Saturday, December 27, 2008








HOMBRE MUERTO






Cuando se estrenó Appaloosa, se dijo que se trataba del mejor western rodado desde Sin perdón. Se habla con frecuencia en esos términos por qué la mayoría de varones de más de treinta años vivimos a la espera de que el cine del Oeste regrese con toda la fuerza con la que entró en nuestras vidas cuando éramos críos. Según mi madre, yo llevaba a todas partes un sombrero de vaquero con el que incluso dormía, y creo recordar haber sufrido entonces una crisis de identidad, pues cuando me abrí la cabeza el médico que me puso los puntos, advertido de que yo era un pistolero de la pradera, me recordó que cuando le curaban de un flechazo comanche ningún héroe a caballo que se preciara podía quejarse, con lo que el tío cabrón pudo coserme el cráneo a placer sin que le rechistara. Superé aquella crisis y me quité el sombrero, y creo que es de la sanación -el regreso a esa mierda que llamo mi "yo auténtico"- el mal del que verdaderamente aún no me he repuesto.







Supone además otras dos injusticias. La primera es que para buscarle parangón al film de Clint Eastwood habría que ser algo más exigente de lo que algunos están dispuestos a ser con Appaloosa, un film respetable por su elenco de actores y por algunos hallazgos fotográficos y olvidable por todo lo demás. La segunda es que queda sistemáticamente relegada al olvido Dead man (1995) de Jim Jarmusch. Este film es un western a todos los efectos, excepto que no lo parece. La mirada del narrador sobre el tiempo salvaje de la conquista del Oeste es profundamente deconstructiva, ya que presenta todos los elementos del imaginario tradicional -desde los bandidos a las putas, desde los indios hasta el duelo a pistola-, pero los revuelve de manera tan irónica que al final nada llega a ser lo que pretendidamente es.



Hay un detalle del film que ya no podrá olvidárseme. Un consumo de peyote por parte del indio denominado Nadie que acompaña al protagonista (Johnnie Depp) en su particular excursión a los infiernos, le revelará que ese misterioso forastero llegado en tren desde el Este es en realidad un trasunto del poeta William Blake... y que su destino no es otro que la muerte. El protagonista -también llamado casualmente William Blake- en realidad está muerto, y "no se debe caminar con un hombre muerto". Nadie -llamado así por su origen mestizo, ni indio ni blanco, a medio camino de todo y condenado por ello a vagar en solitario por el purgatorio de la identidad negada- desoirá el sabio proverbio y terminará hallando la muerte junto al cadáver metafórico del hombre al que acompaña. Explican los antropólogos que en las tribus primitivas es común apreciar la muerte -como el nacimiento- en tanto que fenómeno puramente simbólico. No existe pues eso a lo que nosotros llamamos la "realidad biológica": soy miembro de la tribu y existo significativamente solo en tanto he pasado por el ritual a través del cual la tribu viene desde muchas lunas atrás integrando a los nuevos en el ciclo simbólico que constituye su cultura. Lo demás no tiene valor, ni siquiera la muerte tiene el valor de fatalidad biológica que nosotros le otorgamos... La fuerza de los muertos no se obtiene por el hecho irrelevante de expirar, sino por el poder que se le confiere al extinto a través de los rituales funerarios. Nadie como el muerto puede ya a partir de entonces influir en la vida de la tribu, tomar presencia en los ritos y comparecer en los sueños.


Me interesa ese valor metafórico de la muerte. El cine de terror lo ha explotado convirtiendo en fatal maldición la incapacidad para morir, como en los relatos de zombis o vampiros, o jugando con fantasmas, como en esos relatos donde uno deambula inútilmente de aquí para allá sin saber que él es el muerto. Pero no es exactamente esa dimensión siniestra la que me interesa. Ni siquiera aquello que me dijo un viejo de que muchas personas que aún vivían y a las que él conocía habían muerto ya, llevaban muertas casi desde hacía medio siglo, ya no actuaban como actúan las personas con vida... En realidad, lo que me pregunto es si ya estoy muerto... si, de alguna manera, el indio descubriría en mí los rasgos de quien ya ha pasado a formar parte de los ciclos rituales de intercambio simbólico en calidad de muerto.






Ayer volvió a mi mente la película de Jarmusch. Pasé por la escuela donde trabajé durante años. Mañana invernal de sábado en un pueblo entre montañas. Las calles vacías, la gente escondida en sus casas, la escuela obviamente cerrada. La rodeé caminando, conozco las interioridades de aquel lugar como las cicatrices de mi cuerpo... Recuerdo perfectamente el día en que trasladamos toda suerte de enseres junto a los alumnos desde el viejo instituto, aquel que amenazaba con desmoronarse si no huíamos pronto. Ayer vinieron tantas cosas a mi mente que tuve que acelerar el paso para no echarme a llorar. Me dejé muchos jirones de piel allí, pero el día en que fui trasladado de destino decidí marcharme sin despedirme. Como si nada, por la puerta de atrás, con la más absoluta de las discreciones... ¿Por qué? Quizá porque entre nosotros, al contrario que entre los primitivos, la muerte no significa absolutamente nada, como tampoco el recuerdo. Nadie cree en el valor de esos rituales de despedida que llevamos a cabo con desgana y un poco para alegrarle el día al que se marcha. Lo que uno se ha dejado en los años de pelea, y lo que le debe al lugar donde ha peleado, no puede pagarse con una comida en el bar y un aplauso, no hay contra-don capaz de intercambiar todo esa mundo vivido.


Aprendí eso el día en que mi ex-mujer, después de haberme pasado una década tractorando palmo a palmo para labrar el yermo del amor, intentó abrazarme a modo de ritual de despedida y agradecimiento por los servicios prestados... Y yo me negué. Me gusta la imagen de ese entrenador que, habiendo sido despedido después de años de ganar ligas y copas, abandona el estadio por el tunel, en solitario, con la cabeza alta y en silencio... El arte de la desaparición, la elegancia de salir por la puerta del foro cuando uno descubre que su papel en el escenario ha concluido. Me seduce mucho más esa imagen que la de un gilipollas aplaudiéndote unos segundos antes de ponerte pingando porque en el fondo te detesta. Así es en las despedidas de compañeros de trabajo, como en las bodas, como en los premios literarios...








Mientras paseaba alrededor del instituto me preguntaba si quedaba algo de mí en él, algo por lo que, de alguna manera, mereciera la pena recordarme. En cualquier caso, sé lo que queda en mí, que no sospechaba que algún día cuando regresara lo haría como ayer, como una sombra del pasado, sin ser visto por nadie, dado que ni siquiera quienes se me cruzaron diariamente durante ocho años me reconocen ya, puesto que no esperan mi visita. Fue como si en realidad fuera el futuro, como si, cuando yo aún vivía allí, el fantasma de las Navidades Venideras me hubiera llevado al futuro y, mostrándome la desolación del lugar donde ya apenas me recordaban, me hiciera desfilar por aquel mundo al que yo ya no pertenecía.


Pero el mensaje de ese viaje en el tiempo no es el de portarme bien con mis alumnos o mis compañeros para dejar un buen recuerdo: el olvido de las demás personas es algo que no solo no me asusta sino que, en cierto modo, incluso me relaja. El verdadero mensaje es el de que debemos vivir cada segundo como si fuera el último, intensamente, sin pensar que estamos labrando para el porvenir ni que seremos recordados.
Algunos de los esfuerzos más intensos y entregados de mi vida han quedado en la cuneta, no he obtenido ningún fruto de ellos, solo la gelidez del olvido y del desagradecimiento. ¿Merecieron la pena? Sí, porque incluso cuando yo me convencía de que estaba labrando para algún tipo de gloria venidera, lo que en verdad me complacía tanto era la mirada cómplice de quienes me acompañaron. Mi esfuerzo sincero y mi buen humor, las burlas en torno a la cena de los días laborales -esos que según Gil de Biedma son los "que tienen la razón"- eso es lo único que realmente hizo grandioso cada uno de aquellos momentos... la luz que entraba desde la ladera de la montaña por los ventanales del aula, el suspenso perdonado al pobre chaval que pasará la Navidad cogiendo oliva, la carcajada obtenida por el chiste en el momento oportuno... Todos esos recuerdos -como dice el replicante de Blade runner- se perderán para siempre con mi muerte.


Piensen en aquel cuento de Borges... unos hombres que, tras beber del río de la inmortalidad, pasan siglos vagabundeando en busca del mismo río que les permita retornar a la condición mortal. Esos hombres, como los dioses o los ángeles, nos envidian, pues tenemos la capacidad de gozar o sufrir de cada instante como si fuera el último. No pasa un solo segundo sin que lo tenga presente, me aterra y, sin embargo, me otorga la fuerza de un cíclope.







No puedo pensar como los héroes griegos o como los guerreros normandos que mi objetivo es la gloria... No aspiro a ser memorable ni a que cuelguen mi camiseta en lo alto del pabellón, eso en todo caso queda en mi alma y en la de los pocos para los que de alguna manera fui realmente importante. Lo que en realidad me interesa es este instante, uno de los últimos de este año 2008 que ahora termina y que he vivido con toda la intensidad que he sido capaz.

No sé cuál es el sentido de la vida, pero creo que los alienígenas a los que pregunta Woody Allen en Recuerdos de una estrella tienen razón: "la vida no tiene sentido, pero sí puedes hacer algo por el mundo: cuenta mejores chistes"

No vuelvan demasiado a donde fueron felices. Feliz 2009, idiotas.

Saturday, December 20, 2008











MISTER SCROOGE





El Espíritu de las Navidades Pasadas tiene motivos sobrados para pasarse alguna noche por mi habitación y quitarme el sueño. No lo entiendan como un acto de contrición –entre otras cosas porque no es un sacerdote lo que necesito- pero la víspera del nacimiento del hombre cuyas palabras y hechos unen a un tercio de humanidad y la proximidad del Año Nuevo me hacen pensar que es un buen momento para recordar que todo lo que me hace infeliz tiene mucho más que ver con lo que yo hago mal que con los designios del Destino, el empeño del Dios Apolo en castigarme sobre el mismo talón o la maldad congénita de mis vecinos, mis amantes o mis familiares. Rectifiquemos, pues.

Empiezo por dejar claro que no voy a dejar de fumar. Los fumadores y exfumadores empedernidos que conozco no lo entienden, pues les parece irrisoria la cantidad de nicotina que mis pulmones consumen diariamente. Lo que no saben es que yo, al contrario que ellos, no fumo nerviosa y compulsivamente para tranquilizarme… fumo porque me gusta endemoniadamente, tanto que –siguiendo los mandatos del hedonismo clásico- mesuro con rigurosa atención este hábito porque pretendo no darle a nadie la oportunidad de recordarme que Dios castiga a los que gozan. Yo, que me entiendo con Dios bastante mejor que muchos que presumen de tenerlo de su lado, le saludo amistosamente por las noches cuando, después de cenar, me enciendo ceremonialmente un cigarrillo y lo consumo poco a poco, sin confundir la placentera tarea con ninguna otra, salvo la de mirar las estrellas, demorándome en cada bocanada con la misma voluptuosa lentitud con la que, unos minutos antes, me habré bebido una copa del mejor vino que mi bolsillo haya podido permitirse.

Aplico esta decidida voluntad de no dejar de disfrutar de los placeres mundanos a todo lo que no es el tabaco y el vino, ustedes me entienden, y no asumo más voluntad de rectificar que la de calcular de qué manera gozar de todo ello más intensamente y durante más tiempo. Sospecho que, en contra de lo que siempre me han dicho, Dios no me enviará al infierno salvo si en el lecho de muerte el fantasma de Mr Scrooge me hace rebobinar mi biografía para demostrarme lo aburrida que ha sido mi vida. ¿Apatía consumista y relativismo moral? Sí, es lo que diría el Papa si me leyera, pero es que Ratzinger es uno de tantos que vino al mundo para hacernos pagar su incapacidad para divertirse convenciéndonos a los demás –a veces a hostias- de lo bueno que será para nosotros llevar una vida patética y aburrida de cojones.

En cuanto a la sequedad del corazón –instalada hasta las trancas en el alma de Mr Scrooge- no acabo de verme en la tesitura de tener que amar más. A lo largo de mi vida he idolatrado a personas que no se lo merecían… No tengo la sensación de haber violado ni por un momento aquel mandato de Walt Whitman: “Pobre de aquel que camine una sola legua sin amor”. Por cada momento de placer que he disfrutado del amor, la vida ha dejado sobre mí una tremenda cicatriz… y alguna duele todavía. Si el Espíritu me desvela, que sea para pedirme que aprenda a amar con tanta ciencia como aprendí a fumar y a beber… o para dejarme el corazón en paz, pero son los excesos sentimentales los que llevan media vida desvelándome, no su ausencia, que sospecho que no me habría de dar más que ronquidos.

¿Viajar más? ¿Volver a leer libros de poemas? ¿Cuidar más las amistades?... Yo, en realidad, creo que mi gran problema es el estrés. Si de manera tan petulante hablo de mí en este post es porque creo que, en el fondo, este es un mal compartido por casi todos los que trato. Algunos de mis allegados han arruinado su salud mucho más por esa mierda que por drogarse, vagar por los Mares del Sur o alternar con mujeres de la vida. El estrés es un cabrón, pues, como el colesterol, que resulta del hábito de hacer “lo que conviene”, como comer o como trabajar diligentemente, nos envenena por saturación de disciplina y autoexigencia. Hay quien se estresa para que le quieran más sus compañeros de trabajo, lo cual es muy loable aunque profundamente estúpido… Hay quien lo hace para darle caprichos caros a su cónyuge… Hay quien teme a la marginación, quien intenta expiar alguna culpa del pasado, quien no soporta la posibilidad de dejar de dar pedales a su ritmo de vida ni un momento. No sé cuál es exactamente mi causa. Sé que, debido a mi deficiente socialización, mi mala cabeza y mi indisciplina natural, que me hace propenso a la haraganería, adaptar mi ritmo cardiaco al de la vida laboral me convierte en un minusválido moral, capaz de olvidarse de que lo que tiene al lado en el sofá, el ascensor o la cama es una persona y no el botón de on y of.

Fiel a la tradición, que en mi biografía salpica con misteriosa insistencia las vísperas navideñas con algún tipo de calamidad, tengo la oportunidad de recuperar en estos días el olor -tan inconfundible- de un hospital. El corazón de mi padre ha quedado retenido unos días en la ITV del General. Deberíamos visitar de vez en cuando lugares como la sección de cardiología. Siéntense al lado de uno de esos ancianos que se pasean –a veces arrastrando la percha del gotero- por los pasillos de esta especie de purgatorio que es un centro hospitalario. Hablen con él. A lo mejor es un tipo con el corazón infartado por las preocupaciones… a lo mejor se llama Mr Scrooge y les enseña el futuro, el desierto en el que se convertirá su vida si no dejan de preocuparse de gilipolleces y recuerdan, sosegadamente, que –como enseñaba Omar Kayyam- Dios habita en el fondo de un vaso de vino. Feliz Navidad.

Thursday, December 11, 2008







MONGOL




El estreno del film sobre el joven Gengis Khan me inclina irremediablemente a recordar una de las figuras más decisivas de mi imaginario personal, Marco Polo. A primera vista, la conexión puede parece algo arbitraria, lo sé. Cuando Gengis forjó el imperio de las estepas, Niccolo y Matteo Polo, padre y tío respectivamente de Marco, ni siquiera habían nacido. Fue Kublai Khan, nieto del conquistador, el gran emperador de Oriente a cuyo servicio -si son ciertas todas las historias que contó a Rustichello en su cautiverio genovés- vivió como embajador y gobernador de remotas regiones chinas el aventurero veneciano que ha pasado a la historia con el nombre de Marco Polo.

El film de Sergei Bodrov es francamente recomendable. Le cierra el paso a la condición de obra maestra un cierto hermetismo en el perfilado del personaje central -cuyo verdadero nombre de origen es Temudgin-, enigmático en su mirada y en sus afectos... acaso demasiado enigmático. También presiento en la batallas esa manía tan del cine de Extremo Oriente -aunque ésta sea propiamente una película rusa- de exaltar la emoción épica con acciones de intrepidez sobrehumana y mortífera eficacia. La maravillosa fotogenia de las frías estepas y la capacidad del narrador para asociar la forja de un héroe grandioso con la de una comunidad a golpe de infortunio le confieren a la película un atractivo incuestionable.






Este aspecto, el de la hostilidad del espacio estepario, el frío, la desolación de las grandes extensiones vacías, la vida a caballo, la comida magra y pensada solo para la supervivencia, el dolor de la muerte violenta de los seres queridos... Sin esa cercanía apremiante de la muerte Temudgin no habría sido Gengis Khan ni las hordas nómadas de jinetes mongoles habrían conquistado China. La primera escena del film es reveladora. Tras la mirada torva del hombre encarcelado, se esconde la voluntad inquebrantable de un líder y la fiereza de un lobo...Sabemos que Temudgin escapará, se lanzará como un demonio sobre los carceleros, pero antes habrá necesitado encontrar -siempre la encuentra- la ayuda de algún aliado imprevisto. Quiero pensar que Gengis no unificó los clanes mongoles por ser una bestia sangrienta, sino por ser sabio. Al principio, cuando aún no es sino el jefe de un pequeño clan, consigue atraerse algunos guerreros de su "hermano de juramento", Jamuka, porque tiene la habilidad de no abusar de su liderazgo y quedarse tan solo una pequeña parte del botín que obtienen con cada batalla. Jamuka montará en colera, será el inicio de una gran querella que culminará cuando Temudgin se proclame khan de todos los ejércitos mongoles e inicie la conquista de su imperio.



La guerra... Todo proviene según Heráclito de ese mismo fuego. La guerra define en todos sus contornos el mundo mongol. Incluso la leche, el producto que con todos sus derivados mejor define la ruda aportación mongola a la gastronomía china, es arma de guerra en la biografía de Temudgin, ya que su padre Yesugei es precisamente envenenado con un cuenco de leche. Esa muerte no es más que un jalón más en una sucesión de promesas incumplidas, robos, secuestros, venganzas y rapiñas que atraviesa la vida de Temudgin desde niño. El miedo del hombre que traiciona a su padre, seguro de que aquel niño con ojos de lobo tomará venganza, decide asesinarlo, pero la ley mongola trae la maldición a quien mata a un niño, de ahí que el hijo de Yesugei haya de vivir como esclavo dentro de un cepo durante mucho tiempo hasta que crezca y pueda ser asesinado sin irritar a los dioses. A partir de ahí, su vida es una sucesión de huidas. Sus encuentros con el lobo blanco en la montaña de los dioses, la angustiosa necesidad de aguantar el dolor, el hambre y el frío, su milagrosa capacidad para eludir la muerte una y otra vez terminarán forjando a un hombre excepcional. Gengis Khan fue el personaje de leyenda que la estepa necesitaba para unir bajo un solo rey y un código legal simple y estricto a toda aquella disparidad de tribus, hordas y clanes que había vivido entre la guerra y la alianza durante siglos.




¿Y Marco Polo? Su estancia en China coincidió con los tiempos más esplendorosos del dominio mongol, justo cuando el Gran Kublai se atrevió a lanzar a sus barcos a la conquista de Cipango, con el desastre que, por una terrible tempestad, nos han revelado los memoriales de la corte de Bejing. (Kambaluk, en aquellos tiempos) La familia Polo y otros aventureros de Europa, que se atrevieron a internarse en Asia aprovechando la ruta de la seda y las caravanas de mercaderes, trajeron las primeras noticias de gigantescos movimientos de poblaciones y ejércitos -más allá de las tierras codiciadas por los cruzados- que llegarían a poner en serio peligro la supervivencia de la cristiandad, acosada en sus fronteras desde entonces y durante siglos por aquellas hordas de hombres de ojos fieros y pequeños -"busca una mujer de ojos pequeños, Temudgin, los ojos grandes dejan entrar sueños y demonios que vuelven locas a las esposas"-.






¿Mintió aquel mercader? Dejo esta discusión, apasionante sin duda, a los historiadores expertos en la materia. Parece cierto que algunas sombras en el relato que le hizo a Rusticcello y que inquietó considerablemente a los inquisidores, el Libro de las maravillas, delatan contradicciones propias de un fabulador al que, en ocasiones, podía tentarle en exceso la posibilidad de encantar a los jóvenes que le escuchaban con ojos como platos en los muelles de Venecia. Se le han atribuido en falso importaciones chinas como la de la pasta o la pólvora, y hay incluso quien piensa que jamás viajó más allá de donde estuvieron muchos otros que murieron en el más absoluto de los anonimatos.


Hace diez años un turista entró a la Catedral de San Marcos, huyó de entre las turbas cargadas de cámaras con flash, se alejó unos metros con su mujer, contempló unos segundos la fachada de aquella Iglesia hecha por ángeles... Se puso a llover sobre la Serenísima, y él vio a un adolescente soñador llamado Marco mirando al océano, esperando que su padre Niccolo y su tío Matteo regresaran después de tantos años y le llevaran, entonces sí, con ellos hacia Oriente. No hay duda de que aquellos dos rudos mercaderes regresaron cuando ya se les daba por muertos. Decían tener que regresar para cumplir un encargo del Gran Kublai... Y se llevaron a Marco. ¿Mintieron? Alguien ha dicho que cuando la leyenda supera a la realidad es mejor escribir la leyenda. En el peor de los casos, Marco Polo fue un grandioso contador de historias.

Yo por mi parte he decidido seguir dentro del sueño. La plaza de San Marcos fue, hace diez años, uno de los últimos lugares que consiguió hacerme llorar. En el lecho de muerte, cuando alguien intentó ponera a Marco Polo en paz con Dios y hacerle confesar que no había contado más que mentiras, el viejo moribundo replicó: "Si no conté ni la mitad de lo que ví".








Saturday, December 06, 2008







HUESOS








Mi amigo Paco Fuster me ha hecho llegar un libro con el que francamente estoy disfrutando, El infierno imbécil, una colección de artículos publicados en distintos diarios por Martin Amis durante los años ochenta. Alguna vigencia, algún encanto particular deben tener estos textos para que a una editorial española se le haya ocurrido traducirlos veinte años después. Amis le pasa factura a algunos de sus autores norteamericanos predilectos, desde Saul Bellow hasta Philip Roth, pasando por la pendencia tabernaria entre Norman Mailer y Gore Vidal. No tiene pierde, como diría mi abuela, el artículo en que relata su entrevista con el enigmático e irritante Truman Capote o el de las horas que pasó Amis en Palm Beach, la milla y media más cara y deseada del mundo, donde sintió hasta que punto la riqueza obscena que cultivan los yanquis puede llegar a ser asfixiante y digna de lástima.


Igualmente nos relata, con precisión de reportero que oculta la ironía del intelectual en campaña, las reuniones y festivales de fanáticos religiosos que apoyaron con toda su alma a Ronald Reagan y a su "Revolución Conservadora". La vigencia de este artículo proviene de lo que pueda tener de profético. Hay un hilo conductor entre el espanto que sugiere el estúpido griterio eufórico del hatajo de fanáticos de la Biblia que nos relata Amis y el paisaje que, dos décadas más tarde, dibuja Richard J. Bernstein en El abuso del mal sobre el legado -siniestro e inquietante- que nos queda de esa y de las anteriores revoluciones conservadoras que han ido triturando todas las leyendas que, desde la promulgación de la constitución en Filadelfia en 1787, nos han hecho creer en los Estados Unidos de América como la guía espiritual de la democracia en el mundo.



El Mal, el mal con mayúsculas... la desfachatez con la que el dogmatismo religioso se pasea obscenamente por las villas de América explica que un ciudadano medio, formado en el rigor moral del pietismo o el culto a la ética del enriquecimiento heredado de la tradición protestante, se sienta seguro deambulando por el mundo sin tener ninguna duda respecto a quienes son los buenos y quienes los malos. Uno de los ejes del mal es nada menos que el evolucionismo. Con frecuencia escuchamos noticias respecto a los problemas que en tal o cual universidad del Middle West tienen los profesores de Biología para saltarse las Sagradas Escrituras. Pero no debería extrañarnos teniendo en cuenta que un zote como Bush ha gobernado durante ocho años la Nación, que en la América profunda hay una corriente atávica de rechazo hacia los intelectuales, y que en los USA, cualquier estrella mediática -desde Oprah Winfrey hasta un telepredicador con evidente aire de timador- constituyen garantía de verdad más respetable que todas las Universidades de Harvard que queramos levantar sobre el suelo.






Quizá por eso veo de vez en cuando con cierto agrado una serie que me han recomendado alguno de mis alumnos, Bones. Los autores han conseguido crear un sistema de equilibrios bastante razonable con la media docena de personajes que forman el elenco protagonista. En torno a la protagonista, una antropóloga forense llamada Brennan -y apodada justamente Bones- que se inspira al parecer en un personaje real que puso al servicio del FBI sus conocimientos sobre huesos humanos para solucionar crímenes, la serie consigue el encanto de convertir cualquier trozo de cartílago en un rastro para llegar hasta un asesino. Los sinuosos meandros de la atracción que surge entre los personajes en el recinto de la institución donde trabajan -el Smithsonian-, con ese juego de miradas y pueriles instintos de posesión que, si es inteligentemente dirigido, confiere cierto erotismo difuso a la trama, son sin duda parte esencial del éxito de Bones... Pero yo me quedaría con esa decidida vocación científica que consiste en darle sentido a un indicio aparentemente nimio. Tras haber acostumbrado a nuestros niños a que un idiota que sabe artes marciales se dediqué a fulminar a los malos a hostias, reconforta pensar que un estudiante de la ESO entienda que el verdadero héroe no va al gimnasio ni lleva una pistola con forma fálica, más bien usa la cabeza, no está seguro de a quien ama, tiene miedo cuando hay tiros ... y, para colmo, resulta que es mujer, pero no sexy ni explosiva.


La historia de la paleoantropología está por lo visto repleta de muescas de actos delictivos. Brennan es honesta, insoportablemente honesta en sus métodos y en su conducta moral, pero temo que el árbol genealógico de los buscadores de esqueletos está repleto de sinvergüenzas y manipuladores. Y es que la comunidad científica no necesita en realidad ser hostilizada por pietistas y creacionistas... lo que de verdad le gusta a los científicos es -como dice Woody Allen que pasa con los mafiosos- putearse entre ellos.


No sé si conocen la historia del "Hombre de Piltdown", pero la cosa tiene su miga. Apareció en 1922 en una cantera de Sussex, es decir, en plena Gran Bretaña. Se trataba de un cráneo humano con una mandíbula tremendamente primitiva. Por fin, pensaron los sabios de la época, el eslabón perdido, y encima entre nosotros, "aquí" en Inglaterra. Resulta pues que Adán era inglés y el paraíso, pese al viento tan chungo que corre por el Támesis, lo situó Dios un poquito al sur de la city. Lástima que el cráneo tuviera un par de años y la mandíbula que habílmente le encasquetó el desaprensivo que enterró el cráneo en el sitio adecuado para que alguien lo descubriera fuera nada menos que de un orangután. Un fraude científico como un castillo de grande, vamos. Lo curioso es que la comunidad científica no descartara definitivamente la validez del Hombre de Piltdown hasta cuarenta años después de su descubrimiento.


Hay varias teorías sobre el origen de esta impostura que habría hecho desear a Miss Bones nacer en esos tiempos. Según Stephen Jay Gould -imprescindible leer cualquiera de los ensayos de este excepcional naturalista y divulgador- el verdadero artífice de toda esta impostura fue justamente el presunto descubridor del cráneo, el paleontólogo William Dawson, el cual vio cómo en algún momento la bromita se le escapaba de las manos sin tener ya valor para echar la marcha atrás. Hay quien también incluye en la nómina de sospechosos nada menos que a Teilhard de Chardin, aquel fraile que, convencido de la imposibilidad de resistirse al torbellino evolucionista, optó por tratar de acomodar las nuevas teorías al dogma religioso, resultando una simpática ensalada por la cual las especies mutaban pero, cuando llegaba el momento de que el simio se volviera un poco loco y empezara a hacer cosas raras como bajarse de los árboles o fundar asociaciones de librepensadores, Dios intervenía para dotar de alma al barbilampiño de marras. (¿No les recuerda al monolito de Kubrick en 2001?)



Pero de todas las hipótesis, mi preferida es la que apunta José Antonio Pascual en su interesante ensayo (Revolucions en les ciències naturals. La nova visió de la Terra i de la vida), donde se baraja la posibilidad de que el verdadero autor del crimen fuera nada menos que Arthur Conan Doyle cuya residencia se encontraba muy cerca de la cueva de Piltdown. He aquí al padre de Sherlock Holmes creando la trama perfecta para que su personaje cobrara vida y terminara descubriendole a él -justamente a él- como autor del crimen. Y solo hubiera faltado que Sherlock se llamara Brennan, fuera una mujer y no hubiera llegado de Baker Street sino del Smithsonian de Washington. Un poco retorcido, pero sugerente.



Bromas aparte, no tengo ninguna duda de que la historia de la ciencia es la de la presencia de la política en todos los regímenes de verdad que han ido compitiendo en cada campo y a cada momento. Cuenta José Antonio Pascual que, apenas unos años después de que estallara la bomba de Piltdown, el anatomista sudafricano Raymond Dart se encontró con un cráneo al que terminó considerando como ejemplo de una especie antecesora a la nuestra, es decir, que aquel descubrimiento silencioso convierte al "Niño de Taung" en un verdadero "eslabón perdido", si es que les gusta a ustedes esta denominación últimamente en desuso. ¿Por qué se tardó tanto en aceptar la hipótesis de Dart -hoy ya no cuestionada- y se dio por bueno al Hombre de Piltdown sin apenas contrastar las pruebas? Es bien sencillo, si Piltdown no era una impostura, resulta que Adán era inglés, fumaba en pipa y era hincha del Liverpool... si la verdad estaba en Taung, resulta que nuestro origen es África.


Vaya, que llegamos aquí en una patera. Permitir a los biólogos hacer su trabajo tiene estos riesgos. Qué bien lo sabían Reagan y los telepredicadores.