creíamos merecer, entender que la venganza ya no será dulce, no por alguno de esos ridículos escrúpulos inoculados desde la sacristía sino porque, simplemente, ya no tendrá sabor. Escapar por fin, y sin recaída posible, de las garras del resentimiento, en ello reside la verdadera emancipación del ser humano, esa es la mayor promesa de la primavera. Esta es la mayor enseñanza que nos dejó el mayor de los poetas contemporáneos, Friedrich Nietzsche.


Friday, March 19, 2010







LOS HOSTILES









"La constitución ideal habría de incluir la posibilidad de eliminar a los que nos fastidian", dice Cioran. Es una frase cargada de un amargo surrealismo, refleja el imposible de un indeseable, ese que todos llevamos dentro y que sueña con una solución final para todos los que, por el motivo que sea, tienen la misteriosa habilidad de resultarnos irritantes.


Salgan conmigo del armario y expresen su rabia, no se sientan mal por ello: la peor de las paparruchas que nos ha inoculado la sacristía es que debemos perdonar a nuestros enemigos. Pero, ¿cómo perdonar a Karmele Marchante? ¿cómo no volverse loco de furor cuando Aznar muestra sus abdominales en la playa o cuando el Encina -uno que iba a mi clase- nos recordaba que el Madrid había ganado otra vez en Mestalla y decía que Kempes era un mierda?



Hagan el pequeño ejercicio de poner la tele y, a poco que se fijen, verán que después de un hijo puta sale otro... así, de carrerilla. Vengo preguntándome desde hace años qué profundos mecanismos de la psiquis desencadenan el rechazo, un rechazo que -como sucede con el enamoramiento- está fuertemente impregnado de algo físico. Decimos de alguien que nos produce "ganas de vomitar", como si sólo el hecho de toparnos con ellos, de respirar el mismo aire fuera como si, de alguna forma, los hubiéramos comido, provocando la nausea y esa arcada con la que es el propio cuerpo -el animal que somos- el que nos dice que no, que eso es intragable. Me produce mucha curiosidad, por ejemplo, qué intrincados laboratorios de la mente determinan, por ejemplo en las mujeres que me son allegadas, que Paulina Rubio desencadene una sonrisa de tolerancia y que, por contra, Bebe, Najwa Nimri, Concha Buika y, en general, aquellas aspirantes a estrellas a las que El País Semanal suele intentar poner de moda, produzcan verdaderas llamaradas de repulsa. También detecto en la mayoría de mujeres que conozco una tendencia muy marcada a considerar una amiga a Jennifer Anniston -que a mí, por cierto, me parece algo sosa y tontuela-, lo cual obedece a la necesidad de tomar partido por ella frente a Angelina Jolie, único personaje que supera a Bin Laden en millones de habitantes del planeta que le desean la muerte.





No las culpo, pues si bien mis allegadas sostienen hostilidades discutibles y, a mi entender, algo caprichosas, tienen el buen gusto de torcer los labios en sentido inequívoco cada vez que aparece José María Aznar en la tele. Jamás sabrá el caballero, quien sospecho que cree firmemente en su sex-appeal, la cantidad de españolas que elegirían morir si tal fuera la única alternativa a una noche de sexo desenfrenado con el ex-presidente. Si ese rictus de asco apareciera en tantas al cruzarse con mi cara, lo reconozco, mi frágil autoestima se tambalearía, pero es que yo -aparte de anónimo- no soy tan duro como Aznar, el cual ha aguantado más de tres décadas al lado de una esposa con la que no tiene sueños eróticos ni el salido del Colomo, uno que hostió al Encina y que dijo en el cole que le gustaba la Reina Sofía.





En cuanto a mí, hay un gusano de fuego que se me revuelve dentro cada vez que aparece en la tele Bimba Bosé. ¿Por qué? No estoy seguro, creo que me molesta especialmente ese airecillo, muy del mundo de la moda, que cree saber mezclar el presunto rupturismo de la moda de vanguardia con el oportunismo por estar en todos los saraos de la gente guay del país. Así, una puede decir que es cantante con una voz de mierda, y vestir las mayores mamarracheces con un peinado de panocha siempre y cuando sepa no descuidar sus buenas e influyentes amistades... pero eso sí, ante las fruslerías de la fama o el dinero pueden los mendas así poner cara de que las disfrutan solo de forma "irónica", un poco al estilo Warhol, qué listos. Podría hablarles también de Cristiano Ronaldo, que me molesta bastante, de la rabia que le estoy cogiendo últimamente a Leire Pajín -"compañeros y compañeras", pero ¿eres boba o qué?-... No me olvido de la insigne alcaldesa de Valencia, o de todos esos tipos que trabajan para la Cope, El Mundo y demás medios destinados a vivir de tantos y tantos españoles resentidos que han encontrado en Zp y los rojos la excusa perfecta para proyectar su rencor sobre una democracia que no asimilan.


Claro que, en cuanto apago la tele o la radio y regreso a mi propia vida, las canalladas de Pedro J. o los abdominales de Ronaldo se quedan en poca cosa ante mi vecino del octavo, el que coloca el coche en doble fila y me lanza agua todas las noches cuando riega sus plantas. Y eso no es nada: la cosa se pone peor cuando llego a mi trabajo y me encuentro a esa media docena de tipos y tipas que, al cruzárseme en el pasillo, habría que ponerme un sismógrafo para medir el nivel de rabia que en la escala Richter me produce tener que compartir, de alguna forma, mi vida con ellos. ¿Merecen mi odio? Sinceramente no lo sé, pero es como lo que una vieja amiga me dijo: "es lo que tiene eso de ser fea, que una no lo elige".



¿Y los que me odian a mí? Los hay, no tengo ninguna duda, aunque sospecho que la mayoría no están dispuestos a asumir el esfuerzo y las incomodidades de intentar dañarme, de manera que han optado por olvidarme... y en todo caso tienen el buen gusto de hacer como que no me ven cuando se me cruzan por el camino. No sé si merezco su rencor: me digo que "fue un malentendido aquello que pasó", "tuve un mal momento", "no pretendí nunca que"... Tonterías, eran unos idiotas y se merecían lo que les dije o lo que les hice... O quizá no, pero ellos cargaron con las culpas de tantos y tantos a lo que debí decir a tiempo lo que pensaba de ellos y la cosa terminó pudriéndoseme dentro. No es bondad ni espíritu reflexivo lo que me impide a veces ceder a mis primeros instintos: bastaría que me doliera continuamente la pierna como al Doctor House para que el tipo más o menos sensato y amable que ustedes conocen dejara lugar al hurón malhumorado y lleno de cólera que llevo dentro.




No pretendo extraer ninguna moraleja de toda esta impúdica exhibición de los horrores que pueblan mi alma, y eso que seguramente no les he contado los peores. Pero hay algo que sí me sirve cada vez que me acuerdo de Heráclito, aquel primer profeta de la historia de Europa, el cual reprochó al tierno rapsoda su ingenuidad por anhelar un mundo del que estuviera ausente la discordia: "conviene saber", dice el de Efeso, "que el conflicto es común a todas las cosas y que la discordia es justicia...No hubiese armonía si no existiesen agudo y grave, si no hubieran macho y hembra, que viven en mutua oposición."




El verdadero sueño dogmático del que debe sacarnos Heráclito es el de la reconciliación universal, el de seguir mirando a un horizonte donde los leones no persigan a los ciervos, los poderosos no utilicen su poder o se pueda dialogar -como creen quienes se toman demasiado en serio a Habermas- sin ataduras, ni presiones... Como si fuera posible vivir sin que los demás nos pusieran condiciones, como si en cada paso que damos no estuviéramos sujetos a los vientos de lo que otros desean hacer con nosotros, los que nos aman, los que nos odian y los que simplemente esperan al momento en que les seamos útiles.




De vez en cuando -deben ser síntomas de envejecimiento- se instala en mí la bobería de colegio de curas que me incita a intentar sofocar los fuegos que crecen a mi alrededor. A mí, que aunque ustedes ya han descubierto que soy bastante cabrón me sobra pereza para la crueldad, no deja de fascinarme la tenacidad con la que algunos de los que me rodean se entregan al odio, lanzándose a guerras despiadadas con vecinos, familiares o compañeros de trabajo. La resistencia en el rencor, la resuelta voluntad de intentar destruir al elegido a cada momento y con cada acto, llega a horrorizarme de tal forma, que algo dentro me dice que tengo que intentar que la sangre no llegue al río, que he de sofocar los fuegos y aplacar las furias.

Ridículo. El polemós mantiene vivos muchos de los fuegos que este mono malintencionado viene encendiendo sobre los páramos del planeta desde hace un millón de años, luego es mejor no rezar más por un mundo sin conflictos. Los hostiles cuidan de nosotros, nos obligan a estar alerta, como los gatos, que nunca duermen del todo; el enemigo nos impide relajarnos. Y además tiene algo casi erótico: debe ser eso tan profundo que se agita dentro de los espectadores del circo romano o de las luchas de chicas en el barro lo que conduce las miradas de todos cuando dos se enzarzan en la más encarnizada de las batallas. Suelo pensar que soy mejor en el amor que en la guerra, pero sospecho que es una ingenuidad: solo podemos amar con verdadera pasión aquello que estamos a un paso de odiar. No es el miedo que tengo a hacer daño o la vocación scout de apagafuegos que me asiste cuando me encuentro la discordia lo que puede hacerme valioso, por más que suele ser eso lo que más dicen valorar en mí aquellos que, sospecho, no me quieren ni me odian lo bastante.




"No es vuestra piedad, sino vuestra valentía lo que ha salvado a los náufragos", dice Nietzsche. No dejemos secarse el jardín de la discordia, no sea que después no quede sino el yermo.














Saturday, March 13, 2010













1. ABARATAR LA DEMOCRACIA, esa es la fórmula que con demasiada frecuencia viene usándose en los últimos tiempos para solucionar problemas en España. No me crea una gran preocupación patriótica que en el extranjero -y muy especialmente en naciones como Gran Bretaña o Francia, históricamente propensas a vernos como un infierno de inoperancia- España esté sustituyendo la imagen de "país milagro" por la de península norteafricana cutre, tribal, corrupta y feudal. Yo creo que, en estos casos, es mejor no dejarse atraer demasiado por los extremismos, tanto para no dejarse fustigar por quienes en el fondo celebran que nos vaya mal a los del sur, como por ese casticismo al revés que disfruta flagelándose -lo cual tiene bastante de mesiánico y de noventayochismo trasnochado-, como si fuera un destino e irremediable que a España siempre se le acaben desmoronando todos los gigantes que consigue levantar.


El asunto que se ha liado en torno al Juez Garzón está siendo leído en esos términos más allá de los Pirineos. En Hispanoamérica no conciben que una personalidad tan brillante sea perseguida de esa forma por sus propios compatriotas, los cuales más bien habrían de estar orgullosos de tener por fin a su Gandhi, su Luther King o su Mandela. Sin entrar en la demagogia de si aquí solo nos alegramos de tener al tontarras de Fernando Alonso o a la voz de pito de Penélope Cruz, creo que -para entender la soledad del Juez en su propio país- será bueno recordar lo mucho que han dicho nuestros escritores sobre el cainismo hispánico: "mucha sangre de Caín tiene la gente labradora", versó Machado en las tierras de Alvargonzález.


No quiero en cualquier caso darle demasiadas vueltas a los supuestos invariantes eternos del cuajo celtibérico... Al final, la cosa es bastante simple: a Garzón lo van a intentar apartar de la carrera judicial porque él se lo ha buscado. Hace como unos veinte años, en una supuesta feria literaria alternativa me topé con el ejemplar de un libro escrito por un periodista vasco asociado al independentismo que prometía en la portada "desacreditar" la imagen del Juez Garzón, el cual había conseguido astutamente deslumbrar a muchos ingenuos. Ojeé brevemente el volumen y decidí no perder ni un solo segundo más con la sarta de mentiras, supuestos improbables, teorías conspirativas y demás memeces con las que se me pretendía convencer de que el Juez de la Audiencia Nacional ordenaba torturas o asesinatos y conculcaba todo tipo de derechos. "Que daño le ha hecho Garzón a los violentos", pensé... y olvidé aquel torpe escrito para siempre.


Desde entonces, el tiempo no ha hecho sino confirmar una evidencia que, en realidad, es de puro sentido común: quien osa ir sistemáticamente contra gente poderosa vive sus días y sus noches asomado al abismo. Garzón ha tenido el coraje de llevar a la práctica el principio de que es una obligación de la Justicia acabar con la impunidad, esa cosa terrorífica en la cual se instala el crimen cuando se hace tan fuerte que llega incluso a convertirse en institución. "Un mundo sin miedo", tituló Garzón a uno de sus ensayos, todo un programa de acción y el síntoma de una cierta ingenuidad utopista -como si se pudiera de verdad acabar con los matones, los explotadores, los que abusan, los que aterrorizan-... acaso una ingenuidad sin la cual no podría sostenerse ni un minuto un personaje tan extremado, tan imponente...

No es preciso recordar la legión de enemigos que el juez de la Audiencia Nacional ha ido buscándose. Pero hay algo en común entre políticos corruptos, sátrapas sudamericanos, terroristas de Estado, asesinos creados por el fanatismo político o racista, narcotraficantes... coinciden en creer en sus mejores momentos que son intocables, que van a poder seguir robando, ordenando torturas y asesinatos y amedrentándonos a todos porque no va a haber quien se atreva a plantarles cara. Qué pequeños parecen entonces los felipistas que todavía quedan y nos recuerdan que Garzón es arbitrario en las instrucciones; qué desfachatez la de Pedro J.Ramírez y toda esa derecha tan cínica y tan mísera que jaleaba al juez cuando perseguía al Señor X y ahora, cuando -con idéntica voluntad de hacer justicia- va contra su gente, lo convierten en poco menos que el demonio; qué ridículos aquellos que insisten en que tiene ansia de protagonismo... Qué insignificante resulta todo lo que se mueve desde hace más de dos décadas contra Garzón, hasta qué punto puede llegar la mezquindad a unir contra un solo hombre a Pinochets, terroristas de Estado o etarras que se han pasado la vida disparándose entre ellos.

Hace ya tiempo que dejé las medias tintas con Garzón. Si llego a viejo explicaré a mis nietos que aquel hombre al que no conocieron era el mejor de entre nosotros. Baltasar Garzón es la figura más excepcional que ha dado en treinta años la democracia española. Por eso van tantos poderosos contra él, por eso debemos resistirnos, aunque no debamos llevar una camiseta con la inscripción "yo también soy Garzón"... ya me gustaría serlo.

2. LIBERTAD DE EXPRESIÓN. Suelo andarme con cuidado con este concepto porque estoy un poco resabiado. Me pasa como con la "objeción de conciencia": son principios claves de la lucha por los derechos civiles, pero terminan apropiándoselos con frecuencia grupos que en su origen se dedicaron a luchar contra ellos. En este país, por ejemplo, creo que por falta de ilustración y por exceso de desfachatez, hablan de "libertad religiosa" continuamente quienes han vivido eternamente felices imponiendo la intolerancia de la "fe verdadera" a machamartillo, es decir, quienes no tienen mayor temor que el de perder los privilegios que determinan justamente que la libertad de conciencia siga siendo inexistente. Podríamos hablar también de quienes defienden la libertad de elección para poder elegir servicios que no alcancen a los pobres, o quienes hablan en nombre de la libertad económica frente a la supuesta "voluntad intervencionista" de los gobiernos cuando ven en peligro sus oscuras tramas empresariales o simplemente se les recuerda que hay que pagar a Hacienda. En cuanto a la libertad de expresión, cuántas veces es esgrimida por toda esa legión de delincuentes que gobiernan la prensa del corazón y viven de destrozar las vidas de las celebridades que ellos mismos han inventado.

Por todo ello, y para evitar ambigüedades, creo que es bueno referirse al asunto de las fotos censuradas en estos días en el Museo Valenciano de la Ilustración y la Modernidad. Esta muestra anual de las mejores imágenes del año montada por la Unió de Periodistes contiene fotografías que incitan a la reflexión, que contienen esa capacidad para connotar que distingue los productos realmente interesantes de todo ese juego de imágenes oficialistas con las que, por ejemplo el Canal Nou, se contenta el mal periodismo. Pues bien, aquí estamos ante un caso de libro de libertad de expresión conculcada. Tiene todos los ingredientes: un segundón patético que se chiva al jefe cuando la exposión se inaugura, un jefazo que -sin ver las fotos- ordena arrancarlas, el escándalo que se monta y el jefazo que miente al decir que fue "de mutuo acuerdo" con el director del Museo, el director que dimite por dignidad, el escándalo que estalla definitivamente y crea un ejército espontáneo de defensores del director, la exposición que se reinaugura en otra sala que se llena hasta los topes y se convierte en símbolo de resistencia contra los abusos de poder... En fin, no hace falta seguir, todo suena a muy visto, pero a muy visto en aquellos tiempos en los que salir a la calle a decir lo que uno pensaba todavía era peligroso.

Me recuerda a aquello que hacían nuestras madres de arrancarnos las páginas de Interviú donde salían tetas, que las arrancaban y uno se quedaba con las ganas y pensando en que si algo no te lo dejaban ver es que tenía que ser muy bonito. Me pregunto qué hay en dichas fotos que nuestros queridos gobernantes -sin duda por nuestro bien- consideran que no estamos preparados o mentalmente maduros para contemplar. Es un poco ridículo todo esto, la verdad, aunque ayuda a que todos nos sintamos un poquito más jóvenes. Yo de Camps mandaría a los grises e inauguraría un par de pantanos, a ver si se completa el escenario del esperpento neofranquista.

3. PREPOTENCIA. Me deja tan frío que eliminen al Madrid como que gane la Copa de las Galaxias, pero sí tienen cierta gracia sus debacles por la repercusión que tienen en la prensa deportiva, donde automáticamente se desencadena todo un dispositivo de propaganda destinado a ilusionar a la gente con nuevos fichajes, presionar a los árbitros para que chinchen al Barça, cargarse al entrenador o hacer crecer la teoría de que en Europa hay un contubernio contra España. Sin duda está dirigido por los judeo-masones. ¿Por qué atacar al Madrid? Pues porque el Madrid somos todos, ¿no lo sabían?

Lección para mis alumnos: la prepotencia es el primer paso hacia la debacle. Desde Titanic sospecho que el iceberg que ha de hundirme es un pequeño trozo de hielo que vaga abandonado por el océano. No lo veo venir, parece insignificante, pero está ahí, esperando pacientemente hasta el momento de salir a mi encuentro. Despreciar al rival no es un síntoma de poderío ni de talante aristocrático ni de ninguna de esas banalidades líricas que gustan a quienes no debieron jamás abrir un libro de Nietzsche: la prepotencia es en realidad un signo de barbarie. Es bueno sentirse capaz de todo, sentir el orgullo de ser quien se es, pero creerse mejor o pensar que el rival es un idiota... no conozco peor manera de equivocarse. El estrépito que produce el culo del soberbio cuando cae solo merece una sosegada sonrisa. Aunque si alguien tiene problemas de vocabulario seguro que a esto lo llama "envidia", qué le vamos a hacer.

Friday, March 05, 2010













DINERO







Durante gran parte de mi vida, acaso por una ingenua interpretación de los textos de ese ídolo de juventud que es Nietzsche, consideré que era cosa de hombres pequeños y envidiosos reprochar a los ricos su riqueza. En realidad, ya entonces sospechaba que en ningún sitio puede encontrarse mayor colección de estafadores, ladrones y desaprensivos que en una reunión de potentados, altos ejecutivos, financieros y especuladores, por más que creo que uno ha de tener la lucidez suficiente para ponerse del lado de los débiles solo al precio de saber que estos están más o menos hechos de la misma pasta que los triunfadores. Sin embargo, me parecía cosa de mal gusto retorcerse de rabia sobre el sillón mientras un millonario se pone hasta el culo de caviar beluga, entre otras cosas porque no tengo especial interés en comer dicha marranada. Ni siquiera suelto espumarajos por la boca cuando veo al Mr Burns de turno con una superwoman, quizá por ese romanticismo de desear que, puestos a que se acuesten conmigo por dinero, mejor me voy de putas, y porque, en el fondo, siempre he sospechado que las chicas superpijas y monísimas follan de pena.




No soy, por supuesto, impermeable a la envidia. Deseo fervientemente ciertas cosas que otros tienen, y algunas de ellas podrían adquirirse con dinero. Sin embargo, advierto que aquello en lo que los hacendados suelen emplear su fortuna raramente es objeto de mi deseo. Podría lamentar, por ejemplo, no cenar esta noche en Oscar Torrijos, no tener una entrada de palco para el fútbol o no poder esquiar este sábado en los Cárpatos, pero, la verdad, creo que lo que esta noche amenaza con robarme el sueño no son tales cosas. Daría cualquier cosa, por ejemplo, porque Emery me pusiera el domingo en Mestalla. Envidio mortalmente a quienes tienen tal oportunidad, pero, aparte de que si Emery cometiera tal error haría el ridículo y el estadio entero se mofaría de mí, entiendo que este tipo de cosas, como la mayoría de las que realmente deseo, como ser más guapo, más listo, menos perezoso, que me quieran más las chicas o que mis padres no enfermen ni mis sobrinos sufran, no voy a conseguirlas con dinero. En suma, y pese a a que a algunos les suene a tópico de conformistas y perdedores- qué demonios querrá decir eso de ser un perdedor- sospecho que no se es más feliz por ser más rico. En todo caso, se ha de trabajar mucho más, cosa que no me apetece en lo más mínimo y se ha de ser mucho más cabrón que yo, que tengo pereza para la crueldad y no disfruto chafando cuellos. También se puede ser un pijo heredero que no ha pegado golpe en la vida, pero los que conozco son completamente incapaces de valorar lo que han recibido, pues jamás tuvieron paladar para degustar el sabor de todo aquello que poseían. Es así de limitada la condición humana: solo llegamos a encontrar la poesía de un vaso de vino y un cigarro sobre una mecedora cuando hemos pasado el día entre el sudor y el barro de la viña.




No me gustan los ricos, y no pienso caer en la candidez de cierto viejo conocido, adicto a las películas de Frank Capra -ya decía mi abuela que "hay gente pa tó"- que se cree todavía que al rico se le puede ablandar el corazón con buenas palabras. Sin embargo, me parece igualmente cándido aquel hábito de pensamiento, muy hispánico en el fondo y también muy hipócrita, que parece poder despojar al dinero de cualquier valor. Los anglosajones, al contrario que los católicos, construyeron su prosperidad a partir de la convicción de que el esfuerzo de perseguir el enriquecimiento tiene un valor espiritual. La tradición católica explica que, por ejemplo en el imaginario quijotesco de los españoles, se considere el dinero como cosa de judíos, usureros y contables, gentes mezquinas y habituadas a trabajar con las mismas sucias manos con las que se cuentan las monedas, algo despreciable en tierras donde lo deseable es ser hidalgo o clérigo. Sería un miserable si no supiera agradecer el dinero que mis padres emplearon por ponerme gafas cuando perdí vista, sufragar mis aventuras juveniles o comprarme los libros del colegio.



Quiero pensar que mis reservas hacia la obsesión por el dinero van por otro lado. Lo diré de una vez: no paro de encontrarme personas que no parecen tener otra obsesión en la vida que llenarse de pasta. El deseo de atesorar les ha convertido en seres odiosos. He conocido personas -gentes muy normales y cercanas, no hablo de grandes cresos ni de aristócratas de Frank Capra- que eran capaces de los peores engaños y las deslealtades más despreciables por robarte. He prestado dinero a presuntos amigos que pasaron años sin perder ni un segundo en preocuparse por devolvérmelo, como si a mí ganarlo no me hubiera supuesto ningún esfuerzo. Alguno, por cierto, no lo devolvió nunca, y es probable que crea que me he olvidado de la deuda solo porque jamás he vuelto a recordárselo, seguramente porque tengo la ingenua pretensión de que no soy yo quien tiene la obligación moral de insistirle sobre el asunto. Recuerdo a un tipo que me robó a mí y a otras personas y que acabó presentándonos un documento de su psiquiatra que lo presentaba como "ludópata y adicto a las compras", que es como las ciencias de la mente llaman ahora a ser un maldito ladrón hijo de perra.






Conozco personas con tanta desfachatez que no se sustraen a la tentación de mostrarte su preciosa casa, su nuevo coche o sus exóticos viajes, parte de lo cual consiguen a costa de timarte, no cumplir con las obligaciones profesionales con las que otros hemos de cargar o explotar miserablemente a pobres desgraciados.






Money, money... En su imprescindible La filosofía del dinero, George Simmel explica que el dinero instaura en el mundo contemporáneo una cultura que mercantiliza todas las relaciones humanas. El dinero convierte todo en lo que Marx llamaba valor de cambio, es la abstracción que fetichiza los bienes y reduce lo cualitativo a pura cuestión de cantidad, lo que revela el destino neurótico y cosificador del capitalismo. A modo de vector nivelador, el dinero lo traduce todo, incluso lo más refractario a las equivalencias, al cinismo de lo intercambiable: todo tiene un precio, todo puede comprarse con dinero. Desde del mito del Rey Midas, es decir, desde siempre, sabemos que no hay peor forma de equivocar la propia vida que creer que todo puede comprarse. No es otra la maldición de Caín, el agricultor, personificado en la inolvidable del Citizen Kane de Orson Welles. Podrido por la fortuna que ha ido atesorando, Kane, trasunto del magnate Randolph Hearst, cree poder obligar al mundo a amar la horrible voz de su esposa, nefasta cantante de ópera, cree poder obligar a ella a amarle, cree poder coleccionar la belleza del arte encerrándola en su delirante palacio de Xanadú. Al final, Kane muere abandonado por todos los que llegaron a quererle, rodeado de todos sus estúpidos fetiches en una estancia inmensa donde los espejos reproducen su imagen con una recurrencia infinita... Sólo un insignificante juguete, la miniatura de una casita en la nieve, le trae en el último momento el sabor olvidado del ser humano que arrancaron del único verdadero paraíso, la infancia, pero Kane ya no puede entenderlo y muere en la inflación de su enloquecida ambición.





Pobre y perdedor, debería sentirme fatal conmigo mismo, pero no sé qué me pasa... no lo consigo.