Monday, April 30, 2007




APOCALYPTO Y LA TAREA DEL HÉROE.
Soy el primero en lanzar miradas de sospecha sobre el llamado "cine de masas". Algún día debatiremos sobre las proporciones del mal que sobre la mirada cinematográfica han hecho
La guerra de las galaxias, Tiburón, Superman o Instinto básico, gracias a las cuales mis alumnos pueden reirse de mí a gusto cuando les aconsejo asistir a ciertos estrenos donde ni hay "efectos especiales" ni le sacan las tripas a la gente ni la protagonista que está muy buena folla con Willem Dafoe, que resulta a su vez ser un marciano verde. Ahora bien, tampoco estoy dispuesto a comulgar con la tradición clericalizada de cierta "izquierda cultural", refugiada en las cuevas universitarias o en las páginas culturales de los diarios, cuyo presuntuoso elitismo podría verse en peligro si se les ocurriese decir que un film como Apocalypto merece la pena. Así los hay que, tras haber hecho enormes esfuerzos para rehabilitar westerns tan absolutamente magistrales como los de John Ford, continúan menospreciando joyas como Blade runner, La semilla del diablo o Sin perdón. Me crié y me enorgullece decirlo con cromos de fubolistas y tebeos de El capitán Trueno, hasta que entré en edad de merecer y entendí que debía hacer un esfuerzo para leer letras sin imágenes, y así empecé con El viejo y el mar, la historia de un heroe tan solitario como nunca jamás volví a encontrar. (En La Habana me dijeron que Gregorio, el pescador de los enormes marlines azules en quien se inspiró Hemingway, aún vivía en Cojímar con más de cien años y te daba una vueltita por cincuenta dólares, pero preferí quedarme con la leyenda y no fui a visitarle, por si su cara no era como la del libro, es decir, como la que imaginé desde los doce años). Por eso creo que cierto cine hecho para ser visto es mucho más contundente, más "muscular", tiene más pegada, como dicen en el futbol, que las películas del pelmazo de Peter Greenaway o algunas de las poluciones mentales con las que de vez en cuando nos obsequian Wenders o Lynch.
Mi segundo visionado de Apocalypto confirma algunas de las impresiones iniciales: es un film apasionado, aunque sea desde el cinismo, de sabor intenso y convicciones fuertes. Coincido con la crítica de que la visión de la cultura maya es reduccionista. Mel Gibson, enamorado de la violencia por no sé muy bien qué tipo de trauma infantil, selecciona todo lo que de los documentos historiográficos huele más a hemoglobina y cuchillo afilado y se refocila como un gorrino con las cabezas de los sacrificados que ruedan por los escalones de la pirámide sagrada en respuesta a las demandas de Kuculkán. Los mayas fueron algo más que un hatajo de sádicos encarnizados, aunque cabe suponer que en tiempos de sequía y pestilencia cualquiera mira a los cielos como Abraham con cara de "pídeme la mayor salvajada y se hará tu voluntad, que para eso estamos". También es sospechosa la apuesta con que empieza el film, según la cual "una civilización sólo es derrotada desde fuera cuando ha empezado a corromperse desde dentro". Este planteamiento es tramposo porque se sirve de una hipótesis ad hoc: como los europeos los sometieron, entonces es que ya se habían corrompido. En realidad, la visita extranjera fue como la de unos extraterrestres, llegaron de la nada para quedarse, eran más eficaces en la guerra y destruyeron a las distintas tribus indoamericanas, las cuales por cierto habrían opuesto más resistencia si hubieran tenido la vocación de asesinos que Gibson les atribuye.
Cinematográficamente hablando, el film adolece de algunas otras imperfecciones muy considerables, como la de convertir la parte final en una especie de cacería del hombre muy al estilo Acorralado, lo cual no es óbice para reconocer en ese tramo algunos momentos especialmente afortunados, como el de los dardos que se envenenan en el cuerpo de una rana o el panal de abejas lanzado contra los perseguidores.
Pues bien, con todo esto, Apocalypto me parece un film imprescindible. Todo el tramo que transcurre en la capital, muy en especial el de los sacrificios, que a muchos les recordará al del calvario de La pasión de Cristo, acerca a sus autores a la excelencia. "Apocalipsis": el summum del dolor, la desgracia sin esperanza, el camino hacia la muerte ritual ante un sacerdote sádico investido del poder de hablar directamente con los dioses y decidir como salvar a una nación. Mirada de tristeza infinita hacia sus familiares de aquel que, impotente, va sabiendo cada minuto con más certeza que lo que le espera al final de la ascensión a la pirámide es precipitarse hacia el abismo oscuro que se abre tras las fauces de Kuculkán... nos hace pensar en la desgracia sin esperanza de quienes bajaban del tren atestado que desembocaba en las duchas de Auschwitz, donde la muerte se administraba con mucho menos ritual y, acaso por ello, con mayor eficacia.
La huida del protagonista, que aprovecha una milagrosa casualidad para escurrirse como un insecto entre sus depredadores, nos invita a salir de la melancolía. Hasta entonces, poco más que la crueldad de los ganadores y la extinción -no es otra cosa el apocalypto- de los pueblos de la selva... Lo que vino después para los mayas y sus pueblos rivales fue un genocidio perpetrado por los españoles, pero acaso toda la historia es un genocidio.
Esto rescata el recuerdo de la tarea socrática, que no es otra que la de la virtud. El protagonista, acosado de forma inmisericorde por las bestias, no puede pensar sino en huir... de pronto, tras un momento límite, emerge de una ciénaga, el cuerpo lleno de barro, como el de uno de aquellos habitantes hechizados de los bosques, y mira por primera vez con ojos de atacar a los sorprendidos perseguidores. "Este es mi bosque, aquí cazó mi padre, y el padre de mi padre, aquí cazo yo, y cazarán mis hijos", les grita insolente cuando descubre que sus fuerzas le permiten aguantar muchos más golpes de lo que pensaba. Deberíamos gritar eso mismo como hacen los lunáticos alguna vez desde los puentes de las avenidas de esta gran ciudad a los ejércitos de automóviles que rugen a su entrada en la jungla. "Esta es mi selva, aquí cazo yo, y cazarán mis hijos".
Vamos a morir: algún día seguramente no lejano seremos capturados y nos extraerá el corazón un sumo sacerdote convencido de ser el único capaz de entender los deseos de Kuculkán. La tarea del héroe no es otra que la de saber prepararse para ese momento. "Y he aquí que veo a mi padre, al padre de mi padre, y a los antepasados de mi linaje hasta el origen de mi pueblo. Oigo que me llaman para ocupar un lugar junto a ellos en Walhalla... para siempre", dicen los guerreros del norte al empuñar la espada ante el combate. Deberíamos pensar así, no sé por qué abandonamos esa convicción que tan clara tuvimos desde niños, deberíamos imitar a los héroes y recordar mirando a las estrellas que nuestros antepasados nos vigilan, atentos a que no pongamos en peligro su honorable recuerdo.
"Hay ciertos rasgos que aparecen más visiblemente frente a la destrucción. El hombre no actúa entonces según lo exige su conservación, sino según lo exige su significado".
Ernst Junger.

Saturday, April 21, 2007



























LA JUVENTUD DOMESTICADA, DE DAVID P.MONTESINOS.


1. La juventud domesticada. Cómo la cultura juvenil se convirtió en simulacro. La madrileña editorial Popular ha tenido la inmensa generosidad de publicarme este libro, escrito hace dos años y del que me siento particularmente orgulloso. Soy consciente de que el título del texto contiene matices provocativos que lo hacen inmediatamente polémico. Por eso creo que es conveniente explicarlo de la manera más didáctica posible.


A lo largo de la historia el joven ha sido un elemento "liminar" de las sociedades. En la comunidad rural europea de las edades premodernas, por ejemplo, el joven -tendente por lo general a agruparse tribalmente de forma espontánea y a habitar lugares y tiempos inhóspitos, secretos o prohibidos de la comunidad- cumplía la función de mantener alejados o vigilados a los elementos excluidos por la tribu. Así, las primitivas tribus de jóvenes, moviéndose dentro de una lógica lindante con el delito, ayudaban inconscientemente a preservar el orden social frente a mujeres disolutas, extranjeros, vagabundos o nigromantes, de ahí que de alguna forma se les tolerara. Así, el poder disruptor que por definición encarna el joven era reconducido hacia misiones oscuras pero eficaces... hasta que llegaba el día de producir sustento regularmente o de morir en combate.


Pero la historia de los jóvenes no tendría el sentido que le otorgo sin el Movement, nombre que adopta entre muchos otros el densísimo conjunto de protestas, reivindicaciones y transformaciones que en la sociedad opulenta estalló en los años sesenta. De todo ello el Mayo Francés es, si se quiere, un paradigma, pero en ningún caso el acontecimiento fundante de aquéllo a lo que hemos considerado la Revolución Juvenil. En todo caso se trata de una consecuencia, en el mismo sentido en que la Toma de la Bastilla en 1789 lo es de un siglo de Ilustración. El cine teenager que empieza a cuajar en América superada la postguerra, la bohemia de los beatniks, la expansión ciclópea del pop, la proliferación de subcultos y sus drogas características, las barricadas de París... creo que todos estos acontecimientos forman parte de una gran lógica de apertura a la que sólo dejaré de mirar con buenos ojos el día en que, como todo reaccionario que se precie, deje de creer que la libertad y la creación y extensión de derechos no traen más que desórdenes.


La preocupación que da origen a este libro arranca de la constatación -del presentimiento acaso- de que la energía que llevó a la juventud occidental a convertirse en la nueva gran creadora de derechos y de signos, en la mayor cuestionadora de los viejos modelos de autoridad y, en definitiva, en la fuerza revolucionaria más formidable de la era tardoindustrial ha quedado misteriosa y secretamente colapsada. Los media nos insisten una y otra vez en la asociación entre juventud y rebeldía, una juventud que debemos proteger -como los parques naturales- ecológicamente en nosotros mismos, incluso cuando ya no somos jóvenes. Parece que todos hemos de luchar como valientes contra los signos de envejecimiento de nuestra piel, hemos de desear a diosas con pinta de adolescente -cuando no de niña púber- y solazarnos con espectáculos y diversiones concienzudamente puerilizadas para adultos, desde los estadios de fútbol a los parques temáticos pasando por los videojuegos y las despedidas de soltera donde una treintaañera hecha y derecha hace la gallina en medio de la calle... Sí, pero ¿dónde está el poder disruptor creativo que hizo salir a los jóvenes a la calle para reclamar no la toma del poder político sino la transformación profunda de los estilos de vida y de relación entre humanos? Disruptor es, desde luego, el niño insumiso que hace imposible la normalidad del aula en la escuela, o el que garbea insolente por las calles sintiendo que la tribu de los adultos renuncia a afearle su mala conducta. Lo que no creo es que esa voluntad de desorden sea mucho más que la respuesta desesperanzada y a veces esquizofrénica a la falta de criterios.

Es cierto, acontecimientos como el del "No a la Guerra" o "Nunca mais", por no hablar de Seattle, Génova o las asociaciones juveniles que, con mucho más de voluntad de asociarse y combatir que para adiestrarse en la preservación del orden legado por los adultos como hacían los boy-scouts, obligan a volver oblicua esta mirada nostálgica y nihilista que parece creer que el "sesentayochismo" da carpetazo la Revolución Juvenil. De ser así, como expongo en el ensayo, no habría que renunciar al esfuerzo de la crítica, sólo habría que trasladarlo a otros puntos liminares del mapa social, como los sin techo, los inmigrantes, los homosexuales o las mujeres... Pero es que estoy muy lejos de creer que los Nuevos Movimientos Sociales sean ajenos a los jóvenes. Es por eso que el mensaje de este libro queda abierto, pues su objetivo no es otro que el de suscitar la controversia. ¿No será que el trayecto de la herencia -entendida como legado espiritual- ha quedado interrumpido porque los jóvenes contestan con la ausencia, con la renuncia a ocupar los puestos de poder, al empeño adulto por desactivarlos como ciudadanos
y convertirlos en consumidores? ¿No será que el reclamo de fe en la experiencia asociativa como única posibilidad de reconstruir los puentes del derecho y la justicia ha quedado triturado en ellos por el individualismo atroz, ese miedo paranoico al Otro, en que los hemos educado? ¿No es culpable de ignorancia quien, nostálgico del rock, acude a un concierto de momias de sesenta años mientras acusa al hip hop de simple moda yanqui para cabezas huecas? Abramos el debate.


2. El pasado miércoles 18 de abril presentamos esta obra en La Casa del Libro de Valencia, ante un público ciertamente más numeroso de lo que yo esperaba. Intervinieron Antonio Lastra y Justo Serna -fotografía en la cabecera del texto- que estuvieron magníficos, suscitando una polémica que es precisamente lo que pretendo y la única razón -vanidades aparte, somos humanos- por la que peleé por la edición del ensayo. Mi recuerdo de este encuentro será ya imborrable para siempre. Quiero agradecer a todo el mundo su participación y su apoyo, pero especialmente he de dar las gracias a Pepa, mi mujer, protagonista de mis sueños y mis desvelos, que cuidó de esta obra y de mi vida, y a la que quiero como nunca quise a nadie. También a Nacho y a Valeria, que nos trajeron a Olivia para iluminar un invierno que se había vuelto sombrío.


3. El libro La juventud domesticada. Cómo la cultura juvenil se convirtió en simulacro, ha sido publicado por la admirable Editorial Popular, que tuvo la desfachatez de editar a un don nadie simplemente porque les gustó y porque les dio la gana. A ellos mi reconocimiento eterno. El precio del volumen es de doce euros. Podéis adquirirlo ahora mismo en La Casa del Libro o en librerías como París-Valencia. Se puede adquirir también por Internet dirigiendoos a la web de la editorial. www.editorialpopular.com






































Wednesday, April 04, 2007
















NITROGLICERINA



Después de que, por pura cobardía -no me gustan las explosiones- optara por abandonar Valencia durante unos días, casualmente los cuatro más ardientes de las Fallas, regresé a casa dispuesto a disfrutar de la tranquilidad que queda en las calles de mi amada ciudad tras la resaca mascletera. Cometo la imprudencia de poner el contestador: la empresa de transportes TNT -vaya con el nombrecito- me comunicaba que tenían un paquete enviado a mi nombre y que les llamara para que me lo hicieran llegar. Dada la ansiedad con que esperaba dicho paquete, tuve la tentación de preguntarles dónde estaba su almacén para ir yo mismo a recogerlo. Opté por el confort de lo convencional y, dado que son transportistas, decidí dilatar mi infantil impaciencia y les llamé para que me lo trajeran a casa. Esa misma tarde no podía ser, lógicamente, pero podíamos quedar al día siguiente, miércoles. Yo debía salir de casa por la mañana no más tarde de las 12 horas, por lo cual le pedí al telefonista que me asegurara que los del camión pasarían antes. Madrugué y me dispuse tras el desayuno a disfrutar de una dulce espera, suspirando con el momento en que abriría mi caja y disfrutaría como un crío con su literario y deseado contenido. La cara de tonto que a uno se le va poniendo cuando espera en vano horas y horas necesita un Velázquez para ser retratada en toda su profundidad. Llamé irritado a la empresa. "Tranquilo, yo hablo con el conductor y le llamo en unos minutos". Pero la telefonista no me llama y tengo que marcharme. Llamo a la hora de comer, se pone otra telefonista y me comunica, tras largas gestiones, que el conductor se ha equivocado de calle, y que el nombre de la mía es idéntico al de otra calle del extremo opuesto de la ciudad. El haber tenido yo la prevención de incorporar bien clarita a la dirección el distrito postal no ha resultado una medida exitosa por lo visto. Decido armarme de paciencia:

-"Bien, traigánmelo esta tarde, les espero",

-"No señor, esta tarde va a ser imposible"

Me decido en plan Rambo a ir a por mi paquete en persona, pero la central está lejos de Valencia, en uno de esos polígonos industriales sometidos a las leyes del bandidaje, con lo cual decido recuperar el discurso de la paciencia. Como la siguiente mañana he de pasarla -como todo Cristo- en mi centro de trabajo, le doy a la señorita la dirección de dicho centro, todo muy detalladito para que lo entiendan y, si le va el bolígrafo, lo apunte correctamente. No importa que yo no esté, firmará la conserge, no importa que no haya parking, yo le pago la multa... pero traiganme mañana el paquete, por favor.

Al día siguiente movilizo al ejército de conserges del Centro. Pasan las horas, bajo una y otra vez preguntando ansiosamente por el paquete, hay una conserge que empieza a mirarme con lástima: soy como su sobrino yonqui que ponía la misma cara cuando en el centro de toxicómanos no llegaba la metadona. A la una, desesperado, llamo a la simpática empresa TNT, y me vuelven a decir que no lo entienden y que van a llamar al conductor. No hay respuesta. A las tres vuelvo a llamar y, después de muchas intentonas, por fin se ponen. Me tranquilizo antes de hablar, explico al enésimo empleado el problema, quien no parece extrañarse de que su empresa trabaje como Pepe Gotera y Otilio, chapuzas a domicilio. Amenazo con una denuncia y se pone un poquito serio. Cae en un irregularidad del tipo "yo me lavo las manos" y me da el móvil del conductor, al que llamaré a partir de ahora -siguiendo con el símil historietista- "Manolón, condutor de camión". "¿Qué?", dice el tipo con tosquedad, mientras yo hago un esfuerzo por visualizarlo y no me quito de la cabeza al Doctor Zaius, el gorila malo de El planeta de los simios. Me dice que no ha encontrado el sitio, que le han dado mal el albarán y que la culpa es de los de administración. La conserge, que me ha dejado llamar desde el teléfono de consergería, me mira con sorna, pero luego empieza a preocuparse, pues me quiere bien y advierte que mi cara es similar a las de los preinfartados.

-"Esta bien", digo, una vez más armado de cristiana paciencia. "Le espero aquí el tiempo que haga falta, traigámelo esta tarde."

-"Ah, no, yo ese barrio no lo hago por la tarde"


Soy en ese momento un hombre asustado, lo reconozco. "Este hijo de una hiena rabiosa me ha perdido el paquete, o si no, es capaz de quemarlo si le digo que le voy a llevar al Tribunal de Crímenes contra la Humanidad", pienso. Compréndame, el miedo y el dolor quiebran la voluntad de los hombres, nos convierten en unos miserables. Decido arrastrarme, cercano como me hallo a los síntomas del Síndrome de Estocolmo: "Se lo suplico, traigame mañana el paquete, traigamelo, se lo pido por favor". Se me pasa por la cabeza ofrecerle dinero, soy como esos padres angustiados ante el secuestrador de su hijo: "Haré lo que usted me pida, y nada de policía, se lo juro" El tipo se despide hasta mañana con el pecho inflado por la convicción -que mi tono le ha reforzado- de que él no es el culpable, de que puede hacerlo todo mal, desde incendiar la ciudad hasta aplastar a su madre con una bombona de butano, que los culpables siempre vamos a ser los demás.

A medianoche me despierto en medio de una pesadilla empapado en un frío sudor. Mi lucidez es absoluta en medio de las horas más inhóspitas: "Esto no ha terminado", dice mi mujer que grito no se sabe si despierto o dormido.

Llega el día más deseado. "Va a salir bien", me digo pese a los malos augurios de la noche anterior. Empiezo mi jornada laboral con alegría impostada y algún cántico, ayvó, ayvó...Tensa espera, las horas vuelven a desgranarse, una tras otra, con encarnizada crueldad... Miro de vez en cuando de reojo a la conserge, cara de negativa y de lástima, a sus ojos soy un hombre dañado. A mediodía, y ante la perspectiva del fin de semana yermo, me decido a ir al teléfono con la firme resolución de empezar a chillar y amenazar con hacer rodar cabezas. De pronto, la conserge me anuncia que mi mujer está al teléfono: "Han llamado de la empresa que te mandó el paquete, les he contado la historia y les han montado una de miedo a los de TNT. Estos han llamado aquí y dicen que el camionero dejó el paquete ayer en su destino." Es obvio que Manolón les ha mentido. Lo más alucinante es que a continuación le llamo al móvil."¿Qué?", dice el ángel del infierno con evidente molestia. Me comunica que ha dejado el paquete media hora antes donde le pedí, que había macetas a la entrada, una conserge a la derecha y una fotocopiadora a la izquierda. Pero a ver, hombre de Dios, ¿dónde demonios has dejado el paquete?. De nuevo la paciencia, me trago las lágrimas, pero ¿por dónde has entrado con el camión?, ¿seguro que no te has confundido de pueblo o de planeta, hijo de Azrael? Repentinamente, un relámpago de inteligencia atraviesa mi mente nublada por el rencor... Lo tengo, Manolón ha dejado el paquete justo en el Instituto de Formación Profesional que hay detrás del nuestro. Le cuelgo, decido ir en persona a por mi paquete. Pienso que los tipos que lo han recibido pueden decir que es suyo, me convenzo por el camino de que el paquete va a salir de allí conmigo por mis cojones, así tenga que liarme a hostias. Efectivamente, hay macetas fuera, también un conserge -"yo no zé na, pregunte ahí"- y una oficina en frente.Entro, me envían a un despacho. Abro la puera, hay un tipo con los pies sobre la mesa que ha destripado la caja y está leyendo uno de los libros.

-"¿Le gusta el libro?"

-"Pues, mire, como viene de la Editorial Popular pensaba que sería del Jiménez Losantos o algo así, ¿y usted quien es?

-"Pues yo soy el autor, y resulta que no soy Jiménez Losantos"

Mi cara de ecce homo le impone desconfianza, me da el paquete sin rechistar.

Pues sí, señores, el paquete contenía los veinte ejemplares del ensayo que Editorial Popular ha tenido la generosidad de publicarme. Seguro que ahora entienden mi ansiedad. Es más dudoso que lo entiendan Manolón y sus amigos de TNT (Nitroglicerina), empresa de transportes a domicilio. Reflexionen, piensen en la clase empresarial española, cómo funciona, con qué criterios contrata personal, en qué condiciones los mantiene... De momento, envienme los paquetes por correo normal. Llega tarde pero, como funciona por bolsa de trabajo, todavía no tienen en nómina a Manolón. No encontró la calle donde había que ir a apuntarse. Feliz via crucis.