Saturday, June 27, 2009















MICHAEL JACKSON Y NEVERLAND

La idea, muy escuchada y leída en las últimas horas, de que “el personaje devoró al artista” es completamente cierta, pero deja escapar las razones principales por las que ahora mismo velamos un cadáver como si se tratara de un Dios recién crucificado. Michael Jackson fue, ciertamente, un artista genial, un innovador, un osado creador que transformó los códigos del pop, obligando a toda estrella que se precie a posicionarse sólo a partir de lo que él hizo. Yo he llegado a quedarme petrificado en medio del Carrefour mientras una pantalla pasaba el video de una actuación de hace veinte años. Esa misteriosa química entre el ritmo de la música y la danza, esa gestualidad integral, desde los pies hasta los gestos faciales… Ante las mamarrachadas de los héroes del rock duro o la gelidez falsamente erótica y provocativa de Madonna, se diría que Michael es “verdadero”, se diría que la tramoya del escenario y los vestidos de lentejuelas apenas añaden nada al chico de ghetto que muestra su habilidad natural para hacer feliz a la gente.

Pero no es solo un icono de la cultura porque tuviera gracia para moverse sobre un escenario. Desde Jackson -tanto como desde Elvis o Lennon- los artistas han de danzar en un escenario, dirigirse a los fans, posicionarse ante las guerras, crecer con estrés postraumático o sufrir de fobia social de nuevas maneras, lo cual supone que, de alguna forma, todos hemos de vivir de una forma nueva. De lo contrario no hablarían Internet o los telediarios de la nube de dolor que se ha extendido por el mundo tras la muerte del Rey. El personaje devoró al artista, sí, pero ya hace demasiado tiempo que hablar de Michael Jackson era hablar de algo más que un negrito que bailaba bien.

Baudrillard definió a M.J. como un “mutante solitario”. Nuestra era está llevando a sus últimos extremos la cultura que asocia la voluntad de autoconstrucción del sujeto proveniente de ideologías románticas del XIX con las posibilidades de transformación del cuerpo que deparan los avances de la tecnociencia. Cuando Baudelaire reivindicaba al dandy, no solo intentaba epatar a la bourgeoisie de París, estaba en realidad recogiendo toda una visión de la vida cuyo designio era la necesidad de construir la propia identidad. Explorado hasta sus últimos confines el principio ilustrado que exige la autonomía moral a un sujeto que ya no puede excusar su cobardía en las tutorías ya agotadas del Ancien Regime, lo que planteó el siglo XIX desde los Románticos y los Simbolistas hasta Schopenhauer o Nietzsche fue la radical indeterminación del ser humano, criatura obligada a “hacerse ser” en cada momento, sin más remedio que constituir día a día su propia verdad. Esa experiencia de la libertad que se reclama es angustiosa porque no deja más responsable de mi éxito o de mi catástrofe que yo mismo.

De esa tempestad filosófica las obsesiones de automodelaje que lideró Jackson son solo un pálido reflejo tamizado por la ideología consumista, una parodia si se quiere. Michael decidió cambiar centímetro a centímetro su cuerpo porque no le gustaba nada de lo que encontraba en él. Cuando me fijo detenidamente, todo en mi cuerpo –las bolsas en los ojos, la forma de la cabeza, las arrugas que empiezan a hendir mi sonrisa- testimonia el paso por el mundo de generaciones de gente de la huerta, de íberos, de judíos o de árabes, da igual, de mujeres que odiaban a sus maridos y de ramas genealógicas que vinieron huyendo de vaya usted a saber qué. ¿Por qué cargar con todos ellos? Michael empezó operándose la nariz porque dijo no querer que nada en su cara le recordara a su padre, un negro mezquino que vio en la explotación de sus pequeños la mina de oro que pasa su vida buscando inútilmente la mayor parte de la gente.

Pero aquello solo era una excusa. El neurótico perfeccionista que fue Michael en su profesión le llevó a aplicar la solución final todos los rasgos de “oscuridad” que le devolvía el espejo. Como con la Coca-Cola, el secreto de la fórmula para despigmentar la piel se ha convertido en leyenda urbana que, sospecho, va a sobrevivirle. ¿Por qué cargar con la condición de nigger? ¿Por qué, en realidad, cargar con cualquier condición? Michael representa en realidad una post-raza, su hibridación, completada con el desrizamiento del pelo, es la aplicación neuróticamente minuciosa de una tecnología de poder cuya superficie de operaciones es el cuerpo. De igual manera, Michael es un post-género, un andrógino al que ni siquiera hace falta la excusa gay para revolverse contra la condición sexual heredada. Todo puede elegirse. “Lo quiero todo… y lo quiero ahora”, es el principio supremo de la cultura del consumo, donde el producto privilegiado ya no es una mercancía sino los gadgets biológicos que nos proporcionarán el cuerpo que deseamos. Como los personajes de los cartoon de la tele, podremos caernos desde un precipicio y seguir tan campantes, podremos retorcer una y otra vez nuestra nariz, nuestros pechos, nuestros penes, nuestros labios… Dejaré, como Michael, de ser un hombre, un hombre que hace cosas que merecen la pena, y me convertiré en un monstruo de Frankenstein.

Deberíamos todos llorar a Jackson. Él encarna al dios de la mutación permanente que promete librarnos de todas las cargas que nos han subido a la chepa desde que nacimos. Ya no solo somos culpables de ser malvados o de haber fracasado, ahora también de ser feos, gitanos o tediosamente masculinos. Michael es artificial, una máquina en el sentido más Andy Warhol de la palabra… De alguna manera, ha preparado el camino para que el humano sea sustituido por la máquina, pues su proyecto es la exterminación de todo rasgo aleatorio, de todo aquello que nos cae encima simplemente porque nacemos.

Es indisociable de toda esta cultura del auto-self la tentación de irresponsabilidad que la sustenta. Se dice que Michael no quiso crecer. Es cierto, la condición adulta es pavorosa. Herencia del padre de los Jackson –un hombre pobre- es la pretensión de que el dinero lo compra todo. Pero no se puede comprar con dinero la inmortalidad, por más que Walt Disney esté criogenizado. Usted y yo sabemos que, a cada segundo, nos precipitamos un poco más hacia el envejecimiento y la muerte… pero ya aprendimos hace tiempo que esa era la regla del juego. Nadie puede ser más desgraciado que quien se cree con derecho –por su fama, por su dinero, por su talento, por lo que sea- a no aceptar esa regla.

Con cincuenta años parecía una criatura infernal, un engendro producido por una legión de cirujanos desaprensivos y codiciosos, incapaces de hacerle ver a él y a su familia que lo que necesitaba no era otra nariz sino ser internado en un psiquiátrico. Encerrado en Neverland, no dejo de imaginarme un país de pesadilla, lleno de estúpidos juguetes y colores pueriles para recrear la impostura de un mundo de muñecas, un reino falsamente apartado de lo único que es irresistible excepto para los dioses: el tiempo. Jamás creí que abusara de niños. Los tocaba, jugaba con ellos y los abrazaba, ¿para qué sodomizarlos? Podía incluso acostarse con ellos tan solo para que le transmitieran esa mágica intemporalidad en que vive la infancia. Quizá en eso consiste el abuso, la verdadera explotación de los niños, pero acaso entonces todos seamos abusadores de niños, pues todos buscamos en su proximidad un paraíso de irresponsabilidad que
se nos escapó para siempre.

Neverland es como el Graceland de Elvis o el Xanadú del Hearst que retrataba Welles en la figura de Kane: paraíso artificial, impostura de un reino sin dolor. Demasiado dinero y demasiada fama crean la falsa expectativa de que uno puede sustraerse a las reglas que rigen el cosmos. Peros tales mansiones son siempre el refugio del triunfador que ya no sabe a dónde ir. Neverland se llama así porque de allí ya no se sale vivo, no –como Michael creía- porque allá hubiera el tiempo de detenerse. La muerte se encarnaba en las infecciones, de las que se protegía neuróticamente con una máscara. Amaba a sus fans, pero temía que le tocaran, que le transmitieran la lepra, los piojos, la peste y todas las viejas pandemias de las masas famélicas. Visualizo al Michael de dentro de dos décadas, si hubiera sobrevivido, como la Norma Desmond de Sunset Bulevard, que empieza cuando una vieja diva del cine ya olvidada y su criado entierran solemnemente a su chimpancé en el barroco escenario de una mansión de pesadilla. Pero acaso no podía vivir. Dijo Cioran que “quien no muere joven, merece morir”. Quizá mejor así, antes de saber que el sueño es irrealizable y que termina convirtiéndose en pesadilla. Solo los desgraciados quieren ser Peter Pan hasta la muerte.

Apenas hay imágenes de Neverland, pero parece ser un parque de juegos para atraer a los niños, una casa de chocolate para Hansel y Gretel. Sin darse cuenta, Michael optó por intentar ser feliz viviendo en otros, haciendo felices a los niños. No tengo ninguna duda de que algo se le atravesaba por dentro como un cuchillo cuando los veía llorar y sufrir de hambre y de guerras. Nada es más escandaloso que el sufrimiento de los niños, y Michael veía reflejada su propia imagen infantil –niño explotado, sin derecho a la infancia- en la de aquel niño que acabó por traicionarle y provocó su ruina. De alguna manera, toda Norteamérica es un poco Neverland: un mundo irresponsable y pueril repleto de tío vivos y caballos de chocolate, un gigantesco parque de atracciones destinado a la euforia que termina reflejando el vacío de una existencia sin sentido.

Pero no se preocupen, no hemos perdido a Peter Pan. Ahora empezarán a promocionar todos sus fetiches hasta el hastío. Sus adoradores escamparán que fue asesinado, como Lady Di, por un contubernio de los altos poderes, o que en realidad, como Elvis, nos han hecho creer que ha muerto pero en realidad está vivo y pronto habrá quien diga que lo ha visto caminando por una calle de Jamaica o de Bali…









Saturday, June 20, 2009








ESPECULACIÓN






Resulta tentador formar parte del lloroso ejército de las víctimas. Son otros entonces los culpables de mis males... Lobos de mirada aviesa y a los que, si uno se fija un poco, resulta que les brilla un colmillo. La crisis económica que se ha instalado a lo largo y ancho del planeta se desencadenó a partir de las subprimes -hipotecas basura norteamericanas-, o lo que es lo mismo, ha sido la inagotable codicia de banqueros y especuladores la que nos ha llevado irresponsablemente a la ruina. Es posible que por el camino hayan caído con estrépito algunos cuerpos orondos, pero estamos muy lejos de tener que ir mirando al cielo cuando paseemos por Wall Street por si se nos echa encima algún millonario precipitado al vacío tras saber que sus acciones ya no valen nada. La razón, partiendo de la base de que quien se ha forrado de pasta es el más pillo, es que los grandes ejecutivos e inversores de este gran casino de especuladores en que se había convertido el capitalismo tenían ya muy bien pertrechados los paracaídas.

Este fenómeno explica por qué cuando se han intervenido bancos por los gobiernos en distintos países como EEUU o Gran Bretaña, los irresponsables gestores que habían llevado la empresa a la catástrofe hubieron de ser "despedidos" con multimillonarias indemnizaciones porque ya se habían encargado ellos anteriormente de blindarse por si esto pasaba. Paradojas estamos presenciando unas cuantas últimamente. Por ejemplo, se habla alegremente del regreso de la doctrina Keynes, aplicada con éxito desde el crack del 29 y que supone otorgar al Estado poder de intervención real en la economía. No se trata ya solo de funcionar como entidad reguladora, sino de convertirse en genuino inversor, todo lo cual supone la liquidación definitiva del sueño dogmático del liberalismo heredado de la tradición de Adam Smith: el principio de la Mano Invisible o, lo que es lo mismo, la idea de que el Mercado genera prosperidad en las sociedades sin requerir más regulación o control que su propia dinámica interna. Tengo la sospecha de que el renacer liberal de las dos últimas décadas, propiciado a partir de las doctrinas Reagan-Thatcher, era un poco de mentirijillas, un salto con red... Los grandes financieros siempre pensaron que podían aumentar la burbuja especulativa, pues el día que estallara ellos estarían blindados, y en cualquier caso el Estado acabaría interviniendo para reflotarlas y evitar el desastre. La paradoja consecuente la hemos presenciado en los últimos meses: al inyectar liquidez sobre las bancos, lo que está haciendo el ejecutivo español es pedirnos dinero para dárselo a los banqueros de manera que estos puedan después prestárnoslo... obviamente con un magnífico interés.
Claro que toda esta trama surrealista solo es una parte del relato de la crisis. Acabo de terminar el último ensayo que la admirable editorial Anagrama publica a Vicente Verdú, El capitalismo funeral. La crisis o la Tercera Guerra Mundial. Verdú cultiva un estilo de análisis que, dependiendo del humor del que uno se levante, puede llegar a resultar hipnótico o irritante, lo cual le acerca -todavía más- a su verdadera fuente ideológica: el filósofo francés recientemente desaparecido Jean Baudrillard, cuya mirada resultó siempre particularmente sugestiva pero también, en ocasiones, delirante. La prosa de Verdú guarda mucho del sabor los mejores textos de Baudrillard, una lógica misteriosa que parece hacerse fuerte a partir de su propia paradoja, un discurso seductor y que, de alguna extraña manera, se hace sitio solo a partir de su radical imposibilidad, como si sólo se pudiera decir lo que se dice a partir de la metáfora. ¿Retórica hueca y esteticista? Se recusa el pensamiento francés desde Lyotard y desde antes en esos términos, en gran medida por una asimilación simplista y por tanto cómoda de la etiqueta de "postmodernidad" . Leamos pues.






La metáfora que hace posible interpretar el mensaje del texto es la que asocia la crisis global que padecemos con ese concepto ya convertido en categoría filosófica llamado Tercera Guerra Mundial. Después de una larga fase de economías expansivas, las grandes potencias estarían ya maduras para dirimir sus diferencias a cañonazos. Si eso no ocurre -aparentemente- es porque ahora los cañones disparan algo peor que obuses de mortero y, sobre todo, porque los efectos devastadores de la guerra sobre el enemigo se están consiguiendo por otros canales menos sangrientos. Cierre empresarial masivo, colapso de la actividad inversora, paro, conflictividad social... Diríase incluso que la presencia masiva en nuestros arrabales de grandes edificios vacíos, de los que no pudo venderse ni una vivienda, son efecto de la bomba de neutrones, que mata a todo bicho viviente pero deja incólumes las instalaciones (cómo mola). En todo, y sobre todo en las mentes, nos hallamos en medio de una nueva gran guerra global. Esta hipótesis puede parecer sugerente -a mí, una vez leído el libro, me lo parece francamente- o la boutade de un sociólogo sin rigor académico y muchas ganas de epatar y vender libros.
No obstante, el punto en el que este luminoso escrito de casi doscientas páginas empieza de verdad a dejarme poso es ese en el cual pone entre interrogantes los clishés a los que hemos acostumbrado nuestro pensamiento en relación a la crisis. ¿Especulación y dinero tóxico? En realidad el capitalismo fue especulativo siempre. Jamás hubiera alcanzado el éxito si, junto a la mesura y el equilibrio del inversor tradicional, no hubieran aparecido esos aventureros que se dispusieron como visionarios a arriesgar capitales, mercancías y vidas para abrir una nueva veta de mercado en las selvas y los desiertos donde nadie se atrevía a internarse. La prosperidad que asociamos al capitalismo y de la que disfrutamos no se habría conseguido sin esa necesidad de aumentar el valor del dinero que obsesionó a quienes, como Luis de Santangel, tuvieron luces y osadía para financiar viajes tan delirantes como el de Cristobal Colón a las Indias. El ciclo se repite de forma recurrente, dice Verdú: cuando sobreviene una nueva crisis, el dedo acusador se lanza sobre los especuladores como genuinos responsables del desastre.


Este razonamiento, discutible pero sumamente astuto, conduce mi reflexión hacia la cuestión que da sentido a este artículo: ¿somos los ciudadanos simples víctimas de la maldad de los depredadores del capitalismo? No pretendo refugiarme en la comodidad del "todos son culpables", maximalismo que lleva la búsqueda de causas a un terreno tan difuso que estrangula la posibilidad de distribuir responsabilidades, pero creer que los culpables de todo son unos cuantos malvados es también una manera de no asumir las propias.

Seamos claros, la mayoría de las personas que conozco han vivido durante la última década por encima de sus posibilidades. La máxima de que endeudarse es sano, correlativa a la de que solo los cutres dejan de pedir préstamos al banco, ha sido un factor vertebrador de la conducta de los españoles durante estos años. Dejenme que les haga una pequeña radiografía del asunto.
Conozco personas que, cada vez que un inmigrante ilegal roba en el supermercado, la hija de los vecinos se queda embarazada o dos gays se casan, insiste en el remoquete de que "con Franco vivíamos mejor", pero se olvida entonces de que en los últimos años ha instalado un sistema de calefacción maravilloso en toda la casa, se ha comprado un coche de veinticinco mil euros y paga televisión por cable para ver el canal de Play Boy y los partidos del Madrid. Conozco a tipos muy grises y muy paletos que me han explicado cómo poner la boca para beber vino y la diferencia entre el caviar de esturión y el de salmón... ellos, que jamás supieron distinguir el tocino de la velocidad y que se pasaron la vida viendo películas de Ozores. Algunos se consideran expertos en invertir en bolsa y se han llenado la casa de libros hermosos que no piensan leer y DVDs que jamás visionarán.
Este país está lleno de listos. Conozco a funcionarios muy traumatizados por las últimas debacles electorales de la izquierda que se las arreglan para pillar duros de las maneras más corruptas y mezquinas. Hay simpáticas ancianitas que alquilan casas como las de el piso que tengo arriba, y que pueblan sin contrato y de forma cíclica de prostitutas que simulan orgasmos tremendos a las cinco de la mañana, solteros que organizan fiestas y me inundan de agua el balcón... Cada vez que pido cuentas a la ancianita se me escapa por peteneras, me reconoce que son "una gentuza", pero no parece tener la más mínima intención de reprenderles ni pierde la alegría que mensualmente le supone cobrar una buena pasta en negro a fin de mes con la que se va con sus amigas a jugar al bingo. Eso sí, las vecinas que le conocen "de toda la vida" dicen que es una gran persona y que comulga semanalmente y me ponen mala cara cuando les muestro mi visible irritación.

Las frases típicas de usureros se extienden a toda la ciudadanía, lo cual quiere decir que también se extiende el espíritu y la ideología de tales hijos de puta: "Su dinero me interesa", "la empresa debe ganar siempre" o mi preferida "Ese no es mi problema"... Fórmulas de este tipo, por lo visto aprendidas en libros de autoayuda para convertirse en líder me llegan y no de labios de depredadores de Wall Street, sino de mis vecinos, mis amigos y mis compañeros de trabajo. Este país está lleno de listos que creen poder vivir sin trabajar, merecer ostentar grandes fortunas, robar impunemente a la comunidad... y que no tienen después ningún recato en echar la culpa de todo a ZP o a los inmigrantes.





Seamos sinceros: es la alegría con que la gente común ha acudido al banco a pedir gigantescos créditos para comprarse casas nuevas con garaje a las que creían tener derecho lo que ha propiciado la actual angustia. Conozco muchas personas que han comprado varias casas pensando que el precio seguiría subiendo y que después las venderían y se forrarían. Es un procedimiento muy astuto y perfectamente aceptable dentro de la lógica del capitalismo financiero en que nos hallamos, pero democratizar los procedimientos especulativos no los hace más nobles ni menos tóxicos. Si la culpa es de Madoff, entonces la culpa es de todos los que especulan, es decir, de millones de ciudadanos.




Dice Verdú: "Para que una burbuja financiera se forme no basta con el ansia y la astucia del especulador, sino que es indispensable la colaboración entusiasta de mucho público"

No dejo de acordarme de lo que me contó un viejo cajero de banco cuando el episodio de la estafa del Forum Filatélico, cuyos afectados parecen estar muy convencidos de que debe ser el Estado, es decir todos, los que sufraguemos su insensata genialidad de creer a quienes les ofrecían duros a dos pesetas. "Me venían clientes del banco de toda la vida que querían acciones del Forum ese... Yo les decía que eso no estaba claro, que tuvieran cuidado... Y todos me contestaban lo mismo, que su vecino se había forrado y que ellos no querían quedarse atrás, que era de tontos no invertir"



Verdú explica este fenómeno magristralmente en El capitalismo funeral: "Se afirma también en las informaciones sobre la crisis que ha sido la extrema codicia de unos cuantos desalmados la que ha llevado la economía al abismo, y efectivamente los vicios de la avaricia o la codicia pueden abocar a la perdición (del cuerpo, del alma, del equilibrio mental), pero intervienen otros factores menos prestigiosos como el miedo a perder dinero, la imitación del vecino o la confianza en la multitud que resultan ser consustanciales en los diferentes crashes. Estilos del tiempo que crecen en periodos de estabilidad y llegan a la euforia a través de catalizadores como pueden ser la facilidad para fantasear -gracias a la prosperidad y el crédito fácil- con los cambios de vida, las transformaciones de estatus, las traslaciones de lugar y, en general, con toda la ideología propia de una cultura de consumo, dentro del capitalismo de ficción"




Hay que leer y reflexionar. No he conocido un tiempo en que la reflexión y el debate fueran tan necesarios como éste. Fue Ortega quien lo dijo hace casi un siglo, pero la frase no tiene ni una arruga: "lo que nos pasa es que no sabemos qué es lo que nos pasa".













Saturday, June 13, 2009







EL TRIUNFO




1. El triunfo es casi siempre más difícil de digerir que la derrota. La imagen es obscena, el alborozo insulta incluso a quienes no encontramos bando derrotado al que aliarnos en el duelo. Ojalá sólo fuera capaz de enojarme -o solazarme, como alguno de mis amigos- con la arrolladora evidencia de la Fealdad. Pero lo que mi sentido arácnido detecta en la pornográfica exhibición de gestos triunfales es la amenaza. Vae victis, ay de los vencidos! Pero los vencidos no son el equipo rival, sino todos aquellos que pensamos en una comunidad regida por los estilos y principios justamente opuestos a los que esta foto representa. Algunas personas solo parecen haber sido educadas para la guerra: su embriaguez ante la victoria denota baja condición, falta de escrúpulos... una mezquina necesidad de convencer al mundo y, en especial, a los enemigos, de que vencer es lo único realmente importante. Pero la Falla no solo exhibe en primer plano al ninot de colores chillones y gesto airado. A la vez entran en la sala dos palmeros, contenidamente sonrientes, dueños de su propia gestualidad como les enseñaron en los Maristas y en el clinic de líderes para el siglo XXI... Secundarios a su pesar, no obstante... Rita es la imagen más expresiva y concluyente de lo que significa ganar en las urnas: no hay corrupción, no hay abuso urbanístico, no hay desmantelamiento de los servicios públicos, no hay devastación educativa... tampoco hay agua, pero de eso la culpa la tiene ZP, ya se sabe. Vae victis.





2. Asisto a la muestra de lo mejor de Cartier-Bresson en el Museo de Artes de Castellón. Admirando sus paisajes humanos -tan simples, tan cargados de sentidos y valores al mismo tiempo- se me hace más pastosa que nunca la vieja discusión sobre si la fotografía es arte, sobre si el fotografo retrata o crea... Ganas de calentarse la cabeza. Cartier supo siempre qué era lo que le interesaba de este mundo y fue a por ello, aunque hubiera de recorrer el planeta entero en los años en que un occidental en China era una rareza propia de un cómic de aventuras. Subidos a la máquina del tiempo, podemos comparar la foto de la alborozada mujer de arriba con el hombre que aparece de frente a nosotros, en las escaleras de la Bolsa de Nueva York. Hincha el pecho, lanza su sonrisa autosatisfecha sobre nosotros, que no somos capaces de llegar a su altura porque no lo merecemos. Quizá esté cerca la Depresión del 29, quizá ese tipo creso y cretinamente ostentoso estrelló su cuerpo contra el suelo desde muy arriba aquella noche del crack. Todos morderemos el polvo, pero quienes llegan a lo más alto a costa de chafarle el cuello a los demás... esos son los que muchas décadas después resultan más ridículos cuando los retratos se hacen inmortales, cuando el tiempo ha puesto ya en su sitio la insignificancia de las ambiciones humanas.


3. El fresco de la Gran Depresión que Cartier-Bresson nos ha legado no habla solo de la mezquindad de tantos y tantos palurdos con traje y sombrero que creyeron que la burbuja de la ganancia seguiría inflándose eternamente. Pese a la leyenda de los cuerpos de multimillonarios que se arrojaron al vacío desde los rascacielos de la Séptima Avenida, las peores consecuencias de la crisis la sufrieron los pobres. El paro, la miseria, el hambre... Quienes no han pasado largas temporadas de desempleo desconocen lo que significa ver como transcurren las horas inútilmente, esa sensación de indigencia moral con la que uno se mira al espejo de la sociedad, esa frustración que no te abandona ni un minuto y que te hace preguntarte si tu presencia en el mundo tiene algún sentido. Ningún político debería alzar los puños ante una victoria electoral... Acaso sea esa mi definición del pudor.







4. Cartier-Bresson estuvo en todas partes. El siglo XX es tan suyo como de Tintin, el jazz o el western. Los aliados han entrado ya en Alemania. La mujer que baja la cabeza con aire avergonzado acaba de ser reconocida como delatora de los nazis. La otra mujer que la señala dice haber sido denunciada por ella. La primera está amedrentada por una multitud que la observa con gesto reprobatorio. La segunda ostenta una sonrisa histerizada, más bien una mueca que señala urgencia, exigencia moral de linchamiento. Se ha convertido en líder de una multitud porque la condición de víctima vengadora le legitima para ello. El nazismo es una de las mayores monstruosidades de la historia, desde luego. "Yo nunca lo habría hecho", nos decimos a nosotros mismos. Y jubilosamente decidimos que la segunda mujer es de nuestro bando y la primera es un monstruo. Visto ahora es ciertamente fácil, demasiado fácil. Mejor que no nos veamos en las mismas...






5. Hay mucha violencia en la celebración. No me atemoriza Cristiano Ronaldo ni me acomplejan sus músculos. Quien se acostumbra a recoger el elogio y los gritos de admiración por todas partes termina perdiendo el sentido de la orientación y sintiéndose el más desgraciado de los hombres. Las fotos de Cristiano con Paris Hilton, festejando con miles de euros en champán francés el fichaje por el Madrid, son la prueba de que el dinero y la fama, por sí solos, solo producen espectáculos zafios y de mal gusto. En plena crisis, Florentino Pérez y su Real Madrid postmoderno gastan cifras monstruosas en fichar a las mayores estrellas del firmamento futbolístico. Dice tener perfectamente trazada la hoja de ruta para terminar volviendo rentables todas estas inversiones. Y sus hipnotizados oyentes asienten con un simple acto de fe. No veo ningún valor positivo en toda esta trama. No hay nada que me provoque afinidad con esta estrella narcisista. Gimnasio, exhibicionismo, dictadura de la estética, dinero rápido, nada interesante que decir... Creo que el fútbol es otra cosa. O quizá soy yo el iluso.



6. "¿Qué hay escrito en las líneas de la mano?", decía una de las viejas canciones de Radio Futura compuesta por Santiago Auserón. Johanna Ganthaler apareció hace unos días en los periódicos porque al perder el billete de avión se libró de morir en el vuelo 447 de Air France, estrellado a unos cientos de kilómetros de las costas de Brasil. Viajando en automóvil por Austria se estrelló apenas unos días después contra un camión en una autopista del centro de Europa. No puedo evitar acordarme de aquella vieja historia, La Muerte en Samarkanda. Un hombre se encuentra a alguien que cree reconocer como La Muerte. Temiendo que le esté llamando, huye despavorido hasta Samarkanda. El Rey envía un emisario para presentarle una queja a la Muerte, pues va por ahí asustando a sus súbditos. "Extraño que aquel hombre huyera", contesta en tono exculpatorio La Muerte al emisario, "pues mi gesto no era el de que me acompañara en ese momento, sino el de emplazarle a encontrarnos unos días después en Samarkanda". Nunca he sabido muy bien qué significa eso de creer en el destino, y no dejan de darme grima quienes presumen de que está escrito y de que hay expertos en descifrarlo. Sin embargo, si analizo mi trayectoria biográfica, sí observo que son detalles muy azarosos, muy particulares, puros detalles aparentemente condenados a la insignificancia, los que han determinado las rutas que mi vida ha ido tomando. No hay manera de saber, en cualquier caso, qué es lo que nos espera en Samarkanda.

Friday, June 05, 2009







EUROPA





Me hago mayor sin delicadeza, como dice en una canción Joaquín Sabina... Lo sé porque, por ejemplo cuando padecemos una campaña electoral, ya no me ilusiono, ni tan siquiera me indigno, simplemente contemplo con cierta sonrisa cínica el espectáculo y pienso en la cantidad de farsas, iniquidades y terapias de grupo por las que tienen que pasar los profesionales de la Política con tal de poder seguir viviendo del cuento. En comicios como éste, donde ni los propios protagonistas parecen querer saber qué es exactamente lo que se está dirimiendo, lo advierto especialmente.




Hubo un tiempo en que Europa era algo por lo que merecía la pena soñar. "Lucho por Roma", dice el protagonista de Gladiator, "Roma es la luz", y él, sin embargo, jamás ha estado en Roma: es un bárbaro latinizado nacido en un recoveco del Imperio llamado Hispania. Soñar con la luz es pues propio de quienes no han nacido con ella. De igual manera, nosotros, como Máximo, pudimos creer que aquel tren al que humildemente soñábamos con subirnos conducía al paraíso. Pasamos demasiado tiempo viendo a Manolo Gómez Burr y a López Vázquez tratando de ligarse suecas macizonas en Torremolinos y a nuestros músicos dejándose melenas y cantando en inglés... El mensaje de la autocracia y el orgullo racial hispánico olía ya demasiado a apolillado y a cutrez tardofranquista como para evitar que nos ilusionáramos con la aventura europea. Había que entrar, nunca imaginamos entonces que después se abarataría tanto eso de ser europeo, pero para nosotros, los portugueses o los griegos, entrar en el círculo sagrado, aunque fuera como miembros de baja velocidad, era como saldar todas las viejas cuentas pendientes con la historia.




Uno de los debates más apasionantes de la intelectualidad española noventayochista tiene precisamente a Europa como eje. "Europeizar España", decía Ortega y Gasset, y Unamuno se oponía con aquello de "Españolizar Europa". Unamuno fue ciertamente un excelente escritor, pero dijo demasiadas gilipolleces a lo largo de su vida. Su apuesta no tiene más base que la soberbia cerril -el "idiotismo rural", que diría Karl Marx- propia de un paleto. Lo que muestra hasta qué punto hizo daño aquello fue el entusiasmo con que el franquismo, muchas décadas después, proclamó que España era la reserva espiritual de Occidente, aplicando con ello otro de los asertos unamunianos más reconocidos: "¡qué inventen ellos!". Europa jamás podría españolizarse más que en forma de parodia, pues para los europeos somos un país encantador para venir de vacaciones o jubilarse. El imaginario hispánico es intraducible, su lógica no puede trasladarse... Cuando algún pillo inventó para atraer el turismo aquel slogan de "Spain is different" sin duda dio en el clavo. De alguna manera, era cierto que África empezaba en los Pirineos: no fue otro el resultado del triunfo de la España reaccionaria en la Guerra Civil. Había que ser muy zote y haber leído demasiado al Guerrero del Antifaz para no soñar con algo más que revolcarse en la propia inmundicia.




El agigantamiento histórico de la figura de Felipe González está muy vinculado a la ansiedad por coger aquel tren. Como todo líder carismático, cuando alcanzó la mayoría absoluta y se empeñó en aquello de que "El Estado soy yo", Felipe empezó a pensar que la península era un aburrimiento y se largó al extranjero para promocionarse. Es algo parecido a lo que hizo después Aznar, si bien, ya puestos a abandonarnos, mejor hacerlo para deambular por el eje franco-alemán que para poner las patazas sobre la mesa del rancho de Bush en Texas. Felipe se presentó entonces como el guía habilitado para conducir al paraíso a este pueblo de bárbaros que llevaba tres siglos peleado con la historia, con su fracaso, su megalomanía quijotesca y un amargo y profundo complejo de inferioridad. Aquello pareció su obra, pero su verdadera habilidad radicó en advertir antes que otros que aquella ola era en realidad un tsunami y que era cuestión de oportunismo ponerse al frente: Europa no fue una decisión, Europa fue irremediable, nosotros no podíamos perder aquel tren, pero era el tren el que había decidido ya que no le interesaba dejar fuera a los países pobres del Sur del continente. Ciertamente, sentíamos el temor a perder el control sobre nuestro propio devenir económico, coyuntura que después iría trasladándose a lo político, lo social, lo cultural... Pero es que ya no quedaba otra opción.




La experiencia posterior evidencia la imposibilidad de resistirse a acabar con los hábitos autocráticos. Ni siquiera Yemen o Albania han podido aislarse del mundo. La ampliación de la vieja Europa Central fue necesaria como anticipo a la defitiva internacionalización de capitales y mercancías que llamamos Globalización: ese incontenible torbellino, el cual, si los viejos Estados-Nación no llegaban con un adecuado parapeto, podía revelarse como pura catástrofe. No sabemos si la actual Europa -con tanto desencuentro entre sus protagonistas y tantas decisiones importantes en suspenso- es el agente activo que siempre pretendió ser o tan solo un grumo que se resiste como puede a los embates que llegan de Norteamérica y Extremo Oriente. El europeísmo responde, en cualquier caso, a la acertada interpretación de que, frente a la incontenible pandemia globalizadora, los ciudadanos necesitan los pecios de algunas viejas instituciones nacionales -ahora europeas- a las que aferrarse para no terminar de naufragar.




Y entonces, si Europa lo decide todo, ¿por qué la abstención? Jamás pensé que Europa fuera un espejismo. ¿Por qué la gente parece pensar que lo del domingo es tan solo un plebiscito de popularidad de Zapatero? La primera razón que se me ocurre tiene que ver con la mezquindad de los padres de la patria, empeñados en desplazar la batalla europea hacia el terreno doméstico, el único en que tienen la sensación de que se distribuyen las cuotas de poder real de los partidos, como demuestra el hecho de que los aparatos suelen enviar a Europa a figuras ya amortizadas. Yo creo no obstante que esta maniobra resulta exitosa por un problema generalizado de falta de cultura política. Tengo la impresión de que la ciudadanía todavía no ha sido capaz de articular la mediación entre lo mundial y lo local. Asistimos en los noticiarios a las giras de Obama seguros de que algo nos va en todo eso, pero no acabamos de advertir que la Europa de la que formamos parte -aunque creo que muchos aún no se han enterado- no es un espacio común impostado a donde acudimos para defender nuestros intereses particulares. Ese principio que exigimos a los políticos -"defienda lo nuestro con firmeza"- y del que con razón acusamos a catalanes o vascos cuando acuden a Madrid, prueba que aún no hemos articulado un concepto de ciudadanía europea, que no hemos conseguido elaborar los lindes de una res pública de lo europeo.




¿Se puede aún creer en Europa? Mientras no suponga caer en el puro proteccionismo económico, la posibilidad de reconstruir un espacio europeo de gestión colectiva a través de instituciones supranacionales puede ayudarnos a contener algunos de los peligros del turbocapitalismo y la globalización, cuyos efectos más duros estamos empezando a experimentar. Europa, sin embargo, no tendrá credibilidad moral mientras no se constituya como proyecto abierto al mundo, proyecto civilizador en un sentido que ya no es obviamente el del viejo imperio, pero que sí recoge lo mejor de su legado. La posibilidad de influir a los extranjeros sobre la necesidad de la conciencia de ciudadano y el Derecho, las dos creaciones -junto a la lengua latina, lengua de la civilización- más indelebles de la vieja Roma.




Alguien dijo que los norteamericanos son de Marte y los europeos de Venus, que es como decir que Europa -consciente de que su historia es ante todo un interminable reguero de sangre- ha aprendido a pensárselo dos veces antes de abandonar para siempre la mesa de negociaciones y empezar a lanzar misiles. Este planteamiento tan reduccionista puede sonar incluso a hipócrita. Y, sin embargo, creo que hay algo de la mentalidad con que Europa interviene en foros mundiales que puede ser rentable. Una de las falacias lógicas más conocidas, el tercio excluso, podría invertirse para alumbrar una reivindicación europea de la paz mundial. Europa sería algo así como el tercio no excluso, y la reivindicación universal de todos los terceros, aquellos que ante cualquier foco de conflicto parecen no estar activamente implicados, por más que todas las consecuencias del conflicto le salpiquen.




Entiendo que pueda haber demasiado optimismo en este escrito. Entiendo que ver a personajes como Sarkozy o Berlusconi tomando decisiones importantes para todos los europeos convierte en ridícula cualquier aspiración a vender Europa como vector civilizador de las tribus del mundo. Quizá, pero me gustaría pensar que ese tren al que nos subimos de forma tan entusiasta otorga una carta de ciudadanía más honrosa que la de aguantar a tipos tan siniestros.

*Interesantísima fotografía, la de la barca sobre la que rema un joven y rutilante Felipe González. El acompañante es nada menos que Olof Palme, reconocido por el propio González como su "maestro jedi" y verdadero pater familias espiritual del ideal socialdemócrata del Estado del Bienestar.