Friday, July 11, 2014

ALFREDO DI STÉFANO

Alfredo Di Stéfano, no recuerdo un día de mi vida sin conocer ese nombre. Una de las razones por las que la edad te acerca a la sabiduría es que ya has visto cómo han empezado la mayoría de las historias con las que te encuentras. Saber que los pasillos por los que deambulas en una macrotienda de H&M fueron antes de un cine donde viste películas inolvidables te brinda una buena perspectiva; haber crecido con ese tipo que ahora procesan por corrupción te permite entender mucho mejor la historia que ahora relatan en el telediario; que quien se presenta como líder de masas se parezca demasiado a demagogos que ya conociste en otro tiempo te hace menos vulnerable que los jóvenes al engaño..

Hay sin embargo algunas leyendas que ya conociste como tales, eso te mantiene preso de la candidez con las que escuchabas su aventura en la infancia, pero, por eso mismo, arrastran un encanto irresistible. 

Yo no vi jugar a Di Stéfano. El mito me llegó como tal, no lo vi crecer, por eso siempre me pareció que había en él algo divino, el eco de proezas que le contaban a aquel niño y que se le figuraban sobrehumanas. Apenas imágenes en blanco y negro de goles formidables: para los héroes de aquellos tiempos lejanos sólo cabe el cantar de gesta, la tradición oral, ese rumor doméstico que no necesita las pruebas documentales -eso que ahora circula por todas partes hasta abotargarnos- para provocar el hechizo.

Más allá de su talento, de sus frases geniales, de los éxitos que logró como entrenador, de sus incursiones en el cine, Di Stéfano es una figura sociológica que puede ayudarnos a entender mejor lo que ha pasado en nuestro país en la segunda mitad del Siglo XX. Cuando mis padres emigraron a Alemania en busca de trabajo la autoestima de los ciudadanos españoles estaba por debajo del suelo. Europa nos veía con pena o desprecio, en la ONU no querían ni vernos, mendigábamos amistades como esos infortunados feos, pobres y con pinta de maltratadores que deambulan patéticamente por los bares buscando novia. 

Y llegó Alfredo. El Real Madrid era una entidad insignificante entonces. Llegaron las seis Copas de Europa. Mi padre, que obtendría noticia de aquello supongo que con las retransmisiones de Matías Prats, dice haber vivido aquellas finales con la fe absoluta de que, aunque le metieran uno o dos goles, el Madrid terminaría remontando. Quizá esa resistencia a la derrota, esa resolución con la que aquella camiseta se negaba a aceptar la derrota, constituye ese "espíritu madridista" del que hoy tantos siguen hablando como pretendiendo encontrarlo en la actual banda mercenaria de estrellas supermillonarias, tan alejada de aquel Madrid admirable del que yo aún llegué a reconocer algunos resabios en Pirri, Juanito, Camacho o Santillana. 

En Hamburgo o Dusseldorf, primeros años sesenta, los compañeros de fábrica no mostraban la más mínima simpatía por nada que tuviera que ver con España, pero cuando les nombraban al Real Madrid cambiaban el gesto y exhibían a grandes voces una sincera admiración: "¡Oh, Rial Madrid, Rial Madrid!". No podemos imaginar hoy, cuando nos movemos por Europa con absoluta naturalidad e incluso hablamos inglés, lo que supuso para aquel país tan gris poder presumir de tener al mejor equipo del mundo. Y aquello tuvo un artífice esencial: Alfredo Di Stéfano. 

No vi a Pelé, sí a Cruyff y a Maradona, y ahora veo a Messi, quien me parece digno de incorporarse a este poker de superdotados de la historia del fútbol del que tanto se habla, más cuando llega un acontecimiento de impacto como el Mundial de Brasil. Tengo razones para pensar que Di Stéfano era distinto a los otros. Él no salía al terreno de juego para lucir su descomunal talento, Alfredo se cargaba a las espaldas al equipo. Hubiera marcado aún más goles y hubiera lucido más de haberse quedado en el ataque esperando a que le dieran el balón, pero él prefería deambular por el campo participando en todas las batallas porque siempre entendió que su gloria sería inútil sin la gloria del equipo. En esa generosidad, esa grandeza de un hombre de extracción humilde, creo reconocer al héroe de una pieza, esa leyenda capaz de encandilar a los niños y hacernos creer a todos que los sueños, a veces, pueden realizarse. 

Friday, July 04, 2014



EL CLUB BILDERBERG

El Club Bilderberg se reunió en el primer fin de semana de junio en Copenhague. El hecho de que, entre otras fuerzas vivas de la oligarquía española, asistiera la Reina Sofía, y que apenas unas horas después del acto el Rey Juan Carlos anunciara su abdicación es todo un chollazo para los conspiranoicos. Escucho a una persona de mi entorno establecer conclusiones con una arrogancia tal que llega a resultar irritante: el Club Bilderberg viene decidiendo lo que ha de ser de nuestras vidas desde hace sesenta años. Lo del Rey es poca cosa, este grupo de personas selectas con enorme poder tienen en sus manos el destino del mundo. Deciden la guerra y la paz, determinan movimientos especulativos de enorme trascendencia para el mundo financiero, orientan la política geoestratégica de las grandes naciones... Desconozco si ellos decidieron que yo naciera -mis ingenuos padres sólo serían sus herramientas- y si ahora mismo está llegándoles al instante cada una de las palabras que escribo, pero voy a bajar la persiana no sea que el brillo que veo tras una ventana del edificio de enfrente corresponda a la recortada de un francotirador enviado por el Cesid. 

Bien es cierto que algunas peculiaridades del funcionamiento del club y el reglamento de sus reuniones abonan el terreno a las hipótesis conspirativas. La información sobre cada nueva reunión -lugar, día e invitados- circula boca a boca, de forma oficiosa; hay un estricto protocolo por el cual nadie puede revelar lo que se dice, al menos no dando el nombre del autor; los escoltas, ayudantes e incluso los periodistas tienen totalmente vedado el acceso... Al parecer el diario inglés The sun se empeñó en desvelar al mundo todos estos secretos, pero el reportero que intentó reiteradamente infiltrarse encontró terribles dificultades, y en algún sitio web se insinúa que desistió al ver incluso su vida en peligro. 

No creo en conspiraciones por la misma razón por la que no creo en los ovnis. Es el mío un razonamiento muy prosaico: se me hace más fácil pensar que un desaprensivo consigue pasta y notoriedad a costa de los crédulos que dar por cierto que unos tipos verdosos viven desde hace milenios entre nosotros y nos someten a un férreo control mental. Respecto a la conspiración, sospecho que a la gente le divierte creer que unos tipos encapuchados que cantan un himno a Satán se reúnen para decidir una crisis, y como mola mucho tragarse esta milonga no faltan quienes se presentan como héroes de la verdad que van a descifrarnos el gran secreto. 

Y el caso es que todo este sortilegio tiene una base de verdad. ¿Quién duda de que son una minoría de jerarcas, representantes de todos los órdenes del poder -el petróleo, las finanzas, la aristocracia, los media-, los que deciden el destino del mundo? Que Merkel y las grandes corporaciones a las cuales sirve fielmente ocupan inmensos espacios de decisión es algo que sabemos sin necesidad de leer revistas esotéricas, y desde luego, no parece que a esta señora le haga falta acudir al Club Bilderberg. La democracia es un timo, los ricos alteran los mecanismos del mercado para seguir ganando, a Olof Palme lo mató una secta de nazis que escaparon a los juicios de Nuremberg... en cuanto a Kennedy, ¿hace falta que les explique que se lo cargaron los servicios secretos de los EEUU?, hombre, por Dios. Todas estas impresiones pueden tener algo de verdad, pero su valor se ha de sostener sobre argumentos políticos, si nos remitimos al ocultismo nos divertimos más, pero no vamos a ninguna parte.

Los argumentos políticos son incompatibles con la conspiranoia porque jamás un buen análisis asume que un gran incendio nace de un único foco. Si hay poderosos que deciden por nosotros es en gran medida porque les dejamos hacerlo; si la gente se deja engañar no es porque los malvados dispongan de tecnología para someternos a hipnosis desde la tele o internet, sino porque la gente quiere que la engañen. La explicación de cualquier fenómeno de la sociedad contemporánea debe ser compleja porque nuestra civilización es cada día más complicada. Mola pensar que unos tipos como los de aquella secta que parodiaban en Los Simpson deciden hacia donde ha de ir a cada momento el mundo... O aquellos de la fiesta a la que imprudentemente insiste en acudir el protagonista de Eyes wide shout. Pero que mole no quiere decir que sirva para explicar nada.



Miren, yo no sé si ya han puesto chips en mis zapatos para tenerme localizado a través de un satélite y si ya tienen previsto que en unos minutos me voy al Mercadona a comprar madalenas y lacasitos. Imagino de conspiradora a Soraya Saenz de Santamaría y se me ocurre que si prestamos oídos a estas gilipolleces de la conspiración es porque no resistimos la idea de que los malhechores que nos manejan son en realidad gente bastante gris y cutre. La tendencia de los poderosos, de los Estados, de las instituciones que se supone que están para protegernos no es la de someternos a una estricta vigilancia y tenerlo todo bajo control, la tendencia es más bien la de abandonarnos a nuestra suerte, sacarnos la pasta mientras puedan y luego pedirnos que les volvamos a votar. 


De otro lado, la conspiranoia proporciona a algunos una coartada moral estupenda para recluirse en la pasividad y pasarse el día buscando chorradas en internet. Como una organización secreta -a ser posible respaldada por los marcianos o por las sectas merovingias y masónicas- domina el mundo, no tiene ningún sentido ir a una manifestación, votar, acudir a asambleas ni enfrentarse de ninguna forma a esa oligarquía que, se reúna o no en el Club Bilderberg, parece estar decididamente inclinada a fastidiarnos a todos. Y así, claro, mucha gente se avía mejor.